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  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
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El libro verde del Oscar

Una lectura de la más reciente ganadora del premio a mejor película, Green Book, que sigue en los cines Norte, Prime y Center de Cochabamba. La producción estadounidense, que en cartelera local se exhibe con el título de Una amistad sin fronteras, se llevó también las estatuillas a mejor guion original y mejor actor secundario (para Mahershala Ali).
El libro verde del Oscar


Se supone que los Oscar de este año debían ser especiales. Al menos, para los mexicanos y, por extensión, los latinos. Debía ser el año en que Roma, una película mexicana de pretensión autoral (galardonada con el León de Oro en Venecia), rodada por su autor, Alfonso Cuarón, en blanco y negro y –más jodido aún para la industria- hablada en español, haría historia al hacerse con el premio mayor de la noche. Iba a ser la primera cinta hablada en un idioma diferente al inglés que, en más de 90 ediciones de los premios de la Academia, se llevaría el Oscar a mejor película. Se supone. Pero, ya todos sabemos lo que pasó. Los académicos se pasaron las expectativas del mundo hispano por donde suelen pasárselas cada vez que necesitan hacer saber que EEUU es su país, que su cine se hace en inglés y que para ganarse su bendición, hay que hacer filmes a su medida: complacientes e inofensivos, conciliadores y políticamente correctos, nada que pueda alterar el orden establecido de las cosas. Hay excepciones, claro. Acaso la última fue Spotlight (Tom McCarthy, 2015), una obra que, además de haber incomodado a la industria y al establishment gringo, está hoy más vigente que nunca, dada la atención inusitada que se les está dando a los escandalosos casos de abuso sexual y de encubrimiento al interior de la Iglesia católica.

La gala 2019 de los Oscar, organizada para reconocer al “mejor cine” de 2018, no ha sido una excepción. Al contrario, ha sido una de esas ediciones que ha seguido casi a pie juntillas el “libro verde” de la Academia. Esto es, una ceremonia que ha repartido las estatuillas de una manera estratégica para los términos de lo industria: varias categorías menores o no tanto para las producciones más taquilleras (Pantera negra y Bohemian Rhapsody), algunas importantes o no tanto para la comunidad afroamericana (Regina King, Mahershala Ali, Spike Lee), un puñado de prestigiosas para el latino exitoso del año (Cuarón y su Roma), alguna sorpresilla para una novata en suelo californiano (Olivia Colman por The favourite) y el trofeo más cotizado de la noche para la producción más insulsamente efectiva de todas las nominadas (Green Book).

Se ha especulado mucho, con más o menos fortuna, sobre las razones por las que la película dirigida por Peter Farrelly (sí, el mismo de Tonto y retonto, Me, Myself & Irene y There something about Mary, que solía compartir con su hermano la autoría de comedias absurdas y vulgares sin mayor pretensión que la risa por la risa) le arrebató el premio mayor a Roma, que llegó como favorita a la ceremonia del domingo pasado. Unos dicen que el galardón para Green Book fue una señal del ala más conservadora de Hollywood para Netflix: puede que sea el modelo más exitoso de distribución de contenidos audiovisuales de esta época, pero los premios aún son un patrimonio reservado para las viejas maneras de hacer y exhibir cine y de ganar plata con él. Es una lectura que no deja de tener razón, pues la derrota en el Oscar a mejor película ha sido un baldazo de agua fría para la plataforma estrella de video on demand (VOD) que ya se sentía como Di Caprio en la proa del Titanic, abrazando y amando a un Cuarón en calidad de Winslet, mientras gritaba que era el “king of the world”. Otros dicen que el trofeo ya estaba encaminado a la cinta protagonizada por Viggo Mortensen y Mahershala Ali en el momento en que se hizo del premio del Sindicato de Productores de Hollywood, que suele ser determinante para decidir al ganador del principal Oscar. Cobran también fuerza las voces que revelan que Spielberg, vaca sagrada de Hollywood, se enamoró ciegamente de Green Book, al punto de hacer campaña para que los académicos voten por ella. Y por supuesto, está la versión en sentido de que la Academia se jugó por una producción que hablara, como Roma y Blackkklansman, de tensiones raciales y de clase; pero que, a diferencia de Roma y de Blackkklansman, ofreciera respuestas románticas e ingenuas a tales tensiones. Bien lo resumió así una nota de El País, al señalar que, con su concesión del Oscar a mejor película a Green Book, Hollywood le explicó a Cuarón y Spike Lee lo que es el racismo o lo que entiende por él. Nada de sirvientas indígenas en blanco y negro que hablen en español o en una lengua aún más salvaje. Nada de negros temerarios, aliados con judíos, con capacidad de reírse de los blancos más racistas y subnormales de Estados Unidos (¿alguien dijo Trump?). Si vamos a premiar una cinta sobre (o en) negros y blancos, debieron “razonar” los académicos “viejunos”, que sea una que no provoque escozor alguno y que podamos olvidar mañana mismo.

