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  • Diario Digital | martes, 23 de abril de 2024
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[EL NIDO DEL CUERVO]

El color del oro

El color del oro
Amarilla como los pétalos de un girasol, luminosa como los rayos del sol y dorada como el oro, hay una edad que refulge entre muchas otras, y a la que sin duda reconocemos de inmediato. Nuestros sentidos difícilmente ignoran su belleza, y siempre que pasa cerca recordamos el tiempo que vivimos en ella, el cual, según nos cuenta el poeta Hesíodo, es, sin margen de discusión, el más dichoso en que pudimos habitar. Miles de recuerdos de aquel período afloran y son ubicados bajo la rótula de la idealidad. Cosas tan simples como inanimadas componen nuestra edad de oro: personas y animales, frutos y plantas, huertas y jardines, columpios y colores, palabras y canciones, sonrisas y habitaciones; todas reunidas bajo una única luz, alcanzadas por la candidez amarilla, pálida y viva, de un tiempo que revolotea en el ático de nuestra memoria.

Si no fuera por la edad de oro, me contaba mi querido profesor, no tendríamos mucha noción de las demás edades, que Hesíodo recoge en tres categorías: la edad de plata, la edad de bronce y la edad de hierro. De manera análoga, si no supiéramos de lo perfecto o lo infinito no reconoceríamos lo imperfecto ni lo finito. Los días felices de la edad de oro acompañan nuestros pasos diarios en el recorrido de las demás edades. Estamos repletos de aquel amarillo, locuaz y parlanchín, que parece habitar en nuestros cuerpos, el que cargamos a cuestas no importa adónde vayamos, el que se aferra a nosotros decidido, atado a nuestros corazones, compañero de días, la mochila que siempre llevamos al hombro sin dolor, el arma secreta ante los precipicios que a veces no vemos, un paracaídas de resguardo, por si el viaje no va bien; la edad dorada ha dejado su impronta en nosotros como un estigma que siempre acarreamos y del que no es ya imposible e indeseable huir.

Pero la melancolía rodea a la edad de oro. Aquella época paradisíaca nos recuerda constantemente su lejanía, perdida entre años, meses y días. Ida para siempre, las otras edades, sucesivas a ella, aparecen ante nosotros disminuidas. Nuestra mente aletea ante el recuerdo áureo. Sólo él parece inundar, en última instancia, nuestras preferencias. Sin embargo, no por ello despreciamos a las demás edades, y no minusvaloramos entonces el bronce ni la plata ni el hierro por la existencia del oro sino que sonreímos al ver reflejada la luz dorada sobre ellos, que, omnipresente, acoge a todos los tiempos en su regazo, con sus brazos largos e infinitos, capaces de abarcar cualquier número de historias. La edad amarilla, pues, camina constantemente con nosotros, aunque no siempre la notemos en nuestros alrededores; fantasmal y silenciosa a veces, ruidosa y estrepitosa otras, y, otras tantas, ni bulliciosa ni recatada sino algo entre ambas.

Cogidos del brazo, dos niños celebran, sin saberlo, la edad de oro. En la manecita libre, un hermoso girasol pende para ella de parte de él. Ella, sin sospecharlo, camina dichosa prendida de su antebrazo, y su cabellera larga y dorada resplandece con el sol de verano, imitando el color de los días bonitos y en combinación con el del regalo secreto. De este modo recrea José Martí la edad de oro, la imagina y aviva, inspirado quizá en el poeta Hesíodo, cuya historia presente en Los trabajos y los días es sin duda la más conmovedora y apasionante para el género humano, pues le recuerda que el paraíso existe o existió, o, tal vez, simplemente que existirá.

Filósofa - [email protected]