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  • Diario Digital | martes, 19 de marzo de 2024
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El sentido de nuestra existencia (segunda entrega)

Segunda entrega de un ensayo de cinco partes del escritor boliviano Guillermo Ruiz Plaza, radicado en Francia y cuyas obras se pueden hallar en la editorial 3600.
El sentido de nuestra existencia (segunda entrega)



¿Qué es la realidad?, ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos y hacia dónde vamos?, todas estas interrogaciones provienen de un enigma común: ¿Tiene sentido nuestra existencia? Aquí nos centramos en las ideas principales de la física cuántica, que ha cambiado para siempre nuestra visión de la realidad y de nosotros mismos.

Hacia el fin de la visión materialista

Si una cosa no es sino la suma de sus partes, basta con estudiarlas para comprender la cosa en su totalidad. Si la materia es una cosa inerte, sólida y previsible, lógicamente las partículas que la componen también deberían serlo. Estos preceptos del materialismo, que parecen del sentido común, han estallado en mil pedazos con el descubrimiento, a principios del siglo XX, de la física cuántica.

La FC es el estudio de las partículas elementales, que se sitúan en el plano atómico y subatómico. Sus fundadores, influenciados por el paradigma dominante de entonces –el materialismo–, consideraban que estas partículas debían ser granos de materia, algo así como diminutos granos de arena que conformaban las cosas. Para confirmar esta hipótesis, los físicos cuánticos estudiaron el comportamiento de las partículas y lo que descubrieron entonces cambió para siempre no solo la ciencia, sino también nuestra visión de la realidad.

Frente a la certeza materialista, la incertidumbre cuántica

Heisenberg descubrió que, en la escala microscópica, la naturaleza sigue un “principio de incertidumbre”. En efecto, la información que podemos obtener de una partícula elemental nunca estará completa: o bien medimos la posición de un electrón o bien medimos su velocidad, pero saber las dos cosas a un tiempo resulta imposible. Es importante entender que esta indeterminación no depende de nuestros cálculos ni de nuestros instrumentos: es una propiedad fundamental de la materia. “Como la información que podemos obtener de una partícula estará siempre incompleta, su porvenir exacto, que depende de esta información, nos estará siempre vedado […] Habrá siempre algo difuso y azaroso en el destino de los átomos”. Así pues, en el ámbito microscópico, queda frustrado el sueño materialista de saberlo todo.

El principio de incertidumbre es algo difícil de aceptar para los materialistas, pues refuta su creencia de que, si conocemos las partes de una cosa, podemos explicar de forma satisfactoria su totalidad. Heinsenberg demuestra que, en la escala atómica y subatómica, la naturaleza nos pide renunciar a las certezas y aceptar el dominio del azar: “Como una partícula no podrá jamás darnos a la vez el secreto de su posición y el de su movimiento, no podremos nunca hablar de la trayectoria de una partícula como hablamos de la órbita de la luna alrededor de la Tierra. En un átomo, un electrón no se contenta con seguir de forma obediente una sola órbita, sino que puede estar en todas partes al mismo tiempo”.

La materia no es materia

Una de las clasificaciones fundamentales de la ciencia clásica era la que oponía partículas y ondas. En efecto, muy distintos son un grano de arena –objeto físico que, por pequeño que sea, ocupa un lugar preciso en el espacio– y una ola, movimiento que se propaga en un líquido. ¿Cómo es posible, entonces, que el electrón esté en todas partes al mismo tiempo? Un grano de materia debería comportarse como tal: inerte y previsible, debería ser fácilmente localizable y medible. Pues no es así. Y esto se debe a que las partículas tienen dos facetas: se comportan como partículas –granitos de arena– y, a la vez, como ondas –olas de agua o rayos luminosos–. Es lo que muestra “el experimento más bello de la física”: el de la doble rendija, también conocido como el experimento de Young.

Simplificando, el experimento es el siguiente: “Imagine usted un muro con dos rendijas horizontales y una pantalla situada detrás del muro”, nos pide Staune en Notre existence a-t-elle un sens ? “Agarre usted un fusil y tire balas al azar apuntando hacia las rendijas. Ciertas balas cruzarán por las rendijas y llegarán a la pantalla a partir de cada apertura. Entonces, obtendremos en la pantalla dos áreas en las cuales se encontrarán concentrados los impactos de bala. Si en cambio envía usted un rayo luminoso, como cualquier onda, la luz se extenderá por todo el espacio, pasará al mismo tiempo a través de las dos rendijas y la luz de la primera rendija se topará con la luz de la segunda, lo cual creará, en la pantalla, una sucesión de franjas luminosas, es decir, un patrón de interferencia.” Este patrón es como la firma inequívoca que deja una onda en la pantalla. Eso sucede a nuestra escala, pero ¿a escala microscópica?

