Opinión Bolivia

  • Diario Digital | jueves, 25 de abril de 2024
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Cinco estampas de una vida titiritera

No hay nada mejor que aquellas historias contadas a través de pequeñas historias, casi fotografías de instantes que construyen y perduran. Así se ha forjado más de una década de títeres y viajes en Cochabamba y Bolivia.
Cinco estampas de una vida titiritera


El año 2004 se llevó a cabo en Cochabamba la versión inicial del Titiritay, Festival de Títeres, organizado por Títeres Leomar (elenco argentino que residía temporalmente en nuestra ciudad) y la Alianza Francesa. Dada nuestra floreciente amistad/trabajo con el director de Leomar, al que le habíamos abierto las puertas del teatrito del Parque Vial, fuimos invitados a participar del evento con una obra dirigida por Marcelo Barrios.

La obra fue producto de un trabajo colectivo, un guion general alrededor del cual se fueron construyendo escenas basadas en la improvisación, a la par que se iban construyendo los muñecos y la escenografía. El hecho es que el tiempo no fue suficiente y la obra no tuvo siquiera un ensayo general, sino varios fragmentados.

La participación de un elenco local en un evento que volteaba taquilla cada noche, despertó altas expectativas. La función se desarrollaba con toda normalidad, el silencio respetuoso y las reacciones del público daban cuenta de ello, de no ser que… una escena complicada donde se enredó el cable de micrófono de uno de los titiriteros. La concentración se fue por los suelos, los diálogos se hicieron incoherentes y la obra tuvo un final abrupto. Nadie entendió el final así como nunca más se volvió a presentar “De bichos y amores”.



Por tierras guaraníes

Fue en una campaña del Defensor del Pueblo concentrada en el territorio guaraní que tuvimos, como elenco, la suerte de incursionar en la comunidad de Tentayape: el último refugio de resistencia a la modernidad, donde no hay espacio para las iglesias, las ONG, la escuela, las petroleras, los bancos y los hospitales. No había pasado mucho tiempo del juicio ganado por esta comunidad contra Enron respecto a la invasión de su territorio; causa que había obligado a contar a la comunidad con un representante legal debidamente acreditado.

Los varones guaraníes, como es conocido, llevan una pañoleta en la cabeza sobre la cual va su sombrero. Es al cumplir los quince años que los adolescentes reciben estos dos objetos para cubrir su cabello que, a partir de ese momento, solo podrá ser observado por la que será su esposa (a futuro) y dios. El cabello del hombre crece sin límites y es en forma de trenza que va quedando debajo del pañuelo. Eso lo pudimos comprender en versión propia del Mvuruvisha.

Él -el anciano Mvuruvisha- en calidad de representante, había tenido que someterse a la humillación de descubrirse la cabeza para ser fotografiado en identificación personal de la Policía Boliviana, para obtener la cédula de identidad. “Para nosotros, descubrirnos la cabeza ante cualquier persona, que no sea nuestra esposa o dios, es como para ustedes caminar desnudos por las calles”, nos dijo.



En el corazón del mundo aymara.

El año 2009 se nos dio por cumplir una de nuestras más caras aspiraciones: el llegar a los confines más aislados de la geografía patria, poniendo en marcha “La caravana de los títeres”. Un recorrido por los caminos troncales del país, libre de ataduras de tiempo y programa: una invitación al impulso, a la intuición, al capricho, a las ganas, no más, de compartir con los niños de aquel lejano caserío (cualquier caserío) al que hay que llegar saliendo del camino por un atajo.

