El hambre provoca que niños y perros se disputen hasta por migajas de comida
Hay “pugnas de hambre” en los pueblos olvidados de Tarata. Una niña de más de un año lidia con su mascota, un hambriento can que acaba de dar a luz a cinco cachorros. La “manzana de la discordia”: un trozo de pan; no es, siquiera, una pieza entera.
La casi “disputa” se da en la cocina. Una especie de choza enclavada en uno de ocho frígidos y decadentes poblados que hay en Tarata, Izata. No sobrepasa los dos por dos metros cuadrados y sus muros íntegramente de adobe están sostenidos por unos menguados pilares de madera. La “infraestructura”, si puede llamarse así, protege a un fogón en el que hay escasas cenizas, como si llevara mucho tiempo sin usarse.
La niñita está en el piso de tierra de esa cocina, casi al lado del fogón y rodeada de una camada de escuálidos cachorros y del can que los concibió. Su rostro resecado, con las mejillas abrasadas por las condiciones extremas de frío y calor, denota sufrimiento. Sus ojos negros le brillan, pero no de regocijo, está a punto de romper en llanto a causa de algún malestar. Parece un resfrío, no deja de derramar moco.
Está empolvada y ligeramente tapada con una manta tejida artesanalmente, sobre ella también yacen los cachorros y la perra. Sus papás la dejaron al cuidado de dos de sus hermanitas que no tienen más de siete años y no paran de delirar con el sabor de unos trozos de pan que se les acaba de invitar. Ninguna de ellas se percata del acecho que está a punto de vivir la menor, que tiene su propio trozo de masa.
La bebé agarra su pedazo con más firmeza que la que denota su forma de sentarse. Apenas equilibra la cabeza y controla regularmente los músculos de la espalda, pero se esfuerza por mantener esa postura y si podría pararse por un poco de comida, lo haría.
La menor, aún sin dientes, usa sus encías para arrancar su primer bocado de pan y, mientras derrite la masa entre su lengua y paladar antes de tragar, el can se percata que está distraída y arremete contra ella.
Con el hocico ligeramente empapado de baba, el animal se acerca a la mano de la niña y le arrebata el pan. Esa dentellada pudo arrancarle la mano, pero no le dejó ni una marca.
Aún así, la menor se agita y, casi atorada por el susto, intenta gatear para rescatar su comida, pero la perra devoró el “manjar” en un santiamén. Echa a llorar y da golpes que solo rozan al animal porque sus pequeñas manos aún no tienen fuerza. La perra estuvo a punto de reaccionar a los amagues de manotazos que recibía, pero las hermanitas intervinieron, echaron al perro, que irónicamente es la mascota de la casa, y calmaron a la pequeña dándole un poquito de plátano.
Esa es la miseria en la que están viviendo las familias de al menos ocho comunidades de Tarata que están a punto de desaparecer. Los seres vivos de ese cantón, tanto humanos como animales, no sienten el hambre “normal” que a la mayoría de la gente le da a la hora del desayuno, almuerzo o cena, tienen un apetito voraz, debido a que, ciertas jornadas, en sus estómagos no hay más que crujidos amplificados que claman al menos un bocado de comida.
SIN CUIDADO
En esos ocho puntos, no solo las viviendas están abandonadas, también los niños.
Permanecen jornadas largas en sus precarias viviendas y cuidándose entre sí, asumiendo roles que no les corresponden y expuestos a riesgos inminentes. No hay otra opción.
Si, con suerte, tienen a sus dos progenitores vivos, uno de ellos -el varón- sale de casa antes de que salga el sol para arar la tierra o buscar trabajo. Mientras que la mamá se marcha casi a la par, junto a los animales, ovejas y cabras sobre todo.
Últimamente, ambas figuras del hogar llegan a casa al anochecer. Los padres porque, a punta de picotas y palas, pretenden devolver la fertilidad a los terrenos acartonados por la sequía. Las madres porque encontrar hierba comestible para los animales cerca es cada vez más difícil; emprenden caminatas largas en busca de pastizales que el sol no haya marchitado.
LA COMIDA
Mientras aguardan la llegada de sus progenitores, algunos niños sacian su hambre remojando arroz blanco en agua. Cuando se torna suave, se lo llevan a la boca.
Si podrían encender una fogata, su menú no variaría mucho, continuarían llenando sus pancitas con arroz, pero cocido.
Los perros que no toleran esa comida, de cuando en cuando, se ven forzados a salir a las carreteras interprovinciales e interdepartamentales para conmover a algún viajero y atrapar comida que les arrojan desde las ventanas de los buses.
Antes, en “las buenas épocas”, los campesinos intercambiaban sus cosechas: papa, trigo, avena y hortalizas para garantizar la alimentación de sus familias a lo largo del año.
La cosecha que sobraba -porque antes la tierra daba abundantes frutos- era vendida y el dinero obtenido servía para comprar carne, pollo o huevos. Pero ahora, esa tradición está a poco de quedar en la historia.
Cuando OPINIÓN recorrió algunas de las comunidades del cantón tarateño, la gente que quedaba estaba preocupada porque “ya deberían de haber brotes y nada”.
Invirtieron gran parte de sus ahorros en semillas, pero las efímeras lluvias estropearon el proceso normal de cultivo.
10 años
La Vicepresidencia informó que, en una década, al menos 1.6 millones de bolivianos salieron de la pobreza extrema.
Pobreza
El Banco Mundial considera “pobreza extrema” cuando una persona dispone de menos de un dólar para subsistir.