Eso es, precisamente, Green Book: una cinta de temática racial que, de tan bienintencionada e ilusa, no acaba diciendo nada o, si se quiere, nada importante. No es casual que cuente una historia basada en hechos reales y ajustada a un género tan afín a los desenlaces felices como la buddy movie (película de amigos). Le interesa conferirle al relato un halo de verosimilitud capaz de conmover al espectador, pero acorde a un mensaje reconfortante que lo deje irresponsablemente aliviado ante una realidad que parece resuelta, pero que, en verdad, no lo está ni lo estará. Es cierto que se trata también de una película de viaje (road movie) y, a su manera, de una comedia, este último el género en el que Farrelly ha labrado su carrera.

Para el que no lo sepa, aun sin haberla visto, Green Book cuenta la historia de un célebre y virtuoso pianista negro (Ali), que contrata a un chofer y guardaespaldas italoamericano (Mortensen) para que lo lleve y cuide durante una gira por el sur de los Estados Unidos, donde, en los años 60, aún impera un clima de discriminación, segregación y violencia racial contra los afroamericanos. Su título alude a The Negro Motorist Green Book (El libro verde del conductor negro), un libro escrito por el cartero Victor Hugo Green, que, entre 1936 y 1967, circuló para dar cuenta de los recintos públicos (restaurantes, hoteles, bares, estaciones de servicio) que sí atendían a clientes negros. Se entiende que, en la cinta, el libro verde es el manual imprescindible de Tony Lip (Mortensen) para viajar con el “doctor” Don Shirley (Ali), quien, aun siendo un hombre de una cultura e inteligencia muy por encima del promedio, no deja de ser un afroamericano expuesto a los aún campantes comportamientos discriminatorios, que en el sur más profundo están plenamente naturalizados. Lo único que tiene el pianista para salir vivo de ese viaje suicida es al bueno y torpe de Lip, un “machote” de sangre italiana que lo mismo come 26 hot dogs que amedrenta a unos bravucones racistas. El periplo relata, como se presumirá, el progresivo encuentro entre el negro fino y el blanco chusco, que en principio no se escuchan ni se toleran, pero que acaban respetándose y haciéndose amigos. No hay, pues, diferencia racial que no pueda resolver un bien surtido cubo de pollo KFC.

Decíamos que Green Book está condicionada inexorablemente por su pertenencia genérica a la buddy movie. Dicho de otra forma, está condenada a acabar con un final de feliz conciliación entre dos figuras que, de buenas a primeras, se perfilan de lo más antagónicas. Su condición de road movie le impone, por otro lado, una serie de peripecias que enganchan al espectador, sobre todo por su filón humorístico, y que recuerdan, aunque en una frecuencia muy moderada, al Farrelly más cáustico de sus comedias guarras. Uno acaba riéndose de los desencuentros entre los dos protagonistas, que, no vamos a mentirnos, están encarnados por dos actores de primer nivel y en estado de gracia (Ali se llevó su segundo Oscar a mejor secundario y Mortensen fue una vez más nominado como mejor protagónico). Nada que reprochar por ese lado. Lástima que el guion (curiosamente premiado como el mejor original, en una competencia de bajo nivel) no dé para mucho más. Apenas comenzada la historia, el espectador ya se huele cómo acabará, mientras el camino tampoco aporta episodios de mayor brillantez, a más de lo hilarante de algunas escenas.

