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El sentido de nuestra existencia (última parte)

Última entrega de un ensayo de cinco partes del escritor boliviano Guillermo Ruiz Plaza, radicado en Francia y cuyas obras se pueden hallar en la editorial 3600.
El sentido de nuestra existencia (última parte)



¿Qué es la realidad?, ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos y hacia dónde vamos?, todas estas interrogaciones provienen de un enigma común: ¿Tiene sentido nuestra existencia?” Un ensayo que une ciencia y filosofía.

L’existence a-t-elle un sens ? (2007) de Jean Staune deja la impresión de que hay Algo o Alguien que va sembrando indicios aquí y allá con gran sutileza (de que debajo de este mundo hay un plano original y matemático, como en la filosofía platónica), y que, a la vez, no se deja ver, como haría el creador de un laberinto. Ese símbolo de perplejidad es perfecto para describir el estado actual de la ciencia contemporánea. Hay indicios que nos mueven a pensar que hay un “afuera” –o, más precisamente, un “debajo”: una realidad fundamental–, pero, encerrados en el laberinto, somos incapaces de probarlo. Con todo, hemos avanzado lo suficiente para sospechar que estamos en él. En palabras de Staune: “Hoy sabemos con gran precisión por qué nunca podremos saber ciertas cosas.” Que esta metáfora no nos engañe: ese otro plano no está afuera ni debajo: simplemente, no está, es decir, no se encuentra en el espacio-tiempo; y justamente por ese motivo sería la causa de todo, exactamente como el Dios de Aristóteles. Ese Dios sin el cual es imposible explicar por qué hay algo y no más bien nada, pero del que nada más puede afirmarse.

En Borges, lo asombroso no es tanto la existencia del laberinto, sino el hecho de que alguien haya elaborado una vasta construcción cuyo único objetivo sea el de perderse. A la luz de los nuevos descubrimientos, no es descabellado pensar que el universo tal vez sea un proyecto semejante, tanto en la escala microscópica como en la macroscópica, a aquel ideado por el ingenioso Dédalo. No se trata de una visión pesimista de la existencia, al contrario: “en la idea de laberinto hay también una idea de esperanza o de salvación, ya que si supiéramos con certeza que el mundo es un laberinto, nos sentiríamos seguros” (Conversaciones con Borges, Roberto Alifano, 1984). Y luego: “¿Por qué no pensar que puede haberlo [un centro del universo]; por qué no pensar que ese centro puede ser terrible; por qué no pensar que puede ser demoníaco o divino? […] Es decir, si pensamos que hay un centro, estamos, de alguna manera, salvados. Si ese centro existe, la vida tiene entonces una forma coherente. […] Pero también nos hace pensar que no hay una razón, que no se puede aplicar una lógica, que el universo no es explicable —en todo caso no es explicable para nosotros, los hombres— y ésa es ya una idea terrible.”

Todo indica que, por ahora, tendremos que conformarnos con esta “idea terrible”. Una idea que, a la vez, resulta estimulante. Hoy sabemos por qué este mundo no puede ser explicado enteramente a partir de las leyes de este mundo, como sugieren los descubrimientos de la física cuántica. De ahí que nos cueste tanto digerir sus implicaciones metafísicas: desde que el mundo es mundo, el hombre ha recelado de la oscuridad que lo rodea. Ahora esa oscuridad es palpable tanto en lo infinitamente pequeño como en lo infinitivamente grande. En efecto, la materia negra y la energía oscura, invisibles pero cuya existencia se deduce a partir de sus efectos en el espacio, representarían el noventa y cinco por ciento del universo. Así que los objetos de nuestro conocimiento –la materia, la energía, los campos magnéticos, etc. – constituirían solo una mínima parcela de lo existente: la punta del iceberg. Materia negra, energía oscura, realidad velada, no son sino los nombres que los científicos le han puesto a nuestra grandiosa ignorancia.

