Opinión Bolivia

  • Diario Digital | martes, 23 de abril de 2024
  • Actualizado 16:47

CINE

Los últimos Jedi o la extinción de los dinosaurios

La autora, desde un fanatismo crítico, reseña la última entrega de la famosa saga, el último gran golpe de taquilla conseguido por Disney. Alerta de spoilers.
Los últimos Jedi o la extinción de los dinosaurios



Si aún no han visto Star Wars: Los últimos Jedi y odian los spoilers, NO CONTINÚEN LEYENDO. No, en serio. Este artículo contiene SPOILERS. No vamos a andarnos con miserias a este respecto. Si lo que busca es un artículo que no le destripe detalles de la trama, este —hoy— no es su sitio. Sabrá dónde encontrar cienes y cienes (y cienes) de críticas respetuosas con su muy legítimo deseo de virginidad cinematográfica.

Dos años —dos— llevaba Rey extendiendo la mano al ermitaño Luke Skywalker que aguantaba el plano aéreo sin abrir la boca. Y nosotros dos años —dos— convencidos de que después de la fanfarria y el rodillo de letras amarillas, empezaría el postrero adiestramiento jedi.

Y en lugar de eso… Luke nos hace una peineta en toda la cara. Lanza el sable láser y no muda el gesto. Rian Johnson, ideólogo y responsable único del octavo episodio de la saga, convierte el arranque de Los últimos Jedi en una especie de metatráiler que pone en sobreaviso lo que está por venir. Una afinadísima declaración de intenciones. Toda la película está ahí condensada, en formato cóctel: el sentido del humor, la tradición, la sorpresa, la autoconciencia y el relevo. “Mira más de cerca”, dice sin decir aún. Porque hay más.

Aquí el “más” se conjuga con un “allá”. Tanto, que el propio Mark Hamill se quedó petrificado —ahora lo entendemos— cuando leyó el guion. Aquello era su Star Wars pero, de alguna manera, no lo era. A la epopeya clásica de aristas romas le crecían dientes y a Hamill, dudas. Es sencillo adivinarle ese vértigo en el estómago. El suelo tambaleándose bajo sus pies; el rugido del meteorito o el volcán, muy, muy cerca. La certeza de saberse irremplazable, y a la vez, verse al borde del relevo.

Acabó comprendiendo —y rodando— que aquello era el ciclo natural. Que la escoria seguirá siendo rebelde, pero quizás ya nadie diga en alto que tiene un “mal presentimiento”. Porque aunque a uno no le maten, tarde o temprano se acaba extinguiendo. Para eso está la posteridad, en eso consiste el trabajo del legado. “Nosotros somos lo que ellos superan. Esa es la carga del maestro”. A Luke le lleva un puñado de vida descifrarlo. Pero llega a tiempo.

El espíritu de Los últimos jedi ensambla con una lista de adjetivos que disparan en la misma dirección: rompedora, novedosa, sorprendente. Todos ciertos. Pero reiteramos que esto es un “más allá”. La cinta de Johnson no es innovadora (en lo referente a este universo) en un plano meramente superficial de giros insólitos o soluciones inesperadas; como la paternidad de Rey o la eliminación de Snoke. Es rupturista desde su génesis. Y aún más: es rupturista porque no “mata lo viejo”, como proclama Kylo Ren. Lo deja extinguirse suavemente, ser uno con la Fuerza.

Esto —es de justicia reconocerlo— es posible gracias, en cierta medida, a que primero estuvo el episodio VII. A que alguien nos recordó de qué iban las cosas en aquella galaxia tan tan lejana, aunque nunca lo hubiésemos olvidado. Si fue o no cobarde replantear la fórmula de la trilogía original para adaptarla al signo de los tiempos poco importa ya. Lo meritorio es que debido eso, a la réplica y a la nostalgia (que tan de moda está denostar ahora por sobreexplotación), nos sentamos ante Los últimos jedi con las piezas colocadas en el tablero. Ovacionados los guiños y los running gags. Reconectados con la emoción, de lo que se trata, al final, todo esto. J. J. Abrams nos quiso cómplices, Rian Johnson nos quiere niños.

