Opinión Bolivia

  • Diario Digital | sábado, 20 de abril de 2024
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Oye, Woody

En medio de una fuerte polémica que persigue al cineasta Woody Allen, Lema Andrade escribe una misiva para el director, decidiendo dejar a un lado los aspectos negativos de su vida privada y construyendo, más bien, una identificación el cineasta a partir de sus personajes y películas. 



Ni tú ni yo sabemos por qué estamos aquí. Cada año que pasa comprendemos menos sobre este raro hecho de existir. No nos convence ese dios de vapor en quien se aferra la gente, ese personaje de ficción que juega a las escondidas y que representa un lujo que no queremos pagar. Antes que él optamos por la verdad, por la tangible y compleja realidad que cada día nos sacude y nos endurece un poco más.

Nos resultan indiferentes las canciones de los Beatles, el juego acelerado, casi salvaje, de Nadal, la vida plástica de las Kardashian, el humo que venden los oradores motivacionales, el Papa, los presidentes populistas y otras figuras del showbiz. Disfrutamos escuchar a Cole Porter cantar sobre el otoño en París, leer a E.E. Cummings –nobody, not even the rain, has such small hands–, una novela de Dostoievski, el revés con slice de Federer, y las manzanas y peras de Cezanne. Tú ves películas de Ingmar Bergman y los hermanos Marx, y yo veo películas tuyas, irreverente-deicido-gracioso-polémico-genial Woody, pues reflejas con simpleza y precisión todas las dudas, rencores y miedos que tengo, y lo desorientado que me siento en este mundo enrevesado, donde el analfabeto de mi vecino –ese mismo baboso que escupe en la acera y que tira su basura en el parque del frente– se volvió millonario vendiendo Herbalife.

           En este contexto de amarillismo y especulación, prefiero no opinar de tu vida privada ni de la de nadie, y me limito a decir que en esta vida aburrida hay pocas ironías tan finas como tener a tu ex novia de suegra. Y nada más. Sobre tu cine, en cambio, tengo mucho que decir, pues me resultan extraordinarias esas historias y personajes que pintas sin abusar de la imaginación ni la necesidad de recurrir a la última tecnología. Esos seres neuróticos, ansiosos, verborréicos y a la vez tartamudos, capaces de mantener una conversación de altura sobre cualquier tema intelectual pero bastante torpes para tratar con las cosas ordinarias y relacionarse con la gente. Creo que los conozco, que alguna vez conversé con ellos en un café. Esos individuos melancólicos a los que les va bien en alguna ocasión, pero nunca tan bien, que progresan lentamente, con mucho esfuerzo y constantes retrocesos, que no son tan atléticos –su principal ejercicio es jugar dominó, y reