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  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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Una cena de Graham Greene

Una cena de Graham Greene
“Solo vi una vez a Edgar Wallace pero el momento ha permanecido en mi memoria como una ‘pieza de conversación’. Yo tenía 25 años, había publicado mi primera novela y me sentía un invitado de menor categoría durante un gran evento editorial en el Hotel Savoy. Era en buena medida un intruso asustado en aquel banquete (ninguna palabra inferior serviría), organizado conjuntamente por las firmas americana/inglesa Heinemann & Doubleday, que estaban por entonces asociadas de mala gana.

“Una cena en una gran mesa, puesta en ángulos rectos, semeja una geometría congelada; mas, para un hombre joven como yo se volvió peor cuando la figura geométrica acabó por romperse y me encontré sentado con mi café al lado de Arnold Bennett quien, cuando el mesero me sirvió ‘algo’ (estaba demasiado asustado para rehusar), señaló severamente: ‘un escritor serio no bebe licores dulces’. En ese momento (que me condenó a una abstinencia de por vida en lo que se refiere a los licores dulces), aparté mi vista de Bennett y vi a Edgar Wallace en su primer encuentro con Hugh Walpole.

“Di por cierto que era el primer encuentro entre estos dos gigantes de la novela comercial: el gigante de las bibliotecas públicas y el gigante de las ediciones baratas; el escritor que quería, sin éxito, ser distinguido y reconocido y aplaudido como una figura literaria, y el escritor que quería, sin éxito también, ganar el Derby cada primer miércoles de junio para tener todo el dinero que necesitaba, no preocuparse más de las deudas y escapar de la vista del mundo. Quizás el otro habría dado la mitad de su éxito por compartir aquella ganancia.

“Recuerdo la mirada condescendiente de Walpole, su cabeza calva inclinada bajo los candelabros, tal como un obispo hablando con gentileza a un miembro poco importante de su diócesis. ¿Y ese miembro poco importante, qué? Pues era tan ajeno a la condescendencia del obispo, que el otro se contrajo hasta la insignificancia ante ese cuerpo pesado y lleno de confianza, ante esa larga y desafiante boquilla en el cigarrillo, con la sensación de que a ese hombre le importaba el mundo suyo menos que el botón de la bragueta. No tenían nada en común, ni siquiera la ambición. Incluso en esos días me sentí del lado de Wallace...

“Había un curioso parecido entre el mundo inicial de Wallace y el de Chaplin, el Londres del Este y el Sur. Las madres de ambos hombres eran pequeñas figuras del medio teatral, a quienes nunca les fue bien. Chaplin era abandonado por períodos en un asilo para indigentes. Wallace fue abandonado del todo a una gentil familia en Billingsgate. Chaplin conoció escasamente a su padre; Wallace, que era hijo ilegítimo, no lo conoció. De los dos, Wallace fue el más abandonado, aunque Chaplin tuvo las experiencias más crueles. La larga distancia entre el amor y el odio dividió las carreras de estos dos hombres...

“Seguramente desde el inicio Edgar Wallace podía escribir bien. Siempre que le hubiera importado. Pero el hijo ilegítimo dejado con la familia de Billingsgate, el niño que debió trabajar repartiendo leche, no tenía el sueño de ser escritor. Soñaba con tener una fortuna, una cabina de primera clase en un transatlántico, un establo de caballos de carrera. Solo tenía el sueño de escapar y el tamaño de sus deudas, cuando terminó por morirse, representó adecuadamente la grandeza de tal fuga, ya que el gerente del banco en Tanner’s Hill seguramente no le permitía ni siquiera al empleador de Wallace en el reparto de leche, un sobregiro que fuera más allá de diez libras esterlinas”.

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