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El sentido de nuestra existencia (IV)

Penúltima entrega de un ensayo de cinco partes del escritor boliviano Guillermo Ruiz Plaza, radicado en Francia y cuyas obras se pueden hallar en la editorial 3600.
El sentido de nuestra existencia (IV)



“¿Qué es la realidad?, ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos y hacia dónde vamos?, todas estas interrogaciones provienen de un enigma común: ¿Tiene sentido nuestra existencia?” Un ensayo que une ciencia y filosofía.

Conclusiones

En Notre existence a-t-elle un sens? (2007) Jean Staune continúa su viaje apoyándose en científicos famosos, como el matemático Roger Penrose, quien afirma que la inteligencia humana tiene un acceso directo al mundo platónico de las verdades matemáticas –cuya asombrosa eficacia para entender los mecanismos de la naturaleza y capturar su esencia nadie ha podido explicar de forma racional–. Y luego, en el neurólogo Benjamin Libet, que ha probado a través de célebres experimentos la no identidad entre los estados neuronales y los estados mentales. Hoy sabemos, pues, que el tiempo de la conciencia no corresponde del todo a la actividad neuronal. La hipótesis de Staune es que el cerebro tal vez sea, no el productor, sino el receptor de la conciencia, lo cual haría posible una postura dualista (no solo somos materia sino también espíritu).

En suma, Staune trata de devolverle al mundo y al hombre un encanto perdido. Para él, abrirnos hacia el misterio y el orden que parece regir ese misterio no es una actitud obscurantista sino lúcida. Así, al final del libro, se plantea la pregunta sobre la existencia de Dios. No un Dios personificado, por supuesto, sino una instancia creadora, Alguien o Algo innombrable, inasible, incognoscible. Cierto, la apasionante investigación de Staune parece devolverle a aquella antigua idea un crédito renovado. También es cierto que si damos ese paso –identificar, por ejemplo, la “realidad velada” a Dios– estamos dando “el gran salto” del que habla Camus en El mito de Sísifo (1942) y que nos permite escapar de la racionalidad angustiosa, cuyo consuelo parece invalidar todo el proceso que nos ha llevado hasta allí.

Staune lo sabe y establece claramente la frontera entre los hechos científicos y las interpretaciones posibles. La novedad de su postura reside en las pruebas que aporta de que la racionalidad misma, a través de la ciencia, apunta hacia la existencia de un plano de la realidad que escapa a lo racional.

Por otro lado, la lógica matemática nos sugiere –por dar un ejemplo ilustre, a través de los teoremas de incompletitud de Gödel, el genio tan admirado por Einstein– que hay verdades que simplemente no son demostrables y que solo podemos acceder a ellas a través de la intuición. Como tiene un componente que escapa a lo racional, la intuición es un salto. Además, parece ser justamente lo que guía a los filósofos en la elaboración de sus propuestas, por muy lógicos y rigurosos que parezcan sus razonamientos. Esto ha sido reconocido y valorizado en la historia de la filosofía desde Platón hasta Bergson. Para este último, de hecho, la intuición es la única facultad humana que nos permite un acercamiento genuino a la realidad.

¿Podemos dar el gran salto?

“No hay hechos, solo interpretaciones.” Esta sentencia de Nietzsche nunca perderá vigencia. En efecto, los hechos científicos no hablan por sí solos: hay que interpretarlos. Y esa tarea entraña riesgos. Así, a la pregunta de si nuestra existencia tiene sentido, Staune nos propone varias hipótesis. No nos incita a creer en nada; simplemente, nos demuestra que hoy es posible creer en algo superior sin contradecir la ciencia más rigurosa y actualizada. Al exponer descubrimientos que contradicen el reduccionismo materialista, Staune no apunta necesariamente a la existencia de un plano divino, sino solamente de otro plano de la realidad. Este aparece como un factor determinante para intuir que nuestra existencia no es una casualidad, como creía Monod, sino que se engloba en algo más grande con una dirección discernible: de lo simple a lo complejo, del polvo de estrellas a la conciencia humana.

Las neurociencias han demostrado que lo propio del hombre es la necesidad de encontrar un sentido a lo que hace. La pregunta sobre el sentido de la vida nos resulta ineludible. En la línea aristotélica, Nietzsche nos había acostumbrado a pensar la realidad sin apertura posible hacia cualquier otredad, por mínima que fuera. Y sin embargo, “Dios ha muerto” nunca significó un lamento, sino todo lo contrario: la fiesta dionisiaca y vitalista del hombre solo podía empezar a partir de esa renuncia. Es el caos del universo, y no un supuesto orden, lo que nos salva: el caos, en Nietzsche, es “redentor”. A pesar de todo, en este, el sentido moral de la vida es muy intenso: vivir la vida como si fuera a repetirse indefinidamente, en un eterno retorno, es la declaración de amor más grande que se le puede hacer a la existencia, dotándola de sentido.

Asimismo, Camus afirma que el sentido de la vida es la tensión misma a la que nos aboca la racionalidad. Creía, como René Char, que “la lucidez es la herida más cercana al sol” y que esa herida debía ser la fuente de nuestra dicha. Somos Sísifo que cada día reanuda su ascenso y esa “lucha misma hacia la cima basta para llenar el corazón de un hombre.”

