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  • Diario Digital | martes, 19 de marzo de 2024
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Benavides: “Toda nuestra construcción social se sustenta en algo imaginario”

Entrevista con el escritor peruano Jorge Eduardo Benavides, a propósito de su recuente novela El asesinato de Laura (Alianza editorial).
Benavides: “Toda nuestra construcción social se sustenta en algo imaginario”



Jorge Eduardo Benavides (1964, Arequipa) es un escritor peruano perteneciente a la generación de narradores de fines del siglo XX y principios del siglo XXI. Es autor de una decena de novelas. Varias de ellas han recibido importantes premios internacionales. Ha publicado recientemente El asesinato de Laura Olivo (Alianza editorial), una novela que recuerda la inteligencia y la elegancia del policial que amaba Borges antes de que al género lo corrompieran los excesos de sangre y sordidez que hoy parecen formar parte de él irremediablemente. En esta novela, un expolicía peruano de color y de raíces vascas, inmigrante en Madrid, el Colorado Larrazábal, indaga contra viento y marea el caso de una famosa y temida agente literaria, Laura Olivo, asesinada al parecer a sangre fría en su propia agencia. Para ello, debe adentrarse en las arenas movedizas del mundo literario español. Benavides nos ha concedido esta entrevista desde Madrid, donde reside.

-Se ha dicho que El asesinato de Laura Olivo destapa las miserias del mundo literario español. ¿Era esa tu intención inicial?

En realidad no, simplemente quería contar la historia de un detective que ya existía en mi literatura. Hace algunos años me pidieron para un periódico peruano un cuento largo de tema policíaco. Un cuento largo o casi una novela corta. Y así apareció mi detective Colorado Larrazabal. Como nunca me he planteado como “escritor de género” y no quería escribir más policíaca, lo titulé “El último caso del Colorado Larrazabal”, pensando que así conjuraba la necesidad de volver a él y escribir otra historia.

Sin embargo, quedó en “hibernación” durante mucho tiempo, hasta que encontró su lugar en una novela sobre un crimen que se situaba en el mundo editorial, un escenario que me parecía muy apetecible para narrar porque está lleno de personajes, situaciones, desengaños y euforias que la mayor parte del público lector desconoce. También quería ser un pequeño enfoque sobre otro tema que me interesa mucho y es la difusa línea que separa ficción de realidad, de allí que apareciera en la novela Marcelo Chiriboga, ese escritor ecuatoriano que se inventaron Carlos Fuentes y José Donoso como representante del Boom de aquel país sudamericano. Siempre me ha atraído la idea de que aparezcan personajes reales en mis novelas o incluso, como es el caso referido, imaginarios, pero venidos de otros territorios. De hecho, es necesario decir que ya el escritor ecuatoriano –y buen amigo– Diego Cornejo Menacho escribió sobre él en una estupenda novela titulada “Las segundas criaturas.” En cierto modo, Marcelo Chiriboga ya es un escritor universal…

-Llama la atención que en tu novela, como en las narraciones que seleccionaron Borges y Bioy en su famosa Antología de los mejores cuentos policíacos o como en los relatos del propio Borges, predomine la inteligencia de la investigación antes que la violencia. Esta apenas aflora una vez, de forma explosiva, como la expresión de fuerzas oscuras y no dichas. ¿Sientes que en el mundo literario late esa violencia subterránea?

Yo quería trabajar una novela policiaca de corte más bien clásico y de ejecuciones deductivas, sin mucha violencia ni sangre. El disparador de la historia es un crimen, sí, pero a partir de allí no hay prácticamente nada de violencia. Por otro lado, no me imagino el mundo literario como un mundo particularmente violento aunque sí tocado de agravios, desencantos, rencores y envidias. Sin que esto signifique, naturalmente, que sea básicamente así. Al fin y al cabo, El asesinato… es solo una novela, una lente de aumento para observar el mundo editorial, con sus necesarias exageraciones para que funcione la trama, después de todo, es una novela policíaca… Creo que resulta un ambiente muy atractivo para ciertos lectores que se dan cuenta de lo poco que sabemos de aquello que se cuece entre bambalinas en el mundo editorial. A veces es muy pintoresco.

