Opinión Bolivia

  • Diario Digital | martes, 19 de marzo de 2024
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Soren o cómo Valdivia no salvó a Bolivia

No sigue en cartelera (al menos, local), no la ve casi nadie (o eso cuentan), pero el nuevo largo de Juan Carlos Valdivia sigue dando que hablar. Así lo demuestra este texto, que no renuncia a la pretensión de animar a que el público que no ha visto el filme lo haga ahí donde aún se exhibe. <BR>
Soren o cómo Valdivia no salvó a Bolivia



Se me ocurren dos vías para abordar Soren, el más reciente largometraje de Juan Carlos Valdivia. La primera sería abordarlo desde lo que dice, que es, más bien, pobre: una colección de máximas ingenuas y bobas sobre el amor, la vida, la libertad y las relaciones afectivas. Para el que no me crea o no haya visto la película, me tomo la molestia de copiar apenas una muestra que el colega Ricardo Bajo ya se ocupó de recoger y publicar. Ahí va. “Una cama es un texto, tienes que leer tus sábanas y lo sabrás”; “es mejor sentirse triste que no sentir nada”; “el amor es puro fuego y ¿si el amor fuera todo lo que no es?”; “la pareja es lo más bajo en la escala del amor”; “¿vivir para uno o para los otros?”; “la fidelidad no existe, solo existe en la memoria”; “si conoces el lenguaje de las aves, serás sabio”, “soy un monstruo y mi cama es un velódromo”.

Ahora bien, de lo que Soren dice fuera de las palabras, desde el lenguaje audiovisual, tampoco hay mucho que rescatar, al tratarse de un largometraje confeccionado con una puesta en escena más publicitaria que cinematográfica. Otra vez, para los escépticos, va una descripción de sus primeras secuencias. Ojo: la cinta de Valdivia tiene uno de los inicios más hilarantes de los que tenga memoria el cine boliviano. Ahí va. La mansedumbre del Titicaca es violentada por el cuerpo escultural de un ser de cabello negrísimo y larguísimo, que se nos antoja una criatura sobrenatural o mitológica, una suerte de “sireno”. Con elegancia, parsimonia y sensualidad, la cámara acompaña al acuamán de los Andes que emerge del agua, se muestra todo orondo ante nosotros, sale del lago y se une a una tropa de sikus con su zampoñita comprada en la Sagárnaga. Lo que debería haber culminado con una leyenda o voz diciendo “Bolivia te espera”, es apenas el prólogo de un largometraje publicitario que pone a prueba nuestro aguante para tragarnos la versión de Bolivia para turistas hippies y hipsters del primer mundo. Luego (¿o antes?, qué más da, si las puertas del amor se abren siempre hacia adentro o algo así: los que la vieron, ya me entienden), elipsis mística mediante, en una fiesta electrónica adentro de un cholet, nuestra alada protagonista, Paloma (Pamela Peiró), sostiene un diálogo seudosofiscaticado con un lenguaraz enmascarado, todo antes de meterse una “pepa” e ir a parar a los brazos de un jacha tata danzanti de discoteca (que no baila hasta morir, sino hasta acabar “mula” de tanto alcohol), a la sazón, su futuro amante terrenal: el “fiestacuetillo” Amaru (Romel Vargas). La secuencia culmina con pulso enfebrecido, con una apuesta visual que intenta emular la rítmica delirante de la fiesta, con una cámara más móvil y con muchos cortes. Nadie lo sabe, pero la rola del acoplamiento afectivo la ha puesto un misterioso mega DJ… Es el padrino del deseo. El sacerdote de la libertad. El Cristo del hedonismo. Adivinaron: el Sireno zampoñero (Willy Cartier). Soren.