Sin embargo, no hay renuncia ni en la ciencia ni en la filosofía, sino una sed insaciable que nada parece desanimar. ¿Por qué? El gran físico Richard Feyman reflexiona: “Cada vez que examinamos un problema en profundidad, el mismo estremecimiento y la misma maravilla renacen en nosotros. Cuanto más sabemos, más denso resulta el misterio, incitándonos a adentrarnos más y más en el problema. Con placer y confianza, y sin miedo de encontrar una respuesta quizá decepcionante, seguimos levantando las piedras para descubrir una extrañeza inimaginable que nos conduce a otras preguntas y otros misterios aún más asombrosos – ¡ciertamente una gran aventura!” Por otro lado, leamos a Camus: “Si yo fuera un árbol entre los árboles, un gato entre los animales, esta vida tendría sentido o más bien este problema no lo tendría, porque yo formaría parte de este mundo. Yo sería este mundo al que ahora me opongo a causa de mi consciencia y de mi exigencia de familiaridad.” La ciencia nos ha probado que formamos parte de este mundo, nos guste o no, que somos polvo de estrellas tras 13,8 mil millones de años de evolución, y que tenemos un patrón genético que tiene mucho en común no solo con los animales, sino con los árboles y las plantas, incluso con un puñado de harina. Sin embargo, lo que Camus afirma en esas líneas no ha perdido vigencia. Nuestra conciencia es un llamado incesante, una pregunta lancinante sobre el sentido de la existencia. El hombre es el único animal que se asombra ante las propias obras y que se pregunta a sí mismo lo que es, y que, por tanto, se acerca a la muerte con una plena conciencia de la muerte y de la inutilidad aparente de todo esfuerzo. De ahí nace la necesidad metafísica que define al hombre, nos dice Schopenhauer.

Los respectivos trabajos de Staune y de Trinh Xuan Thuan se abren paso en esta dirección, en un nuevo ámbito de investigación en el cual, como hemos visto, no están solos. Si bien “ciencia y religión” ha dejado de ser una alianza imposible, este nuevo campo de estudios parece abocado a estrellarse una y otra vez ante lo que no puede ser probado desde la ciencia. Con todo, nos permite abrir brechas decisivas en el materialismo determinista, para vislumbrar de forma indirecta que, en la composición del mundo, hay un plano de lo real frente al cual –como si se tratara del Dios aristotélico– solo cabe guardar silencio.

Por ahora, tampoco de nuestra vieja y querida realidad se puede decir gran cosa, pues las leyes que la rigen parecen en contradicción total. De hecho, los físicos trabajan desde hace décadas en reconciliar la física cuántica (las leyes de lo microscópico) y la teoría de la relatividad general (las leyes de lo macroscópico): las teorías de la “gravedad cuántica” están todavía en ciernes y ninguna ha sido probada. Pero, aun suponiendo que algún día surja una teoría capaz de englobarlas, no pasaríamos por ello de la descripción de una ley única, es decir, del cómo universal, a la explicación del porqué universal. Del mismo modo que el Bing Bang nos ilumina sobre la forma como se desarrolló el universo desde sus primeros instantes, pero es incapaz de decirnos cómo ni menos por qué se originó. Esta interrogación, en efecto, pertenece exclusivamente al ámbito metafísico. Así, lejos de descartar la filosofía, la ciencia contemporánea confirma su carácter imprescindible.

Por fin, es indudable que los nuevos descubrimientos no solo han dejado maltrecho el materialismo clásico, sino que nos sugieren la importancia de desarrollar nuestra espiritualidad o, si se prefiere, de expandir nuestra conciencia. Leamos lo que dice al respecto uno de los fundadores de la FC, el premio Nobel Werner Heisenberg: “Considero que la ambición de superar los contrarios, incluyendo una síntesis que abarque la compresión racional y la experiencia mística de la unidad, es la búsqueda, manifiesta o tácita, de nuestra época.” Es elocuente que un científico de su talla refrende lo formulado, más de medio siglo antes, por un filósofo crítico de la ciencia, como lo fue Henri Bergson.

El enigma mismo

La esencia (del latín esse: ‘ser’) y la existencia (de existere: ‘salir, mostrarse’), parecían irreconciliables. Y sin embargo, si la realidad velada está en el origen de todo lo que vemos, es lícito afirmar que hay un ser detrás de todo estar, una esencia detrás de toda existencia. Es posible intuir que lo visible sale o “se muestra” proyectado por algo de lo cual solo puede afirmarse que es. No la ciencia sino sus implicaciones metafísicas han reconciliado, en este punto, a Platón y a Aristóteles, a las dos corrientes antagónicas y fundadoras del pensamiento occidental.

