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EL ‘PASO’ DEL TIEMPO SOBRE UN MÍTICO ‘PASAJE’ QHOCHALA

De “supay calle” a San Rafael

De “supay calle” a San Rafael



Leyendas urbanas. Hasta hace unas décadas, era conocido como el “Callejón del Diablo”, no porque Marco Antonio Etcheverry haya vivido ahí sino porque, según se cuenta, el mismísimo demonio, todo seductor y malévolo, recorría con regularidad este enigmático sendero. Hoy, renombrado, es patrimonio de la ciudad.

Si alguien hubiera podido volar sobre la encantadora Cochabamba de fines del siglo XIX, la ciudad divisada no le habría parecido muy grande, a pesar de su notable expansión. Desde ahí arriba, tal vez sus ojos se habrían fijado primero en el verdor central de la plaza 14 de Septiembre, o en el azul de la T´ago Laguna (ahora ampliada y mejorada como Alalay), para después admirar otros puntos del panorama.

Difícilmente, ante ese rompecabezas de bloques y líneas, nuestro Ícaro habría reparado en la “cicatriz” que partía en dos al manzano 50 (según plano catastral de 1924), uniendo las calles Colombia y Ecuador, casi a la altura del Monasterio de las Hermanas Clarisas Capuchinas.

Pero, aunque ignorable desde las alturas, el actual pasaje San Rafael no solo era muy notable para los de abajo, ¡era temible!, al punto que, pasadas las 10 de la noche, se hacía todo lo posible para evitar recorrerlo, so pena de encontrarse con espíritus malignos y, además del feo tropiezo, recibir alguna maldición.

transitado y útil... de día

En su descripción del centro urbano cochabambino de principios del siglo XX, para un artículo del diario La Prensa, el cronista Ramón Rocha Monroy se refiere al pasaje como un sendero colindante con la calle de las Capuchinas (hoy avenida San Martín), asiduamente transitado por conectar la ciudad al Valle Alto (actual tramo San Martín, Barrientos y avenida Petrolera) y al Valle de Sacaba.

Ya entonces apodado como el Callejón del Diablo – hablaremos de eso después – en su extremo norte, salía directamente hacia la Pampapila, una “pileta pública en la cual los arrieros cargaban agua en sus tinajas, hacían beber a sus bestias y de paso saboreaban deliciosos silpanchos, como que justo en la Lanza, frente a la Pampapila, todavía funciona un restaurante popular donde se dice que nació el silpancho”, detalla Rocha.

Saciados con las suculentas carnes estiradas (y probablemente embriagados con el néctar del valle), los viajeros continuaban el trayecto.

El callejón del diablo

Casi a la mitad del pasaje se levanta una pintoresca casita, con ventanas pequeñas y macetas con flores sobre sus bordes; es el hogar de Carlos Ledezma desde hace más de 64 años.

“Cuando llegamos (en 1952) casi todas las casitas eran de adobe”, recuerda Ledezma, ingeniero de la Alcaldía de Cochabamba. “¡Qué bien que han comprado!”, le comentó un vecino, ya que, al parecer, los tres dueños anteriores habían intentado, sin suerte, “aguantar” la fuerte pesadez del lugar.

Con el tiempo, la familia se empaparía más de la fama de su nuevo barrio. “Habían higueros, aquí y en la casa del frente, los nuestros estaban al centro, uno recto y uno doblado; dice que una beata se había ahorcado en la que está doblado”, relata, con expresión impasible, que no obedece a la indiferencia, sino a ese escepticismo respetuoso con el que ha aprendido a opinar sobre estos escabrosos relatos.

Otro antiguo exvecino del pasaje, Salvador Lobo, narró al periódico Poder Soberano, el año pasado, la historia de un imponente hombre de negro, que una noche llegó en un carruaje y que tocó la puerta de dos ancianas, dejándolas al cuidado de un cofre, pidiéndoles no revisar su contenido.

“[Pero] las viejitas, tan curiositas, cometieron el error de abrirlo, y se encontraron con huesos. Ese día apareció, a las 12 de la noche, el carruaje y que de ahí viene la leyenda que…dicen que era el diablo el que conducía los caballos”, completa Lobo.

El relato de Gabriela, una colaboradora del apartado “leyendas” de la página web BoliviaBella, es todavía más pavoroso. “Mi abuela me contó que el pasaje (...) en la noche era invadido por demonios, diablos y fantasmas, sobre todo en la casa Nº 666”, introduce la cibernauta (hoy, ninguna casa tiene ese número). “Uno de los demonios, del que más se hablaba era el correvolando”, continúa, sobre esa figura que amenazaba a los transeúntes con volverlos locos o condenarlos.