Decía que esta vía de abordaje, de lo que dice Soren, me interesa poco o nada (aun habiéndose comido tanto espacio de texto). Me resulta mejor abordar la cinta desde lo que sugiere y/o representa: el triunfo de la publicidad sobre el cine. Eso es Soren: el vaciamiento casi total de ideas del cine de Valdivia en bien de aforismos de autoconocimiento, que bien podrían hacer avergonzar a Coelho, Osho, Og Mandino y otros de sus más célebres cultores. Pero, también, es un monumento al despilfarro material: un oneroso tour por algunos de los paisajes más manidos del paquete turístico boliviano, el lago Titicaca, el salar de Uyuni, Rurrenabaque, todos maquillados con el preciosismo visual habitual en el director y salpimentados de “ayahuasquedas”, “pileadas” y borracheras antológicas. Y claro, sexo en terrazas con vista a “La Paz maravillosa” y hurgueteo casual de miembros sexuales masculinos.

En suma, Soren, más que una película de aprendizaje (versión para cine de eso que llaman bildungsroman) erotizada de adolescentes tardíos que transitan con igual errancia por cholets lisérgicos y arroyos afrodisíacos, es un monumento al vaciamiento discursivo y al despilfarro material del cine de Valdivia. O, siendo más alevoso, es, también, un monumento al vaciamiento discursivo y al despilfarro material de la Bolivia plurinacional. Voy a tratar de explicarme. La trilogía del proceso de cambio de Valdivia bien podría representar tres momentos o estados de ánimo de cierta porción de la sociedad ante los 12 años y más que lleva Evo Morales en la Presidencia. En un primer momento, coincidente con Zona Sur (2009), con la gestión de Evo aún joven, seductora y hasta esperanzadora, impera una fascinación, entre inquietante y expectante, por ese ascenso arrollador de indios y cholos, que desplaza a la burguesía blanca anclada en su decadente mansión de la zona sur paceña. En un segundo momento, coincidente con Yvy Maraey (2013), con la era Evo ya consolidada, con nueva CPE, país refundado y más, pero, asimismo, con algunos signos de contradicción, autosabotaje y desgaste, asoma un gesto reflexivo en el director, también protagonista del filme, que se pregunta por su lugar, en tanto cineasta blanco, culto y sensible, en la Bolivia plurinacional gobernada por indios. Y en un tercer momento, coincidente con Soren (2018), con el proceso de cambio aferrado al poder hasta lo insensato e ilegal, cargando tras de sí su primer fracaso electoral (el referendo), regando corrupción y perversión por doquier, y avivando un clima de odio creciente en el país, Valdivia se hace al gil e imagina un romance entre un hijo de indios de la burguesía aymara (Amaru) y una joven hija de la oligarquía decadente (o ni tanto) del oriente (Paloma); una relación, cómo no, conflictuada por el libertario y libertino Soren, un hippie “sabio” que, acaso como el realizador, entiende que al amor, como al país, no hay que pensarlo ni tensionarlo, sino solo disfrutarlo y sentirlo. Hay Soren para todos, chicos.

Mucho se le ha acusado a Jorge Sanjinés de haber prestado/vendido su cine reciente (Insurgentes y Juana Azurduy) al proyecto hegemónico del Gobierno de Evo Morales. Lo que, en verdad, ha hecho el director de La nación clandestina es intentar forjarle historia y memoria a un proceso político y cultural que él ya venía imaginando desde cuando Evo Morales aún pasteaba ovejas en Orinoca y desde antes de que García Linera descubriera en su biblioteca al Zárate Willka de Ramiro Condarco. Mientras Sanjinés se cargó el pesado fardo de la reconstrucción cinematográfica de la memoria histórica del proceso de cambio, Valdivia se autodesignó el pensador cinemático oficial del gobierno en curso. Salió airoso de esa misión autoimpuesta en Zona Sur, porque en ella sí había una idea sólida de puesta en escena del momento histórico; empezó a patalear en Yvy Maraey, porque se tomó literalmente eso de pensar y se lanzó al soliloquio metacinematográfico, aunque alguna idea visual había; y en Soren derrapa por completo, porque, siguiendo su razonamiento, transformó los pensamientos en sentimientos y le salieron unas peroratas risibles de pretensión filosófica, mientras que la puesta en escena es tomada por un modo de representación meramente publicitario de un país cuya proclamada revolución cultural ha quedado reducida a una torpe campaña turística trasnacional. Así pues, a la vez que Sanjinés procuró darle contenido a la historia del proceso de cambio, Valdivia nos descubrió que el discurso del presente de ese proceso está vacío o, lo que es lo mismo, está sobrepoblado de lugares comunes y frases hechas que tienen una hondura similar a la del actual lago Poopó.