Niños que se embarcan en una aventura predispuestos a dejarse llevar sin un rumbo prefijado por cuatro décadas de historia. Sin los corsés de la veteranía, pero desde el respeto —y veneración— a la tradición. No hay mejor ejemplo de ello que el punto de inflexión que introduce en el concepto de la orden jedi, reflejo del sentido último de película: el equilibrio entre no olvidar el pasado y no atrincherarse en la añoranza.

De un zarpazo, Johnson enmienda también toda la patochada midicloriana. Endereza la Fuerza en sí, convirtiéndola en algo igualmente místico pero mucho menos grandilocuente y enrevesado. Con lo que se puede, incluso, frivolizar. Gana en su cercanía al “hokey religion” de Han Solo y también en su desvinculación a una estirpe. De gratuito, más bien poco: el discurso político de Los últimos jedi no se anda con rodeos. Cuando un blockbuster aborda de forma tangencial asuntos como los refugiados, el respeto animal o el tráfico de armas sin jugar la baza de la sencillez expositiva, es que hay alguien —muy virtuoso— al volante. Que logra la proeza de sacar adelante una película sin el personaje de Han Solo pero sí con su eterna memoria.

Alguien que, además, imprime en sus personajes una coherencia y evolución que habrían de callar a muchas bocas. Que no silenciarlas. A todos los que ridiculizaron a Kylo Ren como un lelo llorón, el Episodio VIII les convida una inmejorable oportunidad de desdecirse. Ben Solo es un villano con mucho más sentido que Anakin Skywalker y su colección de traumas, aunque nunca logre ser tan icónico. Recorre la senda de oscuridad a la inversa que su abuelo, de ahí el deshacerse del “ridículo” casco a mitad de trilogía. Con la revelación de los acontecimientos de la aciaga noche en la que Ben se hizo Kylo, entendemos por qué el episodio anterior no nos vendía un villano de baratillo, sino la forja de un personaje. El puzzle (cósmico) encaja a fuego lento, sin que nos haga falta apelar a Patterson para descubrir en Adam Driver un dotadísimo intérprete.

En ciento cincuenta y dos minutos hay tiempo para que Luke alcance el récord de puesta y quitada de capucha de túnica. A que se pasen valles narrativos y se incurra en tramas cebadas como pavos. Pero cuando, en la escena de lucha común de Rey y Kylo, una cinta conquista un momento de comunión triple, recíproca y retroalimentada (la película con el público, el público con el público y el público con la película) y al cine le aplauden solas las manos, los defectos se suavizan. No alcanzará la redondez de El Imperio contraataca, pero quién dice que lo pretende.

Digámoslo sin evasivas: que el Episodio VIII tenga una protagonista femenina, un puñado de “secundarias” con enjundia, una mujer de origen asiático, un negro, dos mujeres maduras cortando el bacalao o un wookie a dos patadas del veganismo no la convierte en revolucionaria. Ni siquiera son méritos en sí mismos. Lo encomiable es que todo eso suceda y solo llame la atención de quienes lo critican. El resto, los que lo asumen con naturalidad, confieren la osadía de la cinta a otras cuestiones.

En resumen: que simplifique las cosas cuando parecían enmarañadas y que complique las que ya resultaban inocentonas. Se trata de divertirse sin sentirse imbécil, metiendo entre dos panes las expectativas.

Y —de nuevo— va más allá. No solo divertirse. Conmocionarse ante la belleza de esas batallas sobre el desierto blanco y carmesí de Crait. Enmudecer con la multiplicación de Reys en el espejo. Desgañitarse de puro gozo con el abrazo de los mellizos. Embelesarse con el poderío visual de la villa y corte de Snoke. Celebrar la recuperación del Yoda bueno. Llorar —por qué avergonzarse— con una general Organa de pelo ceniciento, aún viva un par de galaxias más allá. Esperanzarse con un pequeño chatarrero que barre, mirando el firmamento. Los últimos jedi supondrá, para unos, un viaje bestial por el catálogo (casi) al completo de las emociones humanas. Para otros, una oportunidad de afearle el sentir a un puñado de ingenuos porque —dicen— sucumbimos al merchandising, la repetición sistemática y los trucos baratos. Porque —creen— estamos condenados a el visionado acrítico, fanático y masivo.

Sabemos que nuestra no es la condena, sino la esperanza. Una nueva, nueva esperanza. Recuerden: fueron los dinosaurios los que se extinguieron.

Periodista y crítica - www.jotdown.es