“Si hacemos este experimento con electrones enviados uno por uno, pasará lo mismo que con la luz; los electrones se repartirán en las áreas correspondientes a aquellas donde antes encontrábamos la luz: los electrones se comportan como ondas”, continúa Staune. “Aunque no observamos por qué rendija han pasado, sabemos que han pasado por las dos rendijas al mismo tiempo, ya que, a su llegada, producen franjas de interferencia en la pantalla.” Al no entender cómo un electrón puede pasar por dos rendijas a un tiempo e interferir consigo mismo, y suponiendo un error de su parte, los científicos instalan un detector cerca de las rendijas. Un ojo, en cierta forma, que les permitirá saber por cuál de las dos rendijas pasa el electrón. Al ser observados, los electrones pasan de forma aleatoria por una rendija o por la otra, ajustándose al comportamiento que se espera de ellos. Pero la verdadera sorpresa viene después: cuando los científicos quitan el detector, vuelve el comportamiento “anormal” de los electrones, que se comportan como ondas, produciendo un patrón de interferencia en la pantalla.

La conclusión del experimento no deja lugar a dudas: cuando “se siente” observado, el electrón “decide” comportarse como partícula; cuando no, se comporta como onda. En otras palabras, en función de si es observado o no, el electrón (pero también los protones y neutrones y cualquier otro elemento constitutivo de los átomos), se materializa o se desmaterializa “a voluntad”. Y, por supuesto, es la primera vez en la historia de la física que la observación de un fenómeno determina el fenómeno en sí.

Esto es lo que lleva a los físicos a considerar las partículas, ya no como objetos, sino como “densidades de presencia” u “ondas de probabilidad”, lo cual libera a la materia de los prejuicios materialistas: ni es inerte ni es previsible. Como la partícula es la piedra angular de la materia, la deducción es irrefutable: la materia no es lo que pensábamos. La materia no es materia. Lo que nos constituye y constituye todo lo que vemos, es algo más que la materia y también algo más que la suma de sus partes.

Staune continúa: “Por último, y sobre todo, este fenómeno es no local.” Para explicar este concepto, recurre a una metáfora: “si usted tira una piedra al centro de un estanque circular, la ola producida se propagará en todas las direcciones y tocará al mismo tiempo todos los puntos de la orilla del estanque. Sin embargo, no encontraremos el electrón sino en un solo punto de esta orilla. Esto significa que en el momento en que la onda vuelve a hacerse partícula (ya que al observarlo el electrón “se ve obligado” a mostrarse como tal) todas las posiciones posibles y probables en que podía encontrarse son eliminadas, salvo aquella en la que aparece.” En otras palabras, si no la observas, la partícula se disuelve en el espacio-tiempo como un terrón de azúcar en una taza de té y, potencialmente, puede estar en cualquier punto del agua contenida en la taza. Pero si la observas, la partícula vuelve a hacerse terrón, revelando con exactitud dónde está. Esto resulta vertiginoso, como veremos con la siguiente ilustración de Staune.

Imaginemos la taza de té donde hemos disuelto el terrón-electrón (representa el espacio). Ahora vertimos la mitad del líquido en una taza que enviamos a París; luego vertimos la otra mitad en una segunda taza que mandamos a Tokyo. ¿En qué taza se encuentra el terrón-electrón? Al observar la taza en París, lo encontramos allí y solo entonces sabemos con certeza que el terrón no está en la taza de Tokyo. Por supuesto, nuestra lógica nos dirá que antes de observar el terrón en París, este ya estaba allí, y que el té de Tokyo nunca estuvo azucarado. Pero la FC lo desmiente de forma tajante: antes de ser observado en París, existía también la probabilidad de que el terrón apareciera en Tokyo. Aunque parezca mentira, en las dos tazas –sin importar el espacio que medie entre ambas– está esa famosa “densidad de presencia” que es una partícula, de manera que ha sido la observación –es decir, la conciencia del observador– lo que ha permitido que esa densidad se convirtiera en realidad, que la onda se hiciera terrón otra vez, es decir, que materializara su presencia.

Así, las partículas son potencialidades puras, extendidas en todo el espacio, y no tienen posición exacta ni velocidad antes de ser observadas. En otras palabras, es la observación la que les da cuerpo.

Lo que prueba este experimento es que una partícula elemental puede comportarse como esperamos que se comporte, en tanto que “granito de arena”, pero también de forma desconcertante, en tanto que onda. “La partícula, cuando es onda, puede propagarse y ocupar plenamente el espacio vacío del átomo, como las ondas circulares causadas por una piedra lanzada se propagan y ocupan toda la superficie de un estanque”, apunta el astrofísico Trinh Xuan Thuan en Le cosmos et le lotus. Es así como un electrón (o un fotón o un neutrón) potencialmente puede estar “en todas partes”: la partícula, al adoptar la forma de una onda que se propaga por el espacio vacío de un átomo como por la superficie de un estanque, está potencialmente en cualquier punto de la orilla “tocado” por la onda. Pero en realidad está en un solo punto: el que materializa nuestra observación.

En suma, la materia puede disolverse y, al ser observada, materializarse de nuevo, algo difícil de aceptar incluso para las mentes más abiertas y brillantes. El mismísimo Albert Einstein quiso refutar esta conclusión y, en su intento, originó el segundo experimento más bello de la física, contribuyendo así, indirectamente, a la confirmación de esta nueva y asombrosa visión de la realidad.

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