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El rojo sabor del amor

El rojo sabor del amor
Tanta vida yo te di, que por fuerza llevas ya sabor a mí

Álvaro Carrillo

Si me preguntan a qué sabe el amor, lo primero que invade mi boca es una sensación ligeramente alcalina, ligeramente dulce, ligeramente alcoholada, envuelta en un coqueto abrigo rojo con sabor y aroma a canela, a clavo de olor y a vino. La descripción de esta sensación, producto de un postre, puede ser la misma, palabra por palabra, para referirme también una serie de besos cargados de pasión. Y me sorprende que el amor, en ambas formas, tenga el mismo sabor.

Junto a esa sensación gustativa, se suma la deleznable textura de burbujitas de tapioca, reventando a cada mordida. Pequeñas bolitas semitransparentes, teñidas de un rojo, quizás tirando suavemente a lo rosado. Porque si el sabor del amor es el de un postre de tapioca con vino y especias, su color definitivamente es el rojo.

Rojo como la sangre que corre a torrentes violentos por el cuerpo cuando la emoción dispara, llenando cavernas, sonrojando el rostro. Rojo como el corazón que bombea infatigable, retumbando como batería de músico de jazz al oír el son de la risa del ser amado. Rojo como la casaca de Wilstermann metiendo los cuatro goles necesarios para igualar a Vasco da Gama en el partido de vuelta en la Libertadores, para luego descalificarse por penales.

Si me preguntan por el nombre del postre en cuestión, responderé que no tengo la más pálida idea. Lo probé una sola vez en mi vida y desde entonces lo llamé, secretamente, amor. Este platillo, junto a un muy privado diccionario que cifraba un universo de lenguaje para dos personas, fue el regalo de cumpleaños que recibí de la mujer que amé, un remoto noviembre del 2013.

Era un sábado. Después de despachar unos trabajos pendientes, tomaría el auto, la recogería de su casa y nos dirigiríamos al pueblo de Huatajata, a orillas del lago Titicaca. El plan era llegar a la hora del almuerzo para comer trucha, mi pescado favorito, en uno de los restaurantes construidos a orillas del lago, como puertos o muelles. El restaurante que buscamos en particular pertenecía a la familia de un suboficial de la Armada (el restaurante está a menos de 15 minutos del Batallón de Infantería de Marina de Chua), en el que ambos, de manera separa, ya habíamos comido antes.

El restaurante ofrece truchas fresquísimas, preparadas de diversas maneras, siendo la tomatada y la trucha al ajillo mis preferidas. Casi todas las opciones de preparado se acompañan de una ensalada de verduras cocidas, una porción de blanquísimo arroz graneado, y papas fritas, cortadas en pedazos más o menos grandes.

El viaje en la carretera fue más que ameno, conversando sobre absolutamente todo, como lo hacíamos desde el primer día que cruzamos palabras, algunos años antes. Charlábamos intentando construir sentidos o llegar a revelaciones poéticas. Entonces ambos teníamos aspiraciones a lograr algo con el acto de escoger palabras, juntarlas y escribirlas. Creo que aún tenemos algo de esa inquietud.

La conversación sólo era detenida cuando cantábamos a voz en cuello estribillos de canciones de Mumford and Sons, que escuchábamos a todo volumen. Algunos versos, los dulzones, eran entonados con miradas cariñosas y sonrisas coquetas. Disfrutábamos mucho de ese grupo británico, que era parte de nuestro lenguaje común desde que, algunos años antes, en un viaje a Cochabamba, ella compartió sus audífonos conmigo mientras estábamos en un bus, en la oscuridad de algún lugar altiplánico, con mi cabeza en su hombro y sus besos ligeros y amorosos en mi frente.

Después del almuerzo ella sacó de su mochila los regalos: el susodicho diccionario, que fue el hogar de lenguaje que habité como fantasma después de que ella se fue, y el postre de tapioca, vino, especias y amor.

Al regreso, en la ciudad, tuve el único festejo cumpleañero que organicé en mi vida. Y fue un fracaso. Fueron únicamente dos amigos invitados que se conocieron ese día y hoy comparten un amor envidiable. Y está bien. Agradezco mucho que no hayan estado todos los invitados. Uno en particular.

Años después de que la relación terminó, ella perfeccionó su trabajo en la cocina, llegando a experimentar y desarrollar recetas alternativas y altamente creativas. Desde entonces aprendió a expresar su cariño con la comida que preparaba. Yo sólo pude probar, de sus manos, aquel postre. Ella lo hizo pensando en todas las cosas que me gustan, las especias de mi preferencia, mi locura por la canela, mi afinidad irracional por el rojo, la divertida sensación de la tapioca (una fécula de yuca) reventado en cada mordida.

No volví a probar su cocina. Pero el tiempo que estuvimos juntos ella me instruyó en las reflexiones sobre la comida. Aquellos años yo era un universitario sin muchos ingresos, pero procuraba ahorrar para tener una o dos salidas al mes a algún lugar bonito, que íbamos descubriendo y mapeando. Junto a los lugares, cocina rica. Yo, como buen cochabambino, siempre fui de buen diente, y tuve toda la vida una relación con la comida que va más allá de la alimentación. Pero yo tenía eso dormido, era algo sobre lo que no había pensado ni propuesto sentidos. Y ella me enseñó a hacerlo.

La mujer que amé me entrenó para entender la comida. Y siempre, siempre, motivó mi escritura. En cierto sentido, sino es en su totalidad, este ejercicio de memoria y gastronomía, esta columnita, es fruto de lo que ella sembró hace ya varios años. Y siempre le agradeceré aquello.

No volví a saborear el amor, y aún si intentara replicar yo la receta siguiendo las instrucciones que ella me dio, estoy seguro que no me sabría igual. No tendría el sabor fundamental de los besos escondidos.

Escritor – Twitter: @luisca_sl