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  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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La “grotesca parodia” de la educación boliviana

Uno de los pensadores más brillantes que tuvo nuestro país vivió y murió entre la incomprensión y el olvido. Sin embargo, su impronta en la forma de entender Bolivia y sus miserias continúa vigente.
La “grotesca parodia” de la educación boliviana



Cuenta Mariano Baptista Gumucio, en la introducción a su Atrevámonos a ser bolivianos (Vida y epistolario de Carlos Medinaceli), que un 12 de mayo de 1949, él y un grupo de muchachos del colegio La Salle fueron a ver los restos mortales de Medinaceli. Los restos se velaban en la Alcaldía de La Paz y, además del féretro rodeado de cuatro lámparas y diez personas, no había nada más. Nada más.

Curiosamente, dicho dato biográfico no me hizo ver lo obvio, sino más bien lo aparentemente irrelevante. Es decir, el que un par de muchachos de secundaria tengan si quiera el vislumbre de hacer lo que sus mayores no hicieran por ciega y estúpida ingratitud: homenajear a una de las mentes bolivianas más brillantes del siglo XX.

Cuan distantes parecen dichas actitudes, y a la vez, cuan imposible su praxis en nuestros días. No se trata de un fatalismo nostálgico hacia tiempos mejores, cuestión ingenua en sí misma, pero, en nuestro caso carece incluso de la posibilidad de la ilusión. Se trata simplemente de tratar de desenmarañar aquella futilidad sin horizontes en la que vivimos y tratar de remediar o, por lo menos, tratar de notar sus causas. Para Baptista y Medinaceli, dicha causa estaba en nuestra educación: una “grotesca parodia”.

Baptista recoge la inmensa decepción que Medinaceli sentía por ese “fachadismo educacional” y ese “parasitismo social” del cual la sociedad boliviana de “doctores” estaba infestada. Retrospectivamente, afirma Baptista, dicho juicio, o, más bien, la resignación de Medinaceli, “podría repetirse hoy sin cambiar una sílaba”. Yo digo, casi 50 años después, exactamente lo mismo. Básicamente, es la educación formal la que nos está volviendo cada vez más idiotas y la autenticidad de cualquier historia vital es relativamente proporcional a su grado de dependencia de la educación formal. En palabras de Medinaceli: “cuanto menos pervertido está un sujeto por la ‘educación’ oficial es tanto menos un animal inofensivo, como es una alimaña dañosa cuando más abachillerado y doctorado es el quisque”.

Evidentemente todo es “lugar común”, sin embargo, por eso mismo sorprende la insistencia en el remedio. Vinieron constituciones, reformas educativas y todo tiende a hundirse aún más. De ahí, cabe preguntarnos si todavía necesitamos de ella, de “la educación oficial”. Más cuando el ciberespacio ha vuelto casi obsoletos a nuestros profesores. Siempre es odioso generalizar, pero salvo rarísimas excepciones nuestros profesores viven para cobrar ítems y no para moldear espíritus. Un círculo vicioso dentro de la sociedad de masas, probablemente sí. Pero, ante la insistencia de quemar generaciones enteras, preferiría esa ausencia. Medinaceli, otro espíritu “quemado” por dicho “fachadismo” nos dice que “para lo que la instrucción pública hace en Bolivia, más valiera que no exista, porque lejos de crear un ambiente social próspero, es el origen de toda la improbidad intelectual, la anarquía moral y el aniquilamiento volitivo que ha hundido y continuará hundiendo al país”.

Pensar en eliminar “la educación oficial” puede sonar temerario, soberbio y, por qué no, ingenuo. Porque sin ella, ¿cómo mantendríamos nuestra cohesión social, nuestra instrucción académica y nuestra voluntad (en el sentido tamayano del término)?. En ese caso también cabría preguntarse: ¿cuál de ellas está presente en nosotros hoy en día gracias al colegio? Lo que pensamos, lo pensamos gracias a la tele, las redes sociales, Hollywood y la mucha o poca educación de nuestros padres. En el colegio nos alfabetizan, nos instruyen para el mercado de trabajo y nos dan un diploma de bachiller. Hacer eso en el siglo XXI es como intentar matar un mosquito con una bazuca.

Heidegger afirma que “todo preguntar esencial de la filosofía permanece necesariamente inactual”. Vale decir que cualquier interrogante verdaderamente esencial no debería acomodarse a un determinado contexto, sino, por el contrario, debería centrarse, valga la redundancia, en lo esencial. El resto es moda. Más allá de la notoria arrogancia del filósofo, su afirmación encierra un innegable verdad. Si nos limitamos a ver la educación como la veíamos en el siglo XIX, visión ya deficiente en nuestro caso, estaremos condenados a seguir “quemando” y “desalmando” a nuestros niños. Cuando en realidad deberíamos buscar crear seres humanos más libres y despiertos.

Se trata de parar de matar con el remedio a las potenciales recetas de nuestra cura. Parar la fuga constante de bolivianos que al no soportar nuestro “parasitismo social” abandonan el barco, o, lo que es peor, se hunden en su propia miseria y abandono. Y Medinaceli es sólo un ejemplo de entre tantos.

Medinaceli tuvo una vida breve, “signada por la incomprensión y la falta de aliento de una sociedad atrozmente fenicia y estólida, que dejó que se consumiera la llama del genio, que ardía en ese cuerpo castigado por el abandono y el alcohol, mientras proclamaba como conductores y héroes, a saurios de uniforme o rendía pleitesía a quienes habían ‘triunfado’ en la vida, enriqueciéndose a costa del sudor y el esfuerzo de miles de siervos en las minas o el campo.”

Ayer se rendía pleitesía a “saurios de uniforme” hoy a líderes “más allá del bien y del mal”. Y lo verdadero y esencial siempre “termina quemado por la helada”… anocheciendo a medio día… “Chaupi punchaipi tutayarka”.

Músico y filósofo - [email protected]