Opinión Bolivia

  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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El cementerio de elefantes en la literatura boliviana

El autor pone en duda la “paternidad” del relato del mítico tugurio paceño y abre la siguiente interrogante: ¿hay plagio de Víctor Hugo Viscarra o es una realidad latente; es decir, una constelación humana extendida a través del tiempo?
El cementerio de elefantes en la literatura boliviana



La literatura marginal o minimalista –según sus aficionados– tiene un humus de profundidad e irradia el aura de la clandestinidad del submundo urbano. Este fanatismo es compartido por algunos periodistas, catedráticos universitarios, profesores de colegio y espíritus acríticos que buscan vislumbrar las profundidades de las noches paceñas a través de los textos de Víctor Hugo Viscarra (1958-2006). La fascinación por este personaje hizo que sus partidarios lo apodaran como el “Bukowski boliviano”, el “Viskarrowski” o el “narrador de los márgenes”.

Uno de los relatos que alcanzó cierta celebridad en el imaginario social es el crudo relato intitulado “El cementerio de los elefantes”, (parte del libro Borracho estaba, pero me acuerdo: Memorias del Víctor Hugo, publicado el año 2002). Según la leyenda urbana, el cementerio de los elefantes está situado en la zona de Tembladerani. En este punto geográfico de La Paz se encuentra “la mayor cantidad de cantinas que venden los tragos más infames”. Esta tétrica habitación tiene poca iluminación, no hay música, carece de alegría y solamente hay un balde de licor, en donde el alcohólico repite monótonamente el ritual hasta fallecer. A decir de Viscarra, “gran parte de los cadáveres que la Policía recoge en la zona, a causa de intoxicación alcohólica, son sacados en la madrugada de este traguerío y arrojados a alguna callejuela alejada para que sean recogidos por la furgoneta de homicidios”. Este mito urbano fue atribuido apaciblemente al “Bukowski boliviano”, pero al rastrear un poco la historia minimalista, uno puede encontrar antecedentes y poner en duda la presunta autoría de Viscarra.

En la década del 80, el escritor Jaime Nisttahuz publicó el relato El cementerio de los elefantes en el suplemento Presencia Literaria el año 1984. Seguidamente, Nisttahuz recogió la narración en el libro Fábulas contra la oscuridad (Offset Millán Ltda., La Paz, 1984). El poeta Nisttahuz describe la ceremonia existencial de un alcohólico en el cementerio de los elefantes: “Buscas una piedra para golpear la puerta. Todo tu cuerpo es un árbol sacudido por el deterioro. Abre una gorda que huele a cebolla. Entras. El canchón parece mirarte de costado con su hilera de cuartos empuñados por candados. La mujer te pregunta si has ido solo. Le responde moviendo la cabeza. Te lleva hacia de los cuartos (…). Adentro enciende una luz difusa. Ves, como entre gasas, una silla, un camastro y un bote de lata al rincón (…). El estuco de las paredes tiene un color sucio, el piso de tierra huele a orines. (…), entra la mujer con un balde pequeño de alcohol aguado y un jarro de aluminio. Le pagas. Sale y escuchas el clic del candado. Hundes el jarro en el balde, y con la mano temblando lo sacas lleno, para vaciártelo desesperadamente cloqueando la garganta. El calor de la bebida va derritiendo el hielo que hería tus visceras”.

Como se puede advertir, el relato “El cementerio de los elefantes” es semejante en su trama al mito urbano adjudicado cómodamente a Viscarra y sólo varía sustancialmente en su epílogo: “No era tu hora. Qué más puedes hacer si te sientes alegre. Tendrás que decirle además, convencionalmente que otro día vas a volver. O tal vez no sea necesario que le digas nada, porque tal vez mueras sin saberlo y no tengas oportunidad de llegar hasta este lugar con tus propias fuerzas”.

Por esos mismos años, el escritor René Bascopé Aspiazu (1951-1984) describió de forma fragmentaria el cementerio de los elefantes en su novela póstuma La tumba infecunda (Editorial Los Amigos del Libro, 1985). Los recovecos narrados por Bascopé nos conducen a la mítica casa llamada el cementerio de los elefantes, “era una prolongación misteriosa de la ciudad dependiente de ella sólo por un puente de madera gastada que cruzaba el riachuelo sin agua (…). A la casa llegaban los miembros de la logia de vagabundos que sentían próxima la muerte y, alguna vez, los cansados de la vida que veían en el cementerio de los elefantes la forma más digna y al mismo tiempo libre de acabar sus días”. Una vez dentro el cuarto oscuro se produce la litúrgica monótona de siempre, uno compra un balde de aguardiente y en su soledad bebe y bebe: “Nunca se supo cuánto duraba el ritual, pero la mujer sabía que a los siete días debía abrir la puerta y, luego de constatar la muerte del habitante, esperar la llegada de los funcionarios del anfiteatro del Hospital General que, acompañados con estudiantes de medicina ávidos de conocimientos, recogían el cadáver para llevárselo, radiantes de alegría, en una camilla sucia y envuelto en un sudario de color impreciso”.

Además, Bascopé nos conduce a otra leyenda urbana poco conocida: El cementerio de los fetos. Este panteón se originó a raíz de los abortos de las prostitutas, “las mujeres habían guardado todos los fetos engendrados hasta ese entonces, amontonados en botellones de formol (…). Incapaces de animarse a enterrar siquiera uno de ellos, conscientes de que todos estaban protegidos por la sombra del querubín del altarcillo”. Después de algún tiempo, el personaje Constantino Belmonte tuvo un inquietante sueño, esto lo llevó a fundar el primer cementerio de los fetos detrás del lenocinio El Castillo, “colocando 83 tumbas en un orden riguroso, cada una con su cruz metálica y su nombre de pila, en sendas ceremonias nocturnas en las cuales las madres frustradas lloraban y se tiraban de los cabellos, transformadas por el dolor y la angustia de no saber lo que habrían sido cada uno de los enterrados si no hubieran tenido que cumplir ese destino”.

Tras el breve recorrido de la leyenda urbana el cementerio de elefantes se puede advertir que son los publicistas literarios de cada época los verdaderos artífices que envilecen o embellecen a los libros. Los que olvidan arbitrariamente a unos y enaltecen injustamente a otros. Como toda percepción humana de las cosas puede ser artificial y hasta absurda en algunos casos. El caso del personaje mitificado “Viskarrowski” abre la siguiente interrogante: ¿hay plagio de Víctor Hugo Viscarra o es una realidad latente; es decir, una constelación humana extendida a través del tiempo?

Literato - [email protected]