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  • Diario Digital | sábado, 20 de abril de 2024
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El último bastión de la voluntad

Este texto fue leído en la presentación del libro Las tentaciones de San Antonio de Eduardo Scott Moreno
El último bastión de la voluntad



Todo el tiempo me pregunto cómo funciona el proceso de escribir un libro… Fernando Pessoa (el portugués, no el tío de la Marianela) creó varios heterónimos, autores completos con biografías completas, en una suerte de esquizofrenia que el director del manicomio en el primer texto del libro que se presenta nos explicaría de manera mucho más lógica, autores que inclusive hablaban y por supuesto escribían en diferentes idiomas. Fernando trabajaba realizando trámites burocráticos en una vida anodina y por las noches se convertía en otras personas (outras pessoas).

Los heterónimos de Pessoa (de los que se conocen más de 70) escribieron textos que describen varios mundos, desde puntos de vista tan diversos que nadie se hubiera imaginado que eran gestados por el cerebro de un traductor de inglés.

Ernest Hemingway necesitaba adrenalina en dosis altas: fue soldado en tres guerras, cazaba, era fan de la tauromaquia y del alcohol y trataba a las mujeres con torpeza (por no decir violencia). Los textos que Ernest escribía de pie estaban llenos de frases cortas como el cabello de sus mujeres y contundentes como los golpes con los que cerraba cualquier discusión.

Balzac se levantaba pasada la media noche y escribía hasta cerca de las nueve de la mañana, tomaba una siesta y luego, alimentado con mucho café, volvía a escribir otras cinco o seis horas. Víctor Hugo escribía unas dos horas al día, normalmente luego de las seis de la tarde. John Milton, que quedó ciego cuando tenía unos 40 años, dictaba sus escritos de siete a diez de la mañana, mientras que Flaubert escribió Madame Bovary exclusivamente entre las nueve de la noche y las tres de la mañana.

Octavio Paz decía que la obra literaria de los escritores es su autobiografía y si es así, la autobiografía de Eduardo Scott está bastante incompleta: sus desempeños laboral y académico han cumplido con todas las etapas posibles y han logrado los laureles reservados a unos pocos.

Su vida literaria es apabullante, Eduardo es un lector empedernido y su memoria (que envidiaría cualquier mujer discutiendo con un hombre) le permite guardar todo y luego regalarlo de maneras exquisitas. Hablar con él siempre deja algo en la cabeza. Eduardo todo lo ha leído todo y todo lo recuerda. Es autor de novelas, cuentos, textos académicos, ensayos e inclusive de diccionarios, textos que podrían transcurrir en cualquier parte del mundo. Pero aun así las miles de páginas que ha escrito quedan cortos para lo que sabe este corredor de maratones.

Es administrador de empresas y abogado (menciono esto último para equilibrar todos los elogios) pero su pasión real es el texto, leerlo, procesarlo, compartirlo, diseccionarlo, planificarlo, estructurarlo, crearlo, compartirlo.

El libro que Eduardo y La hoguera nos presentan advierte desde el título su contenido, al igual que el santo católico y luterano, nos vemos tentados por nuestros demonios internos, son textos que interpelan nuestros miedos más atávicos, miedos que desde siempre han dado vueltas en nuestras mentes. Eduardo utiliza los textos como pretexto para dejarnos reflexionando sobre temas profundos como la muerte, la existencia de Dios, el rol de las religiones y la indefensión del hombre frente a sus pensamientos, por mencionar solo algunos.

Los temas tocados en el libro son tan variados como si hubieran sido escritos por los heterónimos pessoanos, Las diégesis en los textos tienen ritmos similares y los personajes que Eduardo vierte en las páginas son esféricos, tienen complejos sentimientos encontrados y dudas como cualquiera, tienen carne y hueso, como los de Hemingway.

Los ambientes de la obra también cambian: durante la mitad del libro son lúgubres, nocturnos, sombríos, las casas, las habitaciones y las calles no invitan a quedarse, pero luego sale el sol y ya se pueden ver claramente los contornos y los colores, sin embargo los temas siguen siendo oscuros.

A Howard Phillips Lovecraft se le acusa de que si bien sus temas son oscuros, su escritura no es pulcra, mientras que en Las tentaciones de San Antonio se exploran profundamente los miedos pero escritos con una minuciosa atención a los giros del lenguaje y con un vocabulario exquisito.

Las tentaciones de San Antonio, tiene 13 textos que se podrían leer en cualquier orden, pero Eduardo los ordenó creando una curva de atención que guía al lector y le da los espacios necesarios para reflexionar sobre las ideas expuestas.

La lectura de este libro se instala en la garganta, uno siente los miedos y se ve en una iglesia completamente oscura, en una estación esperando en cualquier momento que el reverendo Charles Dogson aparezca y haga los cálculos necesarios para tomar el tren junto con su sobrina, uno puede sentir en la piel el frío al entrar en esa mansión borgiana llena de espejos y laberintos. La línea que divide a la vida de la muerte se diluye y se construye una ancha frontera y uno mira a los personajes transitar de un lado al otro con naturalidad.

Se puede sentir el calor insoportable de los peregrinos en el desierto y pero lo interesante es que uno siente el miedo de los personajes, siente la opresión de sus ideas sobre sus vidas, siente que de alguna manera, Eduardo logra que seamos voyeristas de mentes ajenas y propias.

El cielo está completamente oscuro. El sol de la mañana es un frío círculo plomizo. Llueve y hay un viento fuerte, hace días que está igual. El clima comprime, oprime, envuelve y se siente espeso en el pecho. Bajo del tren y corro para alcanzar el enorme edificio que me cobije de un clima que parece tomado del libro de Eduardo, pago mi entrada y camino durante un largo rato mientras voy pensando en los textos que leí y que me están acompañando.

El edificio es un museo enorme y alberga una de las colecciones de arte más importantes del mundo, entro a una de las salas y lo primero que veo es el cuadro que pintó Dalí en 1946 titulado: Las Tentaciones de San Antonio, luego de un largo silencio mental recuerdo una parte de “La casa de Natalia” (que está en el libro) que dice “las palabras distraen la atención de lo importante, y lo importante es mirar. Mirar dentro y fuera de uno sintiendo lo que se mira” hago el ejercicio y me veo, desde fuera de mí, sintiendo temor de que la entereza de San Antonio sea quebrada. Me veo temiendo que los cascos del caballo aplasten al último bastión de la voluntad.

Comunicador