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  • Diario Digital | martes, 23 de abril de 2024
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Jesús Florido V. El colorista que camina entre flores

Pintor cochabambino. Empezando por su apellido y culminando en la obra de su vida, este acuarelista ha sido marcado por la belleza del color; el de los paisajes de su natal Aiquile, el que pigmenta las plantas de su jardín y el que prepara cada
Jesús Florido V. El colorista que camina entre flores



Nacido en Aiquile, el 13 de abril de 1953, el pintor cochabambino Jesús Florido Villafani puede decir que el color ha pintado casi cada pasaje de su vida, empezando por su accidentada inscripción al registro civil. “Creo que el escribano (notario) se equivocó, en vez de 13, puso 3 en mi fecha de nacimiento (…) no fue error de mis papás”, interpreta Florido, quien no se percató de la confusión hasta la adolescencia, cuando el trámite para el título de bachiller lo encaró con un certificado que lo inauguraba en el mundo un 3, no un 13. 

Ahora, pese a que sus documentos oficiales señalan una fecha, él prefiere seguir celebrando su cumpleaños en la de siempre. “Y, generalmente, cae en Semana Santa, a veces en Viernes Santo, así que queda un poco relegado a las costumbres de esa celebración”, cuenta. Así, más de una vez intercambió el picante de pollo de rigor por un humeante plato de chuma de lacayote; no parece un mal trato.

CAMPO, FLORES Y CARENCIAS

Su infancia transcurrió en su natal Aiquile, no libre de problemas. Franklin Florido Quiroga, su padre, falleció cuando Jesús tenía apenas tres años, dejando a sus cuatro hijos y esposa, Raquel Villafani Andia, ante la amenaza de la pobreza.

Esta era la época de la revolución agraria. Bajo el lema de “la tierra es de quien la trabaja”, varios terratenientes fueron forzados a renunciar a grandes extensiones, para que fueran repartidas de manera más equitativa. Si bien Raquel pudo conservar sus propiedades por un tiempo, cuenta Jesús, finalmente, con la explicación de que “las mujeres no pueden trabajar la tierra”, fue despojada de la mayor parte.

Ya que su familia no gozaba de una situación económica holgada, Jesús no podía costearse muchos instrumentos para perfeccionar su pasión por la pintura y el dibujo, apenas una cajita de lápices baratos; pero su amiguito de la escuela, Remigio, sí.

“Él tenía colores de agua, de calidad”, recuerda. Una mañana, la tentación se apoderó de Florido. Imaginando la viveza que adquirirían sus bocetos de habas, arvejas y praderas, tomó, sin permiso, el lápiz verde de Remigio. Cuando el niño se percató de la ausencia, avisó a la maestra, y ella recurrió a un truco. Haciendo traer una escoba de paja, cortó tantos palitos como estudiantes, del mismo tamaño, advirtiendo que todos pondrían una pajita en la boca, misma que crecería en las fauces del ladrón, delatándolo.

Como era de esperarse, ningún palito aumentó su longitud. Aunque lamenta su proceder, Jesús reconoce que disfrutó de cada trazo que el codiciado lápiz le entregó. Disculpas a Remigio.

Cerca de sus 10 años de edad, Florido fue tocado por la muerte otra vez. Su madre Raquel murió, dejando huérfanos a sus cuatro hijos –Lucha, Florinda, Jesús y Misael–. Los menores fueron acogidos por Lucha, la mayor, y su esposo, iniciando un nuevo capítulo.

MAESTRO

Motivado por un amigo, Jesús migró a la ciudad a sus trece años. Listo para iniciar la secundaria, ingresó al Colegio Junín, donde su habilidad para el dibujo le ganó un premio en un concurso y el consejo de su profesor de artes plásticas. “Florido, tú tienes que ir a la Escuela de Bellas Artes”, le dijo. Ese mismo día, se inscribió en la institución.

Durante los siguientes cuatro años, Florido se dividió entre el arte y las humanidades, así como entre el campo y la ciudad. “En las vacaciones, feriados…me iba a Aiquile; había adquirido la habilidad para el tallado, así que me gustaba visitar a los instrumentistas, los charangueros aiquileños (…) y observar, aprender”, relata.