-En tu opinión, ¿el mundo editorial manipula a los lectores?, ¿nos vende, por ejemplo, novelas mediocres como obras maestras? Y de la misma manera, ¿crees que hay obras maestras que han quedado sepultadas en el olvido a causa de esta dinámica cuyo único objetivo parece ser fomentar las ventas?

El mundo editorial es, básicamente, un enorme negocio. Y a todos los editores les interesa que sus novelas se vendan, cuantas más mejor. Lo mismo se puede decir de los escritores, por supuesto, al fin y al cabo es nuestro oficio. Ahora bien, ese natural impulso comercial a menudo distorsiona y sacrifica la calidad por la cantidad, de manera que nos vemos inundados de novelas desprolijas, abiertamente malas o simples productos de mercadotecnia que comparten –o se comen– el espacio de novelas de mayor calidad aunque sin suficientes lectores. Por desgracia, creo que siempre ha sido así. En sus memorias, Doris Lessing cuenta que cuando ya empezaba a ser una escritora más o menos conocida, sus amigos se extrañaban de la modestia con la que vivía. Pensaban que sus novelas se vendían mucho y no era así. Ahora bien, siempre habrá editores que apuesten por la calidad y nada más, como lo fue en su día Mario Muchnik, que se llamaba a sí mismo y con su habitual sorna un “especialista en hacer quebrar editoriales”. Y también habrá editores como Jorge Herralde, que dice de sí mismo que es un “animal estrábico”, que tiene un ojo puesto en la calidad y otro en lo comercial.

-¿Cómo nació el personaje del Colorado Larrazábal? ¿Por qué te parecía importante que fuera esa mezcla de identidades diversas y al parecer irreconciliables?

Como te digo, nació para una finalidad, para una trama propuesta por un encargo. Pero me interesó mucho que Larrazabal fuera un hombre muy de hoy, de este mundo de grandes migraciones, un poco descastados, que son personas en busca de su identidad, esa entelequia. Dice Amin Maalouf que él “pertenece a una tribu que, desde siempre, vive como nómada en un desierto del tamaño del mundo”. Y que nuestros países son oasis de los que nos vamos cuando se seca el manantial. Pues eso es lo que le ocurre a un peruano que es hijo de madre negra, padre vasco, que vive en un barrio multicultural de Madrid y tiene como novia a una chica árabe. Lo que a simple vista puede sorprender –un vasco de origen peruano y negro– es bastante más común de lo que creemos.

-Lo policiaco te permite describir la sociedad en la que se mueve el Colorado, y para ello elegiste el barrio popular de Lavapiés, donde, además, este conoce a la joven marroquí de la que hablabas, con quien empieza una relación amorosa. ¿A qué se deben la elección del escenario novelesco y de la amante del detective?

Bueno, Lavapiés queda a diez minutos andando de mi barrio, que es el Madrid de los Austrias. Y pese a esa mínima distancia hay una gran diferencia porque Lavapiés, después de ser el barrio castizo de la capital por excelencia, se ha convertido en uno de los barrios más interculturales e interraciales de toda España. A Larrazabal lo puse allí por comodidad, porque es un barrio que conozco bien y porque no es –o no era– excesivamente caro para su ajustada economía ya que él básicamente es un inmigrante, es un expolicía, se busca la vida como puede y acepta el caso central de la novela un poco por una suerte de carambola. Me parecía natural que viviera en un barrio popular, de inmigrantes, en pleno corazón de Madrid. Y siendo así, lo lógico era que encontrara una chica de otra nacionalidad y que, como él, vive en la encrucijada de no saber bien quién es. Fátima es árabe y de una familia muy conservadora, pero también es española y muy moderna. Y le encanta la literatura hispanoamericana. Gracias a ella Larrazabal puede investigar el crimen y entender mejor el marco literario que le es absolutamente ajeno porque él no es un gran lector.

-Tanto en esta novela como en una anterior, Un asunto sentimental (Alfaguara, 2012), juegas de manera gozosa con la frontera entre la realidad y la ficción, mostrando sistemáticamente su carácter permeable. Por ejemplo, en El asesinato de Laura Olivo, autores reales como Jorge Edwards aparecen junto a escritores ficticios, como el catalán Albert Cremades o el ecuatoriano Chiriboga –“un olvidado del boom”–. Como todo juego, me imagino que este, meta literario, es uno muy serio... ¿Corresponde acaso a tu visión del mundo?

