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  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
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Ana María Jáuregui, Una dama de rosado

Ana María Jáuregui, Una dama de rosado


Al revisar la trayectoria de vida de Ana María Jáuregui de Cardona, es sencillo entender su compromiso con el voluntariado por los niños.

Ana María llegó al hogar de Jaime

y Manuela, sus padres, el 19 de junio de 1959, como la segunda hija de esta familia paceña, acostumbrada a tener la casa llena de visitas.

El recuerdo de la hospitalidad y el cariño con los que su padre trataba a los sobrinos, ahijados y tíos que llegaban a su hogar, determinó parte vital de la personalidad de Ana María.

Entre aquellos huéspedes, era normal encontrar niños pequeños, por quienes ella desarrolló un profundo y duradero apego. “Para mí son lo máximo”, dice, con esa voz paciente y amorosa, culturalmente atribuida a las madres. Ya entonces sabía su vocación.

Durante casi toda su vida escolar, estudió en el colegio Rosa Gattorno de La Paz; y poco antes de terminar la secundaria, ingresó al Instituto

Villa María.

Debido a los conflictos militares

de fines de los 70, el instituto cerró, por lo que Ana María tuvo que terminar el bachillerato en el Instituto Nacional de Comercio, con un título de secretaria administrativa, el año 1978.

Ya con el título, comenzó a ejercer, pero no por mucho, ya que a los 18 años se casó con el ingeniero civil Arturo Cardona. “Trabajé muy poco tiempo, hasta que esperé a mi primera hija”, cuenta.

Aunque era realmente joven, no se arrepiente en lo absoluto por su decisión, ya que esa juventud le permitió disfrutar plenamente de la energía incansable de sus pequeños. “Realmente a mis hijos los he disfrutado”, indica. “Ahora la juventud se realiza mucho con el trabajo, pero ya les cuesta formar una familia, se va postergando”, resalta el apoyo que su esposo le dio durante sus 38 años de matrimonio.

“Creo que cada uno tiene su vocación, la mía es estar con mis hijos

y con mis nietas”, recalca.

Nacidos sus dos primeros hijos, Verónica y Ernesto, la familia se mudó en 1985 a Cochabamba, la ciudad natal de Arturo, donde lo esperaba una buena oferta laboral. Y aunque él estaba feliz de retornar a la Llajta, a Ana María le costó mucho dejar atrás a sus padres y a sus hermanos, Ginella y Waldo. “No siempre tienes la suerte de tener tan buena amistad con los hermanos. Yo tengo una familia unida”, comparte.

Sin embargo, con el tiempo sus padres también se trasladaron al valle, lo que posibilitó a Ana María acompañar y cuidar a su padre durante su enfermedad, que finalmente terminó su vida hace cinco años.



VOLUNTARIA DE CORAZÓN

Con las labores de casa y la crianza de sus hijos consumiendo la mayor parte de sus días, Ana María no pudo realizar su gran sueño de tener una guardería, pero de todas formas,

la vida la encaminó a entregarse

al cuidado de los niños.

“Cuando mi hija menor (Ana María) había cumplido tres años entré al voluntariado”, rememora, sobre la invitación que Teresita Alem (quien ya era voluntaria del Hospital del Niño Manuel Ascencio Villarroel por varios años) le extendió. “[Teresita] Siempre me hablaba del hospital, me contaba de los niños, de las voluntarias”, recuerda Ana María.

Y aunque había declinado las primeras invitaciones para unirse al grupo de voluntarias, ya entonces muy conocidas con el denominativo de “Damas de Rosado”, finalmente aceptó. “Y realmente, voy a ser sincera, me costó mucho al comienzo, porque…se ve mucho dolor”, dice, con una mirada que parece transportarla a ese primer día en el pabellón de niños quemados.

Para la joven madre –habituada a la vida tranquila y feliz de un matrimonio armonioso y próspero– le resultó chocante el dolor de los jóvenes pacientes de ese centro de salud. “Esto no es para mí”, se dijo a sí misma y dejó de asistir al hospital.

El mes que se alejó no fue más tranquilo. Esos “pequeños extraños” no eran suyos, pero aún así había nacido un cariño y un sentido de la obligación. Convencida de que debía superar sus debilidades y miedos, regresó, esta vez para siempre.

Aunque todos los niños dejan huella en las voluntarias, la primera que Ana María cuidó ocupa un lugar especial. “Delfina, nunca me voy a olvidar de ella”, dice, sobre la pequeña de seis años que fue internada por severas quemaduras tras recibir la descarga eléctrica de unos cables de alta tensión.

Encariñadas la una con la otra, compartieron varios momentos de los casi 10 años que Delfina permaneció en el hospital. Actualmente, son casi 27 años los que Ana María es voluntaria del hospital, como parte de las Damas de Rosado, que oficialmente es reconocido como Servicio de Voluntarios del Hospital Viedma, y se siente satisfecha con cada uno de ellos.

“Me considero un puente entre la gente que quiere ayudar, pero no siempre tiene tiempo o no se anima”, explica sobre su actual labor de presidenta del grupo, que desempeña desde hace cinco años.

Mirando hacia adelante, Ana María espera continuar con su trabajo de mamá, en casa y en el hospital, durante muchos años más; anhelando que cuando su cuerpo reduzca sus horas con los niños, nuevas generaciones de voluntarias y voluntarios

tomen el timón y continúen alegran-do los días de esos pequeños, cuyas sonrisas valen todo el esfuerzo.