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LITERATURA

Brandy cocktail, Hilda Mundy

Tres textos de la columna “Brandy cocktail”, de la escritora Hilda Mundy (Laura Villanueva). Este espacio de la escritora vanguardista se publicó en el diario La Mañana de Oruro, de octubre de 1934 a noviembre de 1935. Todos estos textos están recuperados en el libro Hilda Mundy. Obra reunida, publicado por la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia, BBB.
Brandy cocktail, Hilda Mundy



[24-2-1935]

Después de unos días de gris y frío, ¿no habéis sentido más cariñoso al sol?

Luego de la tenebrosidad de una tormenta, ¿no es más bellamente apacible la calma del ambiente?

— Sí. Verdad que sí –contestaría alguno con certidumbre–. Y en la veracidad de la repuesta yo encontraría la de mi pensamiento.

Porque de modo idéntico mis artículos desaparecieron en uno como desleímiento químico, sin dejar en la atmósfera ni un poco de su espíritu.

Y después de haber pasado por la transición de una neblina densa, reaparecen.

¿Sabéis cómo? Más serenos, más límpidos… tan límpidos que tienen la serenidad de un cielo de cobalto puro.

Algunos fieles lectores –lectores viciosos y caseros de mi Brandy cocktail– sentirán al leerlos el gusto mismo que deja el aperitivo favorito después de unos días de forzada abstinencia.

¿La sensación?

Paladear la gloria del cielo en un cobijo brillante de cristal… sentir florecer el ámbar del vino en el ansia infinita de los labios resecos… y experimentar en la cabeza el vacío, la grandeza misma, el redentor mareo.

Convengo que lo más razonable será que haga mutis y salga por la puerta del foro. Estas reseñas evocativas no debiera evocarlas al público temperante y enfermo del estómago.

Por ello, ligeramente paraguaya, avanzo al límite y delimito (fijaos en mi chiste cacofónico) la ruta que seguirán mis pequeños artículos.

Serán “estuchados” en envoltura moderna.

Ensartarán ingeniosamente el ambiente.

Y pasará por método de proyección chinesca la vida que vivimos con dimensiones grotescas.

Aunque siento no poder ofrecer al público lector la blandenguería netamente femenina y pudorosa que hace a las chiquillas tan atrayentes… y tan simpáticamente tontas…

[14-6-1935]

En la liviandad frívola de mi estilo no debería hablar de problemas profundos.

Para mi visual de poco voltaje no son las corrientes de las ideas grandes. Pero siento un cosquilleo intenso que me impele a escribir, a escribir, no como ayer, bajo el límite responsabilitario que exige la hora. No. Ahora siento libertad de voz, de pensamiento, de acción.

La época trepidante y enfurecida de guerra pasó como una alba roja que diluye sus tintas en una sucesión de luz tranquila. Lógico.

Ya que las fieras huyeron despavoridas al fragor del combate, los hombres, animales de una domesticidad reconocida, debieron dejar cuanto antes sus viviendas de muerte y restos fúnebres.

La noticia de la paz no pudo serme más grata. Me alborocé. Hasta pensé en un resurgimiento vivificante, en un campo propicio de doctrina nueva, pero tuve la reflexión de esconder mi alegría entre las cuatro paredes de mi escritorio.

No era muy razonable debutar en el tablado de la Plaza Central, a luces de farándula de improviso, cuando se tiene el alma de luto por la efusión de tanta sangre hermana derramada en el Chaco.

No se desea tonos discursivos cuando se tiene la prueba palmaria de que la acción distó mucho de la palabra desde el principio de la campaña. No se chilla de alegría por las calles cuando se columbra el fin de nuestra lucha estéril de tres años, fin que no abrigó ningún pecho patriota el 32.

Música, jolgorio, bulla de muchedumbre atroz, cuando mil, dos mil, tres mil madres sienten el acre sabor de unas lágrimas por el hijo que nunca ha de volver.

Mascarada. Esbozo alegórico que habría pintado un segundo Durero. Un esqueleto equilibrando sus muñones en unas muletas y pisando con ademán trágico la fórmula de paz. Una pintura amarilla de infinitos cráneos desnudos y horrificados sobre la que se despliegue la oriflama de una bandera blanca, mientras las dos ciudades menguadas con las lacras que dona la guerra festejan locas el advenimiento de la paz, no con el recogimiento y serenidad por norma, sino con epilepsias de zarabanda.

He ahí todo. Alegría que brinca por las calles cuando un ejército de mutilados, de tullidos, de ciegos tienen en sus cicatrices la deuda nacional.

[8-11-1934]

¿Estás de buen humor, monino lector? ¿Sonríes? ¿Cantas? ¿La franqueza de la risa toca en el teclado de tus dientes? Me conviene saber los detalles de tu carácter. Así podré exactamente acomodarte un tema de charla.

Me dices que sí en la retina de tus ojos. Bien. Antes te invitaré un cigarrillo. Aquí tienes. Manufactura nacional Iron Duke. Por deferencia voy a acompañarte, pero no como esas chiquillas que fuman por moda y con gracia para hacer luego feísimos gestos de desagrado tras la cartera… No. Yo prendo el acicate del vicio con el fósforo.

Y canto al cigarrillo que enseña a la humanidad a ser generosa. Fíjate cómo nos deifica con su diadema de humo mientras él se consume y muere.

Por límites de tabaco se encuentran demarcadas las horas trascendentales del hombre.

En la catástrofe de tu advenimiento, tu padre para atenuar su nerviosidad dolorosa y su inquietud fumaba un cigarrillo. Su primer beso a ti tuvo el olor acre y fuerte de una marca de moda hace 25 años.

Después, infantil y rollizo, tú también fumabas, fumabas la golosidad de unos cigarros de menta.

Cuando la adolescencia te arrancó de esta época abriéndote sus puertas, comenzaste a vivirla en el primer cigarrillo auténtico.

Bautizo de tu varonía cabal.

Ya joven y conquistador a cualquier hora, a cualquier minuto, cuando te veías cohibido y ridículo ante un avance de mujeres pícaras, está aguardándote la cigarrera fiel para darte personalidad, elegancia, desenfado.

Luego, cuando te acercaste trémulo a la mujer amada. Y la intensidad de tu amor te paralizaba la palabra. Solo un cigarrillo disimuló tu emoción.

El día de tu boda, atolondrado por las burbujas de champaña, te acogiste con buenos amigos a la penumbra del fumador, eternizando tu dicha en humo azul.

Y así, en toda la medida de tu júbilo y tu desengaño, siempre una boquilla dorada y suave sobre tus labios cantándote la canción feliz.

Y quién sabe, cuando la vida se te escurra como agua de entre el hueco de las manos, un cigarrillo, antojo postrero, te dé su paz y su alma geométrica en espirales de humo.

Escritora orureña