Opinión Bolivia

  • Diario Digital | martes, 23 de abril de 2024
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Microrrelatos hallados en un cajón

El escritor paceño Guillermo Ruiz Plaza publica dos de sus recientes narraciones.
Microrrelatos hallados en un cajón



Cuando el lobo está

Nadie sabe por qué estamos aquí. Los más viejos aseguran que antes, hace demasiados años, vivíamos allí abajo, del otro lado de la niebla. Que antes no se llamaba niebla y que los hombres tenían que levantar la vista para admirarla, que los niños se echaban bocarriba en los campos y podían pasarse horas atribuyéndole formas imaginarias. Hablan de ese paraíso y luego, con una voz en la que abre los ojos un terror antiguo, relatan la feroz invasión, el pánico y la desbandada, la masacre y la escalada mítica de nuestros padres hacia estas alturas providenciales que, desde entonces, son nuestra casa. Recuerdan los pelajes grises y los comparan con torbellinos de nieve sucia asolando la ciudad, desgarrando los cuerpos de los niños y de las mujeres como muñecos de trapo. Y, al escucharlos, nuestros pies resbalan nerviosos en las cornisas y nuestras manos entumecidas se aferran con más fuerza a los tejados musgosos. También dicen que, en los raros instantes en que el sol disipa parcialmente la niebla, se puede entrever allí abajo los pacientes lomos y los ojos fijos y febriles que nos acechan.

La verdad es que a nadie le consta que los lobos sigan allí y, sin embargo, nadie se atreve a bajar. No es el temor al descenso. Es el miedo indecible de algo que está más acá, en nosotros mismos, desde siempre.

De pronto alguien cae. Se oye el rasguño de una teja que se desgaja y, enseguida, el grito de espanto alejándose en el vacío. No importa cuánto tiempo nos hayamos preparado para ese instante. El asombro siempre es el mismo. No hay nombre para lo que sucede entonces. No hay nombre, y nadie mira. Sobre todo nadie mira, y el aire parece enfriarse de golpe, como si nos envolviera el terror de los Primeros Hombres de las Cornisas.

El grito se confunde a veces con un aullido animal, hambriento o triunfante, ¿cómo saberlo?, y no falta quienes lo interpreten como una señal inequívoca de que los lobos siguen allí y se alimentan pacientemente de los caídos.

Desde que el mundo es mundo, honramos a nuestros caídos en silencio. Sin embargo, pasan los días y, poco a poco, todo vuelve a la normalidad. Parece como si ya hubiéramos olvidado. Pero los caídos vuelven a la vida en la voz vibrante de los viejos y en la voz trémula de los jóvenes que se niegan a olvidar y que aprenden el oficio. Así, refieren sus altas vidas. Su preciosa fugacidad. Sus palabras más inspiradas, algunas de las cuales nos alumbran como apariciones súbitas para dejarnos sumidos otra vez en estas tinieblas rasgadas por el viento.

Nadie sabe por qué estamos aquí ni por qué, pese a la sospecha de estar en un mal sueño, nos aferramos al sol, al fugaz sabor de la lluvia, a la intimidad liberadora de la noche, a las limosnas agridulces de nuestra condición, ni por qué llenamos las horas muertas con historias de caídos, repetidas una y mil veces, una y mil veces transformadas. En ocasiones pienso que son esas historias llenas de emoción las que nos permiten vivir; en otras, que son las culpables de que sigamos aquí a pesar de la evidencia: hace demasiados años que los lobos se han ido y, abajo, nauseabundas y reveladoras, solo nos aguardan las ruinas.

La plaga

Un día el Líder Único, harto de disidencias, hizo quemar los libros de las bibliotecas, públicas y particulares, del reino desde entonces huérfano de nombre, y en cuestión de años el vocabulario de los opositores y de la ciudadanía en general se redujo de tal forma que resultaba laborioso, por no decir imposible, alegar lo que fuera contra sus gustos lujosos, sus caprichos infantiles y sus tormentosos humores. Décadas más tarde, el léxico y la sintaxis se limitaban a escasos moldes de repetición para las necesidades básicas de la vida cotidiana. Solo pocas frases, dichas con diversas entonaciones o distintos matices según el contexto, servían para casi todo. Para lo demás, existía el amplio abanico de las señas y el surtidor inagotable de las onomatopeyas.

Fue en plena hambruna cuando corrió la voz de que un anciano de memoria prodigiosa, ya solo temeroso de morir de inanición, trocaba una palabra desconocida por un mendrugo de pan, una expresión íntegra por un plato de sopa y una cita ilustre por una noche al calor del hogar. Fue así como nuevas palabras –o que lo parecían– saltaban de improviso en el mercado como peces resucitados o volaban cual murciélagos románticos en los bares olorosos a cerveza derramada, y conceptos estimulantes se deslizaban en los almacenes entre el frufrú de las ropas, y lo más asombroso, que expresiones burlescas revoloteaban en los pasillos del mismísimo palacio de gobierno, sin que, por el momento, tales señales de subversión llegasen a oídos del Líder.

