Opinión Bolivia

  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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Lo humano en los claustros: una mirada desde la literatura

Una revisión de espacios de la Iglesia católica a partir de las letras nacionales.
Lo humano en los claustros: una mirada desde la literatura



“El que comete pecado, ése es del diablo, porque el diablo desde el principio peca”. (1 Juan 3, 7).

Hoy cuesta mucho trabajo imaginar el rol que desempañaba la Iglesia católica en la configuración del orden social en Bolivia. Por ejemplo, si nos retrotraemos a comienzos del siglo XX, nos toparemos con una rígida Iglesia que “cumplía” el mandato divino de consagrar a los fieles creyentes a través de los sacramentos, inculcar los preceptos cristianos, concebir un culto dogmático al creador y, por supuesto, inmiscuirse en la esfera pública en nombre de Dios. A pesar de este sometimiento paradisíaco, hubo espíritus críticos que cuestionaron el orden establecido mediante artículos de prensa, la ensayística, la novela y el cuento, cuyo fin fue hacer evidente las virtudes o defectos de la naturaleza humana dentro de las instituciones religiosas.

Muñoz Cornejo, el hereje excomulgado

En este sentido, es ilustrativo el caso de Humberto Muñoz Cornejo (1887-1959), quien escribió varios artículos de prensa con tinte anticlerical. Posteriormente, recogió sus escritos periodísticos en los libros Páginas de combate (1910) y Así hablaba Zaparrastroso (1911). La Iglesia siguió de cerca cada nota de Muñoz Cornejo. Al sentirse vilipendiada por la pluma del apóstata, el vicario capitular de La Paz, José Domingo Bavía, comunicó la excomunión de Muñoz Cornejo, mediante decreto clerical del 2 de diciembre de 1910. Este hecho nos ofrece algunas pistas de la fuerza normativa que ejercía el clero en una época en la que predominaban las ideas liberales, positivistas, modernistas y naturalistas.

Un cuento sobre lo mundano en los claustros

En la segunda década del siglo XX, el escritor y diplomático Alberto Ostria Gutiérrez (1897-1967) publicó el libro de cuentos Rosario de Leyendas (Ed. Marineda, Madrid, 1924), prologado por el pensador mexicano Alfonso Reyes. Uno de los relatos de Ostria Gutiérrez tiene el sugestivo título de “Sor Ana María”. La historia tiene como protagonista a una hermosa mujer que fue obligada a ingresar al convento de las Mónicas. En sus dos años de permanencia, las paredes “celestiales” deterioraron el espíritu de Sor Ana María. La joven religiosa se convenció de que las monjitas que parecían “hechas sólo a la bondad, la resignación y la virtud”, “no pasan de ser mujeres vulgares, ignorantes, malas, verdaderas fantoches que no se cansan de repetir –sin pensar– las mismas oraciones incomprendidas, las mismas plegarias sin sentido”. A consecuencia de ello, la novicia pudo evidenciar que no existía diferencia entre el mundo religioso y el terrenal. Mientras las virtudes se achican, crecen los defectos humanos: odio, envidia, lujuria y perversidad.

Las conductas muy humanas dentro de la Iglesia empujaron a la religiosa a aislarse de sus hermanas en Cristo. “Pasan los días, pero pasan muy lentamente (…). Sor Ana María se cansa de rezar y entonces acuden a su mente los recuerdos, los ensueños, hasta los malos pensamientos”. En la soledad de su lecho la novicia “mira su cuerpo y lo encuentra muy bello. Entonces reniega de su hermosura. ¿Para qué le sirve su hermosura? ¿Quién la ve, quién la admira, quién la desea?”. Su belleza se convirtió en su tormento, tanto así, que caviló la idea que en el claustro todas las mujeres envejecen rápidamente por falta de vida de la carne.

A fines de diciembre, el convento organizó una fiesta religiosa para celebrar la llegada del Año Nuevo. Uno de los atractivos principales de la misa fue el coro, en donde Sor Ana María coreaba melodiosas alabanzas al creador. Un oficial que estaba cerca del orfeón no perdió de vista a la novicia. Al terminar la misa se contacta con la mandadera del monasterio –le paga unas cuentas monedas– para acercarse a la devota creyente. A partir de esa noche “hay un hombre que entra en el convento de las Mónicas aprovechándose de una escala”. Por largo tiempo acompañó la suerte a los amantes. Pero, una de esas noches la Madre Superiora descubrió el acto pecaminoso. El cuento finaliza con la huida del amante y la esperanza de Sor Ana María de encontrarse con el hombre que le prometió algún día volver: “Espera, espera todos los días, espera siempre. Espera… ¡Pobre Sor Ana María!”.

La crisis generacional de la Guerra del Chaco

El ambiente sociopolítico postguerra del Chaco (1932-1935) fue una vertiente de inspiración de ideas socialistas, nacionalistas e indigenistas que fueron trasladadas al campo literario, sociológico, artístico y político. Todo este proceso culminó con la toma del poder del Movimiento Nacionalista Revolucionario en abril de 1952. Pero en esos agitados años hubo pequeñas rupturas en el campo intelectual. Es así que se puede mencionar, por ejemplo, a la novela Los amores de Sor Demonio. Fragmentos de la vida de una monja y un cura (M. y C. de Gamarra editores, Oruro, 1943), escrita por José Liborio Vargas. Los escasos datos biográficos indican que Vargas nació en Cochabamba en 1903 y falleció en la misma ciudad en 1974. Según manifiesta el escritor Augusto Guzmán, Vargas trabajó como agente de comercio. En el campo literario llegó a publicar –además de la novela mencionada– los poemarios Luz y Esperanza (1960); Cantos de amor y dolor (1969); y El caminante y el Illimani (1974).