Habíamos pasado Achacachi rumbo a un sitio casi sagrado para los militantes de la rebelión indígena y la educación: Warisata. La música de Wara nos acompañaba desde la casetera del avispón verde, mientras alguien leía en voz alta algún pasaje del Poema pedagógico e intentaba encontrar símiles con Warisata. De pronto divisamos a lo lejos una construcción antigua de medias aguas con un mástil delante donde flameaba una bandera tricolor descolorida y salimos del asfalto. El avance se hizo lento, pero mientras nos acercábamos a la casa de adobe, de a poco, se asomaban pequeños rostros a la única ventana y, los más atrevidos, salían corriendo a nuestro encuentro, sin oír los gritos del maestro. Para ellos teníamos reservada una historia.



Otro tipo de aplausos

“Los teatros en todas partes, más o menos equipados, mas o menos cómodos, son siempre iguales, lo que cambia es la gente, el público”, dice Miguel Oyarzun (el fundador de Títeres Chonchon). El tiempo y el recorrido con nuestros títeres por otros no escenarios nos ratificó con agudeza esta verdad.

El maestro, que cumplía el papel de director, portero y secretario de esa pequeña escuelita –nunca más adecuado el diminutivo- salió a nuestro encuentro. Medio desconfiado al principio, nos hacía las preguntas de rigor mientras daba una vuelta alrededor de nuestro empolvado vehículo: quienes éramos, de donde y para qué veníamos, quién nos pagaba… si teníamos problemas con la justicia o éramos contrabandistas explorando nuevas rutas, tal vez “terrucos”.

Recortes de prensa, afiches, postales y alguna carta de agradecimiento de otra escuela en la que habíamos estado el día anterior, disiparon sus sospechas para presuroso preparar el aula como platea, mientras nosotros armábamos el retablo e instalábamos el equipo de sonido. Luego, uno por uno, fue acomodando a las niñas y niños en el piso, en las sillas y sobre la mesa que también era utilizada para compartir la merienda o hacer trabajos prácticos

La función fue observada en un silencio absoluto, al punto de nosotros sospechar que nuestros espectadores habían huído… pero no. Estaban ahí, inmóviles, absortos, transportados a otra dimensión. Terminada la función, todos se quedaron quietos en sus asientos… ni un aplauso o grito: silencio total, nada. Todavía miraban al retablo cuando los titiriteros salieron a saludar a los concurrentes. El maestro rompió el silencio pidiendo a sus niños agradecer a los titiriteros… pero no, no hubo aplausos sino una fila interminable que se acercaba a nosotros a abrazarnos. El aplauso es impersonal dijo el maestro, cuando le comentamos nuestra extrañeza, el abrazo pone en contacto a unos con los otros, rompe la distancia.



Diecisiete años después

Han pasado los años y nuestro elenco ha viajado por todo el país; pueblos, ciudades, aldeas, comunidades guaraníes, caseríos aymaras, escuelitas de adobe (hoy convertidas en modernas construcciones), carreteras de tierra y barro, asfalto y arena. Más de tres mil funciones han pasado desde esa noche donde comenzábamos a soñar.

Los títeres, como madre que lleva a su niño a la escuela, también nos llevaron a los países vecinos y más allá, Uruguay, Cuba, la vieja Europa. Por ellos conocimos a otros titiriteros y titiriteras, sus tradiciones, sus escuelas, sus películas, sus libros y revistas. Los títeres también nos hicieron dar cuenta que cada momento y cada encuentro es de aprendizaje… y los más jóvenes del elenco emprendieron el camino de la academia para formarse profesionalmente en este arte.

Empeñados en reconstruir la historia de los suyos en nuestro país, hicieron de los títeres su pasión y su vida, recopilamos documentos y los plasmamos en una primera publicación (Los títeres en Bolivia, 2013) y venimos preparando una revista titiritera semestral Alma en mano; realizamos cada año el Festival Internacional de Títeres (en Cochabamba), el Titedanzante (La Paz), La Caravana de los Títeres (por el área rural) y alguna que otra aventura más.

Diecisiete años después, con la semilla bien plantada y la tierra cultivada podemos afirmar que tenemos títeres para los siguientes cincuenta años.

Titiriteros - [email protected]