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La forma imitada del agua

Nuestro columnista invitado mira con desconfianza una de los filmes más laureados de la temporada de premios 2018. La forma del agua se exhibe en salas locales, al menos hasta el próximo miércoles.
La forma imitada del agua



Es difícil escribir sobre Guillermo del Toro y tratar de ser objetivo o crítico al mismo tiempo, peor aún si uno es consumidor goloso del cine de fantasía o sci fi. El gordo Guillermo ha contado historias de verdad fascinantes, ha dirigido maravillas del calibre del Laberinto del Fauno (2006), Cronos (1993) y El Espinazo del Diablo (2001). Ha apoyado la producción y asesorado la realización de los tres films de El Señor de los Anillos, dirigidos por Peter Jackson y que son, muy posiblemente, las mejores adaptaciones de la historia, desde la literatura fantástica al cine. En los últimos años, sin embargo, la fue tarreando poco a poco con cositas del calibre de Pacific Rim, La Cumbre Escarlata y otros títulos tibios que –a pesar de venderse muy bien- no han hecho mucha gracia ni han sumado nada trascendente a la trayectoria del director.

Como en varios otros casos, algunos culpan de estas recientes negligencias al coqueteo y posterior reclutamiento de Hollywood, en cuyas redes se menean la gran mayoría de los directores contemporáneos. No obstante, en ese estrechísimo mundo plagado de glamour, luces y escapismos varios, Del Toro también adaptó la vida de otro personaje fascinante: Hellboy, el demonio apadrinado por humanos que fue creado para el cómic por el genial Mike Mignola.

Del Toro dirigió una primera adaptación del Niño Infernal, basándose en sus orígenes dibujados y rescatando el tono “lovecraftiano” del argumento; lo hizo de forma por demás sobresaliente, demarcando un estilo propio pero sin descuidar el expresionismo, el humor taciturno y los tintes de cine negro que son característicos del cómic homónimo. Realizó después una segunda película, en la que entretejió varias historias cortas para armar un gigante, que –por primera vez en la historia de Hellboy- convocaba a elfos, gigantes arbóreos, hadas carnívoras y otros seres de los que Mignola apenas había hecho mención.

Entre los personajes de Hellboy que más apasionó a Del Toro, y específicamente de la serie del BPRD (Agencia para la investigación y el desarrollo paranormal), estuvo siempre Abraham Sapiens. Una “ictio criatura”, producto de los cuentos del Ciclo de Mitos de Cthulhu (H.P. Lovecraft), que nos recordaba a Dagon y a sus congéneres. Un hombre-pez-sapo que –a diferencia de los viscosos caníbales de Lovecraft- gustaba de la buena literatura, la música clásica, la mitología y, claro está, los huevos podridos, crudos o cocidos.

Abraham Sapiens es entonces, y como ya verán en la última película de Del Toro, un protagonista de alias, figura y alma plagiadas.

La Forma del Agua (2018) nos cuenta la historia de una chica que no puede hablar, que tiene un amigo gay, ancianito y pintor de publicidades y pinups; una intrépida colega de trabajo con la que llevan a cabo el aseo de un misterioso laboratorio de los 60s; y un amante Abraham Sapiens que nos recuerda tanto al cómic de Mignola cómo al monstruo escamoso de un relato de Alan Moore, que se llama Neonomicón y que involucra sexo explícito (sazonado con algo que es imposible llamar amor), oscuridad, mutilaciones varias, crítica a la burguesía contemporánea y, además, el fin del mundo.

Sin entrar en complots tan sinuosos y terribles como los de Moore y, al contrario, empapándose de la miel artificiosa que caracteriza a Hollywood, Del Toro nos trae un film que es considerado por muchos como “innovador” para el género del terror, y –por la academia- como un seguro candidato a una granizada de Oscares que seguramente le caerá encima este año. Más que ser un cuento de terror, empero, el film es una mezcla de scifi con steampunk. Al mismo tiempo tiene algo que muchos valoran (y yo lastimosamente considero despreciable en todo sentido y extensión): un aromita a musical hollywoodense, con todas sus fantasías all american, aleladas y dignas de olvido.

En varias entrevistas posteriores al estreno, Del Toro ha defendido su obra como un “cuento de amor” sobre todo, en el cuál –según él y uno que otro chupamedias- ha empleado todo su talento narrativo, para enfrentar a un público descreído, desilusionado y agrio, que ya no ve las pomposidades de la era dorada del cine como creíbles o emotivas.

Pensando en que, hace muy poco, esa porquería llamada La La Land tuvo tanto aplauso, premio y sonaja, creo que el argumento de Del Toro se va por el mismísimo caño que su criatura viscosa. Y es que, lastimosamente, al público en general todavía le gustan estos confites cursilones, donde ya no importa siquiera el final triste o feliz, si no la zalamería empachada de cada escena y diálogo. Puaj.

Hay, pese al edulcorante, aspectos a rescatar del film: el compromiso profeso de Del Toro al cine fantástico, al cómic y a las historias pulp de los 60 y 70; un erotismo osado que oscila entre el porno soft, el onanismo y la sardinofilia; un homenaje y rescate explícito del cine B monstruoso censurado, prohibido, infravalorado desde hace décadas y que fuera el germen del amor al cine para muchas personas (principalmente abuelitos pervertidos) y una historia que –pese a lo simplona- da ganas de ser vista.

Es casi inevitable que La Forma del Agua se convierta en película de culto, cuando en realidad lo que debería haber convertido Del Toro en culto es a Hellboy y su agraciado ejército de aliados, sin copiar casi al pie de la letra las imaginaciones de Mignola para promover personajes ajenos como propios. “En realidad se parece más al monstruo de la peli esa, la antigua de la Laguna Negra” dijeron ya algunos condescendientes, pero es notorio que, muy en el fondo de su esclerótico corazón, Del Toro sabe qué y cómo hizo para imitar las formas del agua.

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