Salvando las distancias, Green Book funciona para el cine mainstream estadounidense como, en su momento, funcionaron La llamita o Sena quina para el cine boliviano: una fábula de humor fácil y efectivo que, con una ingenuidad alarmante, imagina un (re)encuentro idílico entre diferentes, solo conquistado a plan de buenos deseos. Si en las “joditas” bolivianas eran cambas y collas (y chapacos) los que se reconocían hermanos al final de sus (pato)aventuras, en Green Book son el negro y el blanco (italoamericano) los que terminan comiendo en la misma mesa. En el trayecto, además de chascarrillos, apenas sobresalen uno que otro episodio que reconocen lo irresoluble de los conflictos que ilustran. En la producción coescrita por Farrelly, el más decidor de esos episodios es aquel el que el pianista interpretado por Ali sucumbe a un brote de honestidad brutal y le recuerda a su coprotagonista, con una alta dosis de indignación e impotencia, lo insufrible que es saberse un negro y un blanco solo a medias. Por lo demás, la historia prefiere hacer hincapié en el hecho de que la única medicina contra los odios estructurales –como los raciales, culturales o de clase- es la “amistad sin fronteras”. Qué descubrimiento. De haberlo encontrado antes, ya tendríamos un mundo mejor, supongo. Pero, como nunca es tarde, solo hace falta que la humanidad entera vea la cinta para que todos seamos amigos y vivamos felices hasta el fin de los tiempos. Aleluya…

Ya está. Otro año más en que los Oscar nos cuestan un trasnoche al pedo o casi. Sin maestro de ceremonias, más breve y hasta con alguna estatuilla bien puesta (la de mejor guion adaptado para Blackkklansman y la de mejor actriz para Colman), no ha dejado de ser una gala decepcionante. Tampoco vamos a convertir la decepción en un asunto de reivindicación latinoamericana. Nada de “Viva México cuarones” ni demás sandeces. En qué momento se volvió requisito para tener cine de calidad y hacer respetar nuestra dignidad el que la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas de Estados Unidos nos lo certifique con unos galardones tan arbitrarios como insustanciales. Roma no va a ser ni mejor ni peor película tras haber ganado tres eunucos y perdido el principal. Tampoco será menos la obra de Spike Lee, que, para muchos como el suscrito, es la más trascendente de las ocho que postularon a mejor película, más allá de que haya perdido. Y por supuesto, aun siendo una obviedad, no está de más tener en claro que Green Book no es la mejor cinta de 2018 ni mucho menos solo por haberse quedado con el Oscar más importante de la más reciente ceremonia. Green Book es lo que su propio título señala, ni más ni menos: el “libro verde” del cine premiable por Hollywood. Un filme cinematográfica y políticamente correcto: una historia edificante, bien actuada y divertida, que intenta hablar de un asunto sensible, pero solo visitando lugares permitidos por la industria, esos que no contienen amenaza alguna contra el status quo y son incapaces de alterar su conservador modo de vida. Es una cinta de manual para los Oscar, que coquetea con un tema serio, pero solo para infantilizarlo, hacerlo comestible, digerible y desechable, sin voluntad para asumir genuinamente las tensiones que cuenta como chistes y hacerse cargo de ellas. En definitiva, un producto inofensivo y olvidable, que no hará diferencia alguna ni habrá de recordarse pasado mañana.

Así que todo bien, porque el cine, el cine que importa y hace la diferencia y perdura, está en otra parte. Ahora, a otra cosa.



Periodista – [email protected]