“Cuando yo tenía ocho años se hizo una conmoción en esa calle, pues [una] mañana encontraron un caballo blanco muerto”, asegura Gabriela.

Carlos Ledezma no recuerda ningún caballo blanco, pero sí puede dar cuenta de la decisión de su padre de sellar el pozo de su casa (porque le decían que un monje salía de él), de las advertencias de no jugar cerca de los higueros (por el peligro de duendes, desde siempre asociados a esos árboles) y de las misteriosas coincidencias relacionadas a su difunta esposa, Lenny.

A diferencia de él, su compañera de casi 40 años –fallecida hace seis– sí creía en la presencia de espíritus y fantasmas, lo que la llevó a buscar respuestas en el conocido juego de la Ouija. “Me estás fumando”, decía él, cuando el vasito de cristal se movía sobre el tablero, seguro de que ella empujaba el objeto.

Pero una noche, mientras Lenny y su cuñada trataban de contactarse con una hermana de Carlos que había muerto hace años, otra de sus hermanas entró abruptamente a la oscura habitación, preguntando, con visible enojo, qué estaban haciendo ahí los tres adultos.

Para calmarla, las dos mujeres negaron cualquier acción siniestra, pero no la convencieron. “Algo están haciendo, porque a la mamá le está doliendo su corazón”, sentenció entonces la hija de la jefa de familia, quien había experimentado pesadillas desde hace meses.

Fueron este y otros episodios los que llevaron a Ledezma, si bien no a creer, sí a respetar la creencia en fenómenos no siempre explicables racionalmente.

Para la creadora del silpancho qhochala, Celia Lafuente (†) –su platillo de carne estirada y apanada se haría conocer con ese nombre por el apodo que un cliente bribón (llamado Pancho) le dio a su famoso preparado, Silp’a (aplanado)– temer lo desconocido se hizo necesario.

Con su puesto de comidas en la esquina de las calles Ecuador y Lanza, Celia debía quedarse cerca del pasaje hasta altas horas de la noche. “Nos decía que a partir de las 10 p.m. nadie pasaba, porque el diablo se adueñaba del parque”, cuenta su hija, María del Carmen, quien, como Lobo y Ledezma, menciona a beatas.

“Dicen que [una vez] a la medianoche, pasó un hombre muy guapo, y unas vecinas estaban mirando, dos beatas, y por curiosidad abrieron la puerta y ahí se las cargó; era el diablo, en una carreta de fuego”, relata María.

No solo eran relatos ajenos los que aterrorizaban a Lafuente, ya que en vida, contó que ella misma creyó haber visto a la temida figura. “Estaba en su puestito, tarde ya era, y dice que por ese lado [señalando al final norte del pasaje] notó unos ojos rojos, ahí en la oscuridad”, narra, “dos hombres, dos borrachitos se habían acercado para pedirle silpancho, pero mi mamá no podía hablar, solo con sus manos les apuntaba a ese lado, donde estaban esos ojos”.

Asustados por la horrible visión, pero embriagados de valentía, los clientes se abalanzaron sobre el peligro, pero antes de que pudieran llegar, “un enorme perro negro” salió de las tinieblas, para correr por el pasaje, hasta desaparecer.

San Rafael y grandes mujeres 

Con tal clima de terror y hastío, a mediados de 1970, con ayuda de los curas y religiosas del Convento de las Capuchinas, los vecinos mandaron bendecir todas las casas y el pasaje.  

“¡Cómo se va a llamar ‘del diablo’!”, sentenciaron con tino algunas monjas, por lo que, igualmente, impulsaron el cambio del nombre, expulsando oficialmente al “ángel caído”, y sustituyéndolo por San Rafael, figura por la que los vecinos festejan cada 24 de octubre.

“Desde eso se ha perdido mucho eso de los fantasmas", afirma Ledezma, quien además, ha trabajado arduamente en la recuperación simbólica y patrimonial de su querido pasaje.

Gracias a la declaración de este espacio como “Espacio Patrimonial y Cultural de Cochabamba”, hecha en mayo de 2014, autoridades y funcionarios municipales pudieron autorizar y ejecutar tareas de mejoramiento del pasaje San Rafael, como la renovación del alcantarillado y, de manera más visible para los peatones, la colocación de un nuevo piso cerámico y farolas luminarias.

Pero, sin desmerecer ninguna de las otras mejoras, la inclusión más atractiva en la infraestructura parece ser la artística. Murales y mosaicos coloridos de más de veinte mujeres destacadas en Bolivia y Latinoamérica acompañan el trayecto del pasaje, sonriendo o mirando agudamente a los transeúntes.

Tal vez, durante cierta etapa de la historia de Cochabamba, el diablo sí hacía de las suyas en el pasaje San Rafael, pero ahora, con semejantes ángeles guardianes, mejor ni se acerca.