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  • Diario Digital | viernes, 29 de marzo de 2024
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Qué belleza sobre los amores difíciles

Ofrecemos una reseña sobre Cold war, nominada a mejor película en lengua extranjera en los premios Oscar 2019.
Qué belleza sobre los amores difíciles


Es una sensación mágica y por lo tanto escasa. Ocurre al finalizar determinadas películas. Es imposible que abandones la sala hasta el último título de crédito, flotas, estás removido, la historia que te han contado te impregna, esos personajes, esas imágenes, esos sonidos te van a acompañar durante mucho tiempo, es un placer intimo y solitario, solo podrías compartirlo con alguien muy cercano o muy cómplice. Me ocurrió con Ida, la anterior película de un polaco singular llamado Pawel Pawlikowski, un director que parece de otro tiempo, de un cine filmado en maravilloso blanco y negro, sugerente hasta el dolor, misterioso, sutil. Me impresionó tanto aquella novicia en un convento de clausura que sale al mundo para descubrir el horror con el que fue machacada su auténtica y desconocida familia, aquella jueza legendaria por su implacable caza de brujas durante el estalinismo, desesperada, alcohólica, promiscua, cínica, que sin hacer aspavientos ni implorar piedad se lanza un día por la ventana, la atmósfera que desprendía cada escenario y cada plano, que me hacía esperar con ansiedad (pero también con un poco de miedo) su siguiente película.

Se titula Cold War y es otra obra maestra. Pawlikowski retorna al pasado, a un tiempo asfixiante y represor en la Polonia de la posguerra, para narrar un amor tan volcánico como desgarrador, al que las circunstancias imponen el ni contigo ni sin ti, y que se desarrolla entre 1949 y 1964. Él es un músico contratado por el Gobierno para adaptar el folclore ancestral y primitivo (producto del sufrimiento y la humillación, pero que también otorgaba alegría, cuenta alguien) al triunfo del proletariado, la reforma agraria y la glorificación del timonel Stalin. Ella canta y baila, es voluptuosa de forma natural, intentó cargarse a su padre porque alguna vez la confundió con su madre, quiera hacer carrera.

Son dos instintivos profesionales de la supervivencia en tiempos difíciles. Él se exiliará y se buscará la vida tocando el piano en París. Ella se afianzará en su arte representando las esencias del alma eslava al servicio del nuevo mundo impuesto desde Moscú. Y ambos tendrán amantes, parejas, líos, pero seguirán soñando con sus furtivos reencuentros, con algo tan imposible como la continuidad, un futuro juntos, el mantenimiento de la plenitud. Y surgirán las broncas, los celos, el enloquecimiento, la desolación. También la certeza de que la vida no vale nada si no pueden estar juntos.

Desde el insólito arranque, mostrando los cantos y los exóticos instrumentos musicales de la tradición más remota, hasta, en uno de los desenlaces más hermosos, románticos y trágicos que he visto en el cine, esta película resulta imprevisible, poderosa, lírica, compleja y veraz. La capacidad del director para crear imágenes inolvidables, recrear ambientes, expresar sensaciones con miradas, tonos de voz y pequeños gestos, hacerte vivir la música (desde las canciones populares al jazz, desde el rock a la música clásica), dirigir actores y actrices, lleva la marca del clasicismo.

Y el clasicismo sirve para transmitir emociones universales, retratar un mundo sin que nada falte ni sobre, sentir como algo tuyo lo que le ocurre a unos personajes de ficción. Pawlikowski dedica Cold War a sus padres y ha dado a entender que en su argumento hay muchas cosas que se ajustan a la vida real de la gente que le engendró. Quiero pensar que se sentirían conmovidos con la belleza, la pasión y la tristeza que desprende la película de su hijo.

Crítico de cine