Como hemos visto, el sentido de nuestra existencia no es algo que esté inscrito en las leyes del universo sino algo que está haciéndose: una improvisación musical. “La cotidianidad nos teje, diariamente, una telaraña en los ojos”, dice Girondo. Para quitar la telaraña que nos impide ver el mundo o, en palabras de Bergson, para “coincidir” con esta realidad, es necesario ir más allá de cualquier respuesta definitiva, cuya fijeza de mármol estaría en desfase con el carácter a la vez inquieto e irreductible de lo real. El pensamiento, nos dice Bergson, no puede aprehender “lo moviente”. En cambio, la expresión artística es el triunfo de la vida a través de la emoción, ya que traduce la esencia creadora de la vida y nos permite entrar en comunión, así sea por un instante, con la realidad verdadera. Solo la intuición nos permite experimentar lo moviente, es decir, la realidad libre de los conceptos y las mutilaciones que implican.

Este regreso a “lo inmediato” no es, sin embargo, exclusivo de los artistas. En efecto, “un ser inteligente lleva en él lo necesario para superarse”, nos dice Bergson. Y también: “La filosofía debería ser un esfuerzo por superar la condición humana.” El esfuerzo filosófico no es exclusivo del filósofo: concierne al hombre común que se interroga sobre el sentido de la existencia y se adentra en una búsqueda personal. Para Bergson, este esfuerzo intelectual debería ser solo un lugar de paso antes de entregarnos a la experiencia intuitiva como modo de acceso privilegiado a la duración pura. No olvidemos que para el filósofo francés la intuición mística es la facultad suprema del ser humano.

Si la creación está creándose sin descanso, para coincidir con ella debemos ser aquellos que se crean a sí mismos. Pero ¿no es exactamente lo que somos? Bien pensado, quizá no haya mejor definición del ser humano: somos los que se crean a sí mismos, improvisando en torno a un motivo general, a medida que pasan los años (destino individual) y los siglos (destino de nuestra civilización). En este sentido, no solo estamos en el laberinto, sino que somos el laberinto. No solo estamos en el enigma, sino que somos el enigma desplegándose.

La certidumbre de nuestro fin y del fin del universo es una condición imprescindible del sentido de nuestra existencia. En cuanto al significado, si lo que nos define como seres humanos es el enigma más antiguo y sin duda también el último, ¿qué sería de nosotros si pudiéramos resolverlo? “Qué haríamos pregunto sin esta enorme oscuridad”, escribe Blanca Varela. La oscuridad es el origen y el fin de las ciencias y las artes, porque nuestra esencia no está cifrada en ninguna respuesta, sino en la pregunta que nos mueve.

El enigma mismo es la esencia de nuestra humanidad. Porque este, como el Dios aristotélico, parece ser pensamiento puro y eterno presente y nos devuelve de forma sistemática al laberinto –a pesar de o, más bien, gracias a nuestros progresos en la senda del conocimiento–, renunciar a esa búsqueda sería renunciar a lo que nos hace humanos, pero también lo sería apresurarnos a resolverla dando el salto hacia lo divino. Así interpreto ahora aquella línea memorable de Rabindranath Tagore: “la oscuridad no es iluminable, la oscuridad es un modo de ser”.

Somos el despliegue creativo del enigma haciéndose y deshaciéndose dentro y fuera de nosotros. Nuestra esencia reside en la búsqueda, en la “gran aventura” de la que habla Feyman. Somos o deberíamos ser siempre la extrañeza, no la indiferencia ni la conformidad. En este sentido, el papel del arte es crucial. “Un libro”, escribe Kafka, “debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros.”

Entonces, dejemos que el enigma fluya en nosotros con la lúcida humildad de los sueños y la autonomía de la música, que nos justifique y a la vez nos revele preciosamente vanos, porque es posible y deseable vivir esta plenitud sedienta que nos arrastra y arrastra el universo entero hacia el fin.

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