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  • Diario Digital | miércoles, 24 de abril de 2024
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[EL NIDO DEL CUERVO]

Las notas musicales de la muerte

Las notas musicales de la muerte



Triste y cansino, Orfeo desciende al reino del subsuelo. Un dolor inmenso aqueja su corazón, y sólo se aliviana con la música que su lira desprende. Cada melodía es una historia, que Orfeo recoge con su voz después de un preludio musical. Su canto es desgarrador; su audiencia, consternada, no puede evitar el llanto. Las cosas más tristes adquieren un nombre, la lira de Orfeo bautiza la melancolía en nombre del amor. Los recuerdos se arremolinan en la música y crean un relato, coherente y condensado en intensidad suprema en aquellas notas. Nadie canta mejor que Orfeo los males del amor. Su queridísima esposa, Eurídice, le ha sido arrebatada, y en la flor de la edad; una odiada serpiente ha puesto fin a sus días con una mordedura letal. Desde entonces, Orfeo no soporta sus noches, y se declara vencido ante aquel dolor que inunda su vida. Y llora Orfeo, llora a través de su lira, llora con su lira, sin remedio ni consuelo; entrelazados los dedos en sus cuerdas, aferrados aún a una esperanza. Pide, desesperado, que Eurídice le sea devuelta; y en su canto, sus palabras adquieren fortaleza y movilidad. Los señores de las sombras y los muertos, Perséfone y Hades, escuchan atentos su solicitud, y, conmovidos, se disponen a otorgarle, de manera excepcional, el don de la resurrección.

Volverá entonces Eurídice a la vida. Le han concedido al suplicante Orfeo aquel milagro. Sólo existe una condición: que no vuelva la vista hacia ella en el camino de regreso hacia el mundo de los vivos. Sin voltearse, pues, Orfeo dirige sus pasos cuesta arriba, hacia la superficie terrestre de la vida, contento con aquella resolución divina. Ella parece seguirlo por detrás, silenciosa. Pero a medida que transcurren los minutos, Orfeo se impacienta, y ansioso por mirarla y comprobar que está allí, cede a aquel impulso. Así, Eurídice muere por segunda vez. Los ojos de Orfeo la ven caer hacia el abismo subterráneo desde el cual salieran hace tan sólo instantes. Antes de perderse en la oscuridad total del reino de los muertos, una resignada Eurídice dedica a su amado el último adiós. Y él, presa del espanto y la rabia, emprende nuevamente el viaje de descenso. Sin embargo, por más que ruega e implora, no se le permite ingresar por segunda vez a aquel sitio. Abandonado al dolor, deja que sus lágrimas consuman su humanidad a la orilla del lago que conecta y marca el límite entre el mundo de los vivos y el de los muertos.

Todo esto lo narra Ovidio en Las Metamorfosis, con un lenguaje emotivo y bello. El mito de este músico de la lira que va en búsqueda de su amada hasta las regiones más recónditas y tenebrosas del mundo es muy romántico, y nos hace pensar tal vez en el impulso del amor como algo dotado de mucho vigor, brío y valentía (y hasta incluso temeridad). Orfeo franquea los límites dispuestos entre los vivos y los muertos y aúna a estos dos mundos a través de su petición; más específicamente, mediante Eurídice, quien en primera instancia le es devuelta, dada la belleza de su composición musical y cantora con la que seduce tanto a los señores como a los habitantes del inframundo.

Dicen que el amor nos salva de la muerte. Sin embargo, dentro de sus posibilidades está también la de condenarnos. La muerte de Eurídice representa para Orfeo un dolor infinito, una ausencia intermitente, una pérdida que se articula con un “para siempre” o al menos con una idea que va más allá de la temporalidad. Lo que perdemos para siempre, lo que jamás volverá, es sin duda lo que más nos lastima, pues lo inscribimos y ubicamos dentro del rótulo de la fatalidad. Eurídice ha sido separada de Orfeo, de manera violenta y abrupta, y él la ha perdido para siempre; para siempre al menos en esta vida, en este mundo. La muerte es un adiós definitivo, un quiebre con el mundo de quienes aún viven, un cruel suceso que nos separa de quienes más queremos. Lloramos por los muertos porque los sabemos perdidos para siempre en el mundo de los vivos, y, del mismo modo, nos afligimos al pensar en nuestra propia muerte porque aquello supone abandonar la familiaridad de la única vida que conocemos. Ya no habrá una vida igual a la que vivimos, la persona que perdimos jamás volverá, no en este mundo, no en esta realidad ni en este contexto, y eso es lo que nos lastima, nos da pena, nos duele, eso es a lo que, en el fondo, quizá, tememos. La promesa de una vida póstuma nos trae algún consuelo, pero la melancolía de lo perdido para siempre persiste; es la imposibilidad de recrear fotográficamente, de manera idéntica, la vida que alguna vez tuvimos y que, muy a pesar de ello, todavía desearíamos recuperar.

Filósofa - [email protected]