No faltará el que me acuse de machacar con eso del acabado publicitario del filme. Pero, si no me creen, ahí está el mismo Valdivia, que en más de una entrevista/confesión ha contado que, en el proceso de realización de Soren, se compró el discurso transmedia y adoptó como mecanismo de trabajo la “iteración”, que él explica como un “prototipado” en redes sociales de las ideas-fuerza de su obra, a saber, lo que significa el amor en los tiempos actuales. No sé a otros, pero a mí ese proceder me huele más a publicidad que a cine o a una versión muy trucha de los pases previos que suele hacer el cine más mainstream de Hollywood. El procedimiento publicitario se traduce en una cinta publicitaria. Ni más ni menos.

Poco o nada incide en la cualidad cinematográfica de Soren la historia que narra, que es la de una parejita que se ama, pero que, ante el encuentro con el “sireno” políglota que da nombre al filme, descubre que quiere amar, joder y coger con otras gentes. Uno dirán que Soren, en realidad, no existe, que es un fantasma de la libertad que encarna las complejidades de las relaciones afectivas contemporáneas. Otros, como yo, sospechan que Soren personifica, más bien, al mismísimo Valdivia, el artista que quiere pensar, pero acaba prisionero del hedonismo que intenta capturar y rebautiza, porque suena más cool, como sentimiento. El zampoñero de Hamelin que atrae con su concupiscente labia a los descocados amantes bolivianos que se subvierten contra sus orígenes históricamente enfrentados, pero, a la vez, pelean contra sus propios instintos básicos. El apóstol de la vacuidad discursiva del proceso de cambio que, como en la cinta, siente –porque el que piensa, pierde- que ya ha concluido su misión en este terruño, pues ha enseñado a amar y ser amado con libertad, así que debe partir ahí donde precise esparcir su evangelio de autoayuda emocional.

Así que, aunque el cineasta intente convencernos de ello, más que como el punto y final de su obra cinematográfica reciente, Soren se erige como la culminación de la “obra” publicitaria de Valdivia para el proceso de cambio. En el largo asistimos a una antología remasterizada y remezclada, y con no pocos bonus, de sus best hits para Entel, YPFB o Mi Teleférico. Valdivia ha cumplido con el proceso. La publicidad le ha ganado finalmente la partida al cine. Las ideas han capitulado ante los sentimientos. El discurso está tan vacío como cualquier eslogan de Coca Cola.

Hablando de Coca Cola, hace poco vi el magnífico corto Cómo Fernando Pessoa salvó a Portugal, de Eugène Green, probablemente una de las mejores películas del último año. Mientras veía su desenlace, en el que el vate portugués reflexiona sobre su fallido paso por el mundo de la publicidad y su polémico eslogan para una bebida imperialista y libertina de nombre Coca Loca, me acordé de Soren. Y no es que vaya a inventarme alguna relación inverosímil entre ambos trabajos, sino que me voy a remitir a una sentencia de antología del corto, que en el contexto de esa pequeña gran obra no deja de destilar cierto sarcasmo, pero que para el caso de la cinta boliviana guarda una verdad menos sarcástica: la poesía y la publicidad son inconciliables. No se me ocurre una lección más cabal que esa para entender el despropósito del más reciente largo de Valdivia: un derroche insensato de “sabiduría lírica” que apenas alcanza para un teaser publicitario. A diferencia de Fernando Pessoa, que abjuró de la publicidad y se refugió en la poesía para salvar a Portugal, Juan Carlos Valdivia no ha salvado a Bolivia.

Periodista – [email protected]