Sí, efectivamente. La frontera entre lo real y lo que llamamos ficción es muy endeble, y más que endeble, incluso porosa. Eso pone constantemente en duda nuestras certidumbres más arraigadas pues al fin y al cabo toda nuestra construcción social se sustenta en algo imaginario, en pactos, en mitos y en consensos acerca de lo que estimamos “real”. Me refiero, claro, no a la parte tangible del mundo, sino a aquello que estimamos real y que lo es solo por consenso, como la Declaración de los Derechos Humanos o el valor del dinero. Creo que la ficción es una variante más de dicha construcción social y a menudo cruzamos de la realidad a la ficción sin darnos mucha cuenta. Una vez organizados en torno a una ficción, ¿qué importancia tiene para el lector saber que Marcelo Chiriboga no es real? Ninguna, pero sin embargo añade un matiz de confusión a nuestras certidumbres. Y a mi entender, ese es el nervio principal de la literatura.

-En tus novelas es evidente la maestría con que despliegas complejas técnicas narrativas y también la calidad de tu prosa, que es muy rica sin ser excesiva. A mi ver, estos dos elementos parecen volverse cada vez más raros en las novelas actuales, como si el minimalismo estético y cierta simpleza de carácter obligatorio embargaran a los nuevos novelistas. Parece como si la influencia del gran cuentista Carver invadiera la novela hispanoamericana… ¿Qué opinas al respecto?

Bueno, podría decirse que a menudo estamos más influenciados por el traductor de Carver que por el propio Carver… Lo que quiero decir es que el trasvase de un estilo literario a otro idioma hace que se pierda en el proceso parte de la ductilidad, belleza y efectividad del texto original. De allí que la austeridad tan eficaz de Carver en su lengua original, el inglés, resulta muchas veces insuficiente para el castellano. Uno puede disfrutar de escritores traducidos pero aprender de ese estilo y ese particular tono ya es otro cantar. No ocurre lo mismo con la complejidad de una estructura o con ciertas técnicas que son similares en un idioma u otro, o cuyo trasvase es más fácil. Eso, digamos, es universal. Pero no solo nos encontramos con estas dificultades, estos aprendizajes inexactos de un tono o una cierta temperatura propia de una lengua sino con otro problema: ocurre que en muchas ocasiones el propio mercado literario exige textos cada vez más sencillos, “más efectivos”, y de allí que esa austeridad estilística –admitible en solo muy buenas novelas– pase por una virtud y no como lo que muchas veces es: pereza para escribir bien.

-Estuviste en Bolivia en 2014, en el Encuentro de Escritores Iberoamericanos, en el Centro Patiño de Cochabamba. ¿Habías visitado Bolivia antes? ¿Qué impresión te llevaste del país y del estado actual de la literatura boliviana?

Me impresionó muy gratamente. Tengo buenos amigos escritores bolivianos como Edmundo Paz Soldán, Homero Carvalho, Liliana Colanzi y allí conocí a otros más. Cochabamba me pareció una ciudad estupenda, llena de vigor y con gente con gran inquietud cultural. Para mí fue un viaje memorable.

-Para terminar, ¿podrías recomendarnos tres novelas de la literatura universal que te han marcado y decirnos por qué?

Como seguramente le ocurre a muchos lectores y escritores, la respuesta a esta pregunta podría resultar inabarcable y depende del estado de ánimo o el momento vital en el que uno se encuentra para responderla y constreñir la lista a tres, cuatro o cinco novelas. Pero aún así, me arriesgo a mencionar, sin duda alguna, tres novelas que tienen en común su gran calidad, que creo invulnerable al paso de los años. La primera de ellas –y dejando por un momento de lado a nuestro enorme Quijote– es En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, por su ambición absoluta, la sutileza de sus engranajes narrativos y el efecto perdurable de su valor como reflejo de una sociedad y una época. La montaña mágica de Thomas Mann es otro ambicioso proyecto lleno de minucia y refleja una época particularmente intensa y llena de sombras del siglo pasado, y lo hace con grandísima eficacia. Y finalmente, Crimen y castigo, de Fiodor Dostoieveski porque articula con gran precisión los mecanismos recónditos y universales de la complejidad humana. Cada una de estas novelas tocan fibras que nos son comunes a los mortales, independientemente de nuestra época y del lugar donde nos haya tocado nacer. Eso es lo que las hace magistrales.

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