Ya familiarizado con los artesanos, Florido “se atrevió” a tallar su primer charango, con tal destreza que recibió más pedidos en los siguientes años, estrechando su vínculo con ellos.

A mediados de los 70, ya bachiller y egresado de la Escuela de Bellas Artes, se fue a La Paz, para formarse como maestro. Tras casi seis meses de estadía en la sede de Gobierno, el color lo salpicó una vez más. Mientras exponía algunas pinturas en la calle, Jesús se reencontró con un compañero de estudios, quien le aseguró que, pese a no tener título, ya podía dar clases.

“Era amigo del entonces director nacional de Artes Plásticas, Walter Negrón, y me llevó a su oficina, en el Ministerio de Educación, para pedirle que me dé unas horas”, recuerda.

Armado con tres de sus mejores lienzos y algunos recortes de periódicos que habían registrado su talento, Florido acudió a la cita. Si bien Negrón felicitó su trabajo, le indicó que no tenía cargos disponibles; pero entonces apareció Pilar Barranco del Castro, representante de educación de la localidad cruceña de Vallegrande. Tras dar un vistazo al trabajo de Florido, Pilar estaba convencida.

“En Vallegrande me quedé por 10 años, pero no dejé nunca de pintar ni dibujar”, cuenta. Fue en este periodo que la pobreza e injusticia que observó por tantos años salió en su obra, en una colección que levantó varias cejas.

Descansando de los paisajes pintorescos, Florido recurrió a perros como protagonistas de las representaciones que pintó, sobre algunas de las situaciones más delicadas del país; como ese cuadro de un can colgado y torturado, titulado “Por haber ladrado mucho”, recordando el asesinato de Marcelo Quiroga Santa Cruz.

LA TRAVESÍA LATINA Y EL FESTIVAL

De vuelta en Cochabamba, ya casado y con su primera hija, Jesús tenía lo necesario: acuarelas, lienzos, su familia y un cargo de profesor en la Escuela de Bellas Artes. Sin embargo, en plena década de los 80, persuadido por el éxito de un pintor amigo y el entusiasmo de Amadeo Castro, Florido decidió probar suerte en México. Después de hablar con Alicia, su esposa –quien lo apoyó pese a todo–, el pintor comenzó la travesía, de bus en bus, vendiendo pinturas en el camino, para financiar el siguiente pasaje. Aunque la aventura concluyó antes de lo esperado, le permitió conocer Ecuador y Colombia, donde la acuarela boliviana era muy apreciada.

Tras su regreso, Florido retomó la docencia y los pinceles, pero con nuevos alientos. Su obra ha sido reconocida en más de 20 concursos –entre ellos sobresale el primer lugar en Grabado del Concurso Nacional Pedro Domingo Murillo, en 1992, y una selección especial del Instituto de Arte Tamarind, de Estados Unidos–; y aunque atesora cada mención, se encuentra particularmente orgulloso de haber sido promotor, junto con varios músicos, del gran Festival de Charango de Aiquile, cuya primera versión se realizó en 1984.

El 2011, Florido fue declarado Hijo Predilecto de su ciudad; por su aporte al arte y a la música. Él agradece, presto a seguir coloreando su querido valle.

Premios

El cuadro “Requiem por un amigo”, ganó el Primer Premio en Pintura de la Segunda Bienal Humberto Vásquez Machicado, en Santa Cruz. Aunque fue reconocido con muchos más (entre departamentales, nacionales e internacionales), este tiene un valor especial para Florido. “Con el dinero del premio compré este terreno”, relata, sobre el espacio que llama hogar.

Otro gran momento se dio cuando, en Estados Unidos, un ciudadano de ese país le compró 21, de una sola vez.

Familia

“Solito, y sin tomar un vaso de cerveza (para darme valor), fui a pedir la mano de mi esposa”, recuerda, sobre su compromiso con la que es su esposa desde hace casi cuatro décadas, Alicia, profesora de literatura. Como ella, los tres hijos de ambos –Denise, Naser y Javier Alejandro– aprendieron a valorar el trabajo de Jesús. “Desde pequeños, sin que nadie les diga nada, ellos sabían que no debían jugar con las cosas de su papá, respetaban su espacio”, cuenta Alicia.