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  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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Todos los caminos llevan al deseo

Todos los caminos llevan al deseo


He visto la obra El Deseo al menos 4 veces. Las primeras tres bajo el nombre de El deseo de (d)ios). La última versión, acaso la más distinta y lograda,se estrenó apenas hace un mes y medio, en el reciente Premio Nacional de Teatro Peter Travesí Canedo. 

La constante en todas ellas es la obsesión de la directora del elenco El Masticadero, Claudia Eíd, por sumergirse en las profundidades del teatro documental. A riesgo de perecer en el intento, la teatrista urge a sus actores a roer la intimidad de sus recuerdos y a partir de ello intenta crear una ficción, no como elemento alegórico o enmascarador, sino como una forma de aglutinar y estructurar la memoria de su elenco, en pos de dramaturgizarla y convertirla en una historia colectiva (incluyendo al público, claro), hacerla algo tangible y tentar una exploración de su territorio.

Lo hizo anteriormente, con bastante éxito, en una de sus puestas más aplaudidas, Princesas, y lo intenta ahora con este nuevo montaje.

El deseo pone al espectador, gracias a un muy cuidado concepto escenográfico, en un espacio ideal, de cautivantes tonos pasteles, simulando el Edén (una referencia bíblica para nada azarosa), un paraíso inexplorado, quizás inexistente, pero indudablemente el principio de todo, en especial de nuestras propias ficciones, esas que se crean en el cotidiano y el de los personajes. 

En ese contexto, Eíd pretende recorrer el génesis de la(s) indentidad(es), el descubrimiento de la sexualidad y su orientación. Una ambición pretenciosa, por la dimensión del cometido, y un terreno cenagoso, en lo artístico, por la facilidad con la que la corrección política y los términos reivindicativos pueden llegar a ser predecibles, a niveles casi panfletarios.

El peso del relato cae sobre los hombros de Álvaro Eíd, aka Bianca Shallow, que desata toda su capacidad histriónica en un standup que se constituye en el eje articulador de todas las tramas, ideas y propuestas que se desprenden de la propuesta escénica.

Shallow es una transformista que asume su sexualidad muy temprano, casi sin culpas y con todo el apoyo familiar. Se enfrenta al mundo, sin querer hacerlo, desde la ironía y una ácida autocomplacencia, desde una continua reafirmación de su condición y la seguridad de que su lugar en el planeta es mucho más especial que el de muchos otros, en especial de aquellos que la señalan para juzgarla.

Sin embargo, su relato también es un recorrido por la homofobia, la homosexualidad socialmente reprimida, la clandestinización y criminalización de los movimientos TGLB en nuestro país, la discriminación y las disputas al interior de estos colectivos, y el fanatismo religioso que ciega multitudes alrededor del mundo.

En estos últimos puntos, aquellos que hacen a Bianca común al resto de la comunidad que nunca llega a ser “Miss Bolivia transformista por dos años consecutivos”, ni es aceptada por su familia (en muchos casos ni siquiera se aceptan a sí mismos), es donde engrana la segunda trama. 

Una historia que se constituye en la contracara de Shallow, un paradójico "reflejo contrastante" -la iluminación en este punto juega un rol preponderante y es muy bien aprovechado por Eíd- por el dolor con el que se cargan, a través de toda una vida, los deseos reprimidos, con el que se asume como propio, a través de un espejo infame, una imagen que no se corresponde con el reflejo que se contempla a diario.

Un actor/actriz, un perro, un marica, además extranjero para nosotros, bolivianos, cuenta su calvario, su recorrido hacia una supuesta redención -aquí Eíd retoma, de alguna forma, una referencia religiosa fundamental-, a la asunción de la propia sexualidad. Un viaje de autoinmolación, como el de Jesús rumbo a la cruz, en el que la resurrección -la asunción de la homosexualidad, en este caso- no conduce a la vida eterna en el paraíso, sino a un destierro sempiterno, un profundo vacío en el que ya todo se ha perdido. 

Como acotación, cabe señalar que a pesar de la riqueza dramática con la que cuenta este último personaje, además de un correcto desempeño actoral de la actriz Isabel Fraile, puede percibirse desde la platea una desproporción interpretativa, debida en partes al apabullante despliegue escénico de Shallow. 

La contraposición en los recorridos hacia la comprensión de la propia sexualidad, hacia los propios deseos, su concreción o represión, es el dilema central que plantea Eíd. Lo hizo desde el primer montaje de El deseo, sin embargo, encuentra recién la claridad necesaria en este último intento, en el que deja de lado excesos discursivos y narrativos que, en anteriores oportunidades, contaminaban el paisaje conceptual.

No obstante, este ruido no está del todo ausente y puede percibirse en ciertos puntos de fuga, planteados por la directora, en los que parecería querer forzar a su reparto a remitirse a experiencias personales, en un intento inconsistente por documentalizar el espacio teatral. Un subrayado innecesario, considerando la facilidad con la que el tono de los relatos toca a los espectadores (y a sus propios intérpretes), con ese halo de veracidad, casi rozando los códigos de la crónica literaria.

Queda también para un próximo análisis la función de un nuevo personaje, por demás accesorio, que más allá de darle un tono lúdico a la escenificación, restándole solemnidad en puntos en los que llega a ser un discurso victimizante, no tiene un aporte significativo. Un conejo blanco, muy a lo Lewis Carroll, parece estar demás en el marco de las búsquedas y descubrimientos que tienen los protagonistas. Un referencia psicológica y literaria muy forzada, que rompe la dinámica de reflejo y contrareflejo entre las protagonistas.

Aunque no apta para todo público, no por sus contenidos, sino por los códigos que maneja para cimentar su narrativa, que pueden llegar a ser por momentos excluyentes, El deseo es una de las obras que más destacadas en la cartelera del Bertolt 2017.

Periodista - @mijail_kbx