Estas filosofías humanistas nacieron como reacción al nihilismo provocado por el anterior paradigma científico, que bien podría resumir la sentencia de Jacques Monod: “El hombre sabe al fin que está solo en la inmensidad indiferente del universo de donde ha surgido por casualidad”. Nietzsche y Camus, entre otros, trataron de revestir el enorme vacío abierto por la visión materialista y determinista de la realidad, dotando a la ética de cierta trascendencia. Rehusaron de plano la “razón suficiente” de Leibniz, que consiste en explicar el mundo apoyándose en la Esencia detrás de la existencia, en el Ser detrás de las formas del estar –esa razón de todo que se llama Dios–, y se aferraron a las ramas quebradizas de la inmanencia para no caer al abismo.

Hoy en día, habría que cerrar los ojos ante los últimos descubrimientos –en especial los de la mecánica cuántica– para seguir creyendo en la realidad materialista que llevó a Nietzsche y a Camus, entre otros, a replegarse en una visión cerrada de la existencia. Si no queremos caer en el obscurantismo y a fin de superar los dogmas maltrechos del materialismo puro y duro, debemos adoptar una visión del mundo a la vez realista y abierta. Este realismo abierto consiste en reconocer que, en los fundamentos mismos de lo real, hay algo que escapa al tiempo, al espacio, a la materia y la energía y a las leyes que los rigen. Que, para ser comprendida, la realidad no puede ser segmentada ni menos disecada: la realidad es global, y tanto a escala microscópica como macroscópica –como lo muestra la teoría del caos (1)–, es una grandiosa improvisación. “La mecánica cuántica ha liberado a la materia de sus cadenas a escala atómica y subatómica: ha reemplazado ahí la máquina determinista de Newton por un mundo maravilloso de ondas y partículas regido ya no por las rígidas y limitativas leyes de la causalidad, sino por aquellas, redentoras, del azar”, escribe el astrofísico Trinh Xuan Thuan en Le cosmos et le lotus (2011). Es significativo encontrar en las interpretaciones que este eminente astrofísico hace de la FC un eco evidente del “caos redentor” nietzscheano. Y luego leemos: “A escala macroscópica, es de la teoría del caos que ha llegado el soplo liberador. La incertidumbre cuántica y el caos liberan a la materia de su inercia. Permiten a la naturaleza dar libre curso a su creatividad. Su destino está abierto, su futuro ya no está determinado […] La melodía [del universo] ya no está compuesta de forma definitiva. Se va elaborando poco a poco. En vez de seguir una partitura de música clásica en la que cada nota tiene su sitio y no puede ser cambiada ni eliminada sin destruir el delicado equilibro de la pieza, la naturaleza toca más bien jazz. Como el jazzman improvisa en torno a un motivo general para producir sonidos nuevos según su inspiración y la reacción del auditorio, la naturaleza se muestra espontánea y lúdica jugando con las leyes naturales y creando novedad. Porque el futuro ya no está contenido en el presente ni en el pasado, el tiempo recobra plenamente su lugar.” Aquí salta a la vista la concepción que tenía Bergson del tiempo, como duración pura, eterna e implacable novedad, cuyo curso hace de cada instante y de cada objeto algo único e indecible, y que resultaría absurdo segmentar. “El Gran Libro Cósmico no está escrito, queda por escribir”, afirma el astrofísico. “En esta nueva visión del mundo, la materia ha perdido su rol central. Son los principios que la organizan y le permiten acceder a la complejidad los que pasan a primer plano.” Y concluye: “De esta forma, el mundo material de las partículas inertes ha dejado paso a un mundo vibrante de erupciones surgidas del espíritu, restaurando así la antigua alianza entre el hombre y la naturaleza.”

Si la realidad, por su naturaleza misma, está abierta, debemos permanecer abiertos si deseamos responder alguna vez, así sea de forma tentativa, a la pregunta más antigua. Para ello, debemos aceptar el carácter imprevisible de la naturaleza y la creatividad de los principios que organizan la materia. Como en Bergson, debemos acercarnos a la realidad verdadera –aquella que velan la costumbre y la razón utilitaria– sabedores de que asistimos, no a la interpretación de una pieza, sino a una improvisación musical o, si se prefiere, a la lectura de un libro que está escribiéndose a sí mismo mientras lo leemos, en interacción con nosotros mismos.

Sí, la vida tiene sentido: ir del nacimiento a la muerte (como, a otra escala, el sol o el universo); la verdadera pregunta, entonces, es si la vida tiene significado, es decir, trascendencia. Ahora bien, si el mundo no puede explicarse solo gracias a las leyes de este mundo, es lógico pensar que la vida no puede justificarse solo desde la vida, y sin embargo, es exactamente lo que hacen Nietzsche y Camus y tantos otros filósofos contemporáneos que han tenido que lidiar con el desencanto moderno. Pero no es el caso de Bergson, para quien un acercamiento verdadero a la realidad implica necesariamente una apertura..

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(1) La teoría del caos: en sistemas en rigor deterministas (en física, biología, meteorología, etc.), cuyo comportamiento puede ser determinado y predicho al conocer sus condiciones iniciales, una mínima variación en estas –no prevista o imposible de conocer– provoca grandes cambios en el comportamiento futuro de dichos sistemas. Eso hace sencillamente imposible la predicción a largo plazo.

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