Una novela anticlerical

En el proemio de la novela Los amores de Sor Demonio, Liborio Vargas manifiesta que “este libro no es producto exclusivo de la fantasía; el autor ha recogido un fragmento de la vida y ha copiado con fidelidad que el arte permite, escenas, paisajes morales y tipos del ambiente social y los presenta hoy a la luz de la verdad, despojando a las primeras de sus galas mentirosas, a las segundas con sus bellezas, si las tienen, y con sus miserias y a los últimos con su auténtico gesto de hipocresía”.

La novela tiene como inicio a dos religiosas que llaman a la puerta del personaje Juan José para pedir limosna. Ese encuentro casual dio paso a que una inesperada tarde una de las monjas vuelva a la casa de Juan para ser escuchada: “Quiero referir a usted la historia de mi vida, una historia simple, quizá vulgar, pero triste (…). Mi nombre es Vicenta, pero en el convento me llaman con el de Agueda, que es el que me impusieron de acuerdo a las normas religiosas de la orden. Quedé huérfana muy niña y acogida al abrigo de mis tutores, un hogar humilde, un matrimonio de gente inculta sin aspiraciones ni fervores (…). Cuando cumplí mis siete años mis tutores para librarse de una niña melancólica me internaron en la comunidad para que al llegar a la edad juvenil profesase la vida de religiosa y viviese retirada del mundo y sus adversidades; para ser una llama viva de amor, consagrada a Dios”. La joven monja no se cohibió en relatar su vida dentro del convento que la caracterizó por tener “muros espesos” y una “estructura arcaica”. Estos espacios “divinos” a decir de la monja guardan secretos terribles.

Por la mente de Sor Agueda pasan fragmentos de los confesionarios. Según la monja, el confesor realizaba preguntas que hacían vibrar de pavor su carne. “Me arañaron la médula y me dieron la sensación de que mi conciencia caía aun abismo abierto”. Por la noche, en sus aposentos, la novicia sentía la “la tentación de conocerse, de mirar su cuerpo y palparse…”. Estos relatos muestran la pugna interna entre la santidad y la tentación atribuida al demonio. La religiosa llegó a confesar a su interlocutor: “Yo sé que no estoy hecha para la vida conventual, deseo una nueva vida, un poco de afecto y otro poco de sol en el alma”.

La historia de Sor Agueda conmovió a Juan José, quien decidió protegerla en casa de una anciana viuda. Pasado un tiempo, la amistad y el cariño se fue afianzando entre sus protectores y la exmonja, y cada que podía ella se desahoga recapitulando los “hechos delictuosos cometidos por los más fervientes católicos, simuladores de la santidad y condecorados por el Papa, cometen atrocidades y los frutos de sus milagros quedan en el arroyo para que un alma verazmente caritativa los recoja y los eduque; santones que dejan que las mujeres víctimas de sus concupiscencias perezcan en los hospitales o en cualquier parte”.

“De las penumbras del claustro a la luz de la vida” es como la exreligiosa denominó a esta nueva etapa de su vida, cargada de ilusiones y esperanzas. Pero una tarde apareció en el taller de la viuda el exconfesor de la hermana Agueda acompañado del reverendo padre Daniel. A partir de ese día frecuentaron las visitas de los dos sacerdotes a la casa de la anciana, bajo el pretexto de recapacitarla para que vuelva al santo redil la oveja descarriada. Dentro de poco se presentó solo el joven clérigo, llegando a pasar varias horas con la muchacha hablando del amor de Dios. Esos encuentros íntimos hicieron que floreciera deseos libidinosos: “La exmonja, sea porque todavía ejercían sobre su voluntad el imperio de las sotanas, sea porque era débil de carácter, no se sentía con fuerzas para su contrariedad ante el clérigo”. Es así que los amantes decidieron fugarse para consumar sus deseos de la carne.

Después de un tiempo este hecho fue denunciado por Juan José al Ilustrísimo Obispo. Y este le respondió: “-¡Cómo es posible, Dios santo, que este infeliz, recién ordenado cometa atrocidades semejantes con una… mujer, por una pecadora! Si ha llegado a tales extremos quiere decir que no tiene vocación. ¡Está siguiendo el camino de Lutero!”. El obispo para apaciguar la inquietud del denunciante, le pidió que deje el caso en manos de la Iglesia. “Además pediré a Dios que me ilumine para no equivocar mi severo juicio y la sanción que esa conducta depravada merece”. Según refiere la novela, el obispo, a fin de atenuar los comentarios que habrían de dar mayores proporciones de escándalo, determinó alejar al padre Daniel y refugiarlo en un alejado pueblecito del altiplano mientras la hojarasca levantada en torno al acto pecaminoso –por el viento de la murmuración– cayese al olvido para ocultar una vez más las desnudeces del clero.

La necesidad de un debate

Los relatos señalados se adscriben a las rarezas de la bibliografía boliviana. Se trata indudablemente de una literatura polémica y poco difundida. Posiblemente, estos trozos literarios produjeron alguna molestia al clero y a la sociedad conservadora de su época. Pero no llegaron a generar un debate profundo por parte del sector universitario, intelectual y político. Los escritos de Alberto Ostria Gutiérrez y José Liborio Vargas tienen el valor de poner el dedo en la llaga, denunciando la existencia de una doble moral anidada en los claustros eclesiásticos, siendo este aspecto altamente cuestionable por la prevalencia de un carácter santurrón por parte de algunos predicadores del “Bien”. Es necesario, entonces, discutir acerca del verdadero rol de la iglesia en la actualidad y en qué medida continúan arrastrando las viejas y enraizadas denuncias de los hombres y mujeres con sotana.

Literato - [email protected]