Por esa época los niños, que no habían conocido el lenguaje, adoptaron la costumbre de escuchar tras las puertas, capturando al vuelo las ráfagas desasosegantes que, envueltas en un clima de clandestinidad y de miedo, surgían de las bocas de sus padres, y no tardaban en incorporarlas a sus juegos y a sus travesuras sin edad.

Pronto se percibió un nuevo clima en el reino. Olía a pan y olía a papel, un aroma discreto que ya se creía extinguido y que embriagaba con su textura rugosa y antigua. Nadie supo cómo empezaron a reaparecer tantos escritos: cartas eróticas que quemaban las manos, cuentos satíricos que movían a una risa maligna, poemas lúgubres o vertiginosos, ensayos chapuceros que, sin embargo, removían las cenizas de un fuego olvidado: el del pensamiento. Los folios salían de sus escondites más seguros, caían como especias exóticas de alacenas desiertas o emergían, bruscos, del agua fétida de las alcantarillas. La gente los recogía, los secaba y alisaba, y luego los ponía a salvo, como para el restablecimiento de un pájaro en pleno período migratorio.

Cuando el Líder se enteró de una parte de estos extraños sucesos, ya era demasiado tarde. En realidad, parecía ser el único que no había disfrutado, ni directa ni indirectamente, de los goces furtivos ni de las vivas inquietudes que el nuevo estado de las cosas suscitaba en todos, incluso en el círculo de sus consejeros más leales –que por eso mismo se cuidaban de preocuparlo–. Desoyendo a sus acólitos más cercanos, el Líder mandó arrestar al mendigo conspirador y el pueblo fue convocado con bombos y platillos frente al palacio de gobierno.

Una gran multitud se aglomeró, expectante, en la plaza principal. Los movimientos de oleaje se detuvieron en seco cuando el Líder salió al balcón presidencial con el uniforme de general de todos los ejércitos y, por un instante, sus insignias relucieron torvas al sol de las tres de la tarde, infundiendo en el gentío un antiguo terror sagrado. Había previsto dar un discurso brioso y aleccionador, el primero en mucho tiempo, recalentando las dos o tres ideas que, repetidas de forma machacona, le habían permitido gobernar sin grandes sobresaltos durante décadas. Acto seguido, ordenaría la muerte del mendigo conspirador, que se ejecutaría en el cadalso levantado en el centro de la plaza –un verdugo encapuchado, con un hacha en las manos, esperaba la orden oficial–, para escarmiento de quienes le habían dado refugio a aquel gusano subversivo, a aquella escoria de la época nauseabunda que precedía su llegada mesiánica.

Sin embargo, cuando el Líder empezó a hablar, todos se miraron perplejos. Hacía mucho tiempo que no lo escuchaban –desde antes, mucho antes, del tiempo en que el aire empezó a oler a pan y a papel– y les pareció que el micrófono no emitía más que gemidos pujantes y balbuceos incoherentes. Apenas, de tanto en tanto, se distinguían una o dos palabras roncas, que antes hubieran bastado para hacerlos temblar –y cómo–, pero que ahora no persuadían a nadie. Sonaban huecas, marchitas, remotas. El Líder, en cambio, saboreaba cada una de sus palabras, se encontraba más elocuente y más ingenioso que nunca en la reformulación de sus viejas y queridas ideas e incluso en la permisividad de algún chiste que, de ordinario, todos le festejaban. La ilusión no duró mucho. Ante la impavidez de sus acólitos y la indiferencia general de la multitud, el enorme rostro sanguíneo, antes tan amado y temido, lució desconcertado y falto de recursos, como un mascarón de proa a punto de estrellarse contra un iceberg.

En un último esfuerzo titánico, estalló en exabruptos furiosos y groserías primarias, y entonces sucedió. Primero fue un rumor crepitante, casi imperceptible, como si una leve granizada se hubiera desatado sobre las calaminas de los tejados, y era que algunos no habían podido contener la risa. Luego se oyeron risas incrédulas y por eso mismo contagiosas –se reían como si no pudieran creer que se estuvieran riendo–, y poco a poco, a medida que el Líder trataba de mantener el aplomo ante lo inconcebible, surgieron aquí y allá ocurrencias burlonas y lisuras criollas, terriblemente irrespetuosas, que atizaron aún más esa risa inicial, espontánea, luminosa, demasiado tiempo reprimida como un vestigio indigno del pasado, y pronto fueron miles quienes se echaron a reír a lágrima viva.

El hacha del verdugo cayó sobre el cuelo mugroso del mendigo, cercenándolo de un tajo, y por unos instantes, mientras la noble cabeza algodonada (¿era posible que fuera la misma que les había procurado tanto placer, tantas inquietudes?) rodaba por el cadalso con un ruido sordo, se hizo el silencio, el mismo silencio que durante tantos años los había envuelto en su mortaja húmeda y helada. El Líder se felicitó de haber dado la orden en el momento oportuno y, cruzándose de brazos, miró a la multitud con un desdén satisfecho. Luego retomó su discurso en el mismo tono de siempre –tedioso, monocorde, balbuciente– como si se supiera a salvo para siempre. Fue entonces cuando se oyó algo así como una música de piedras y de río y el inicio de un temblor, algo sin nombre todavía, y era la plaga de la risa que crecía sobre el reino como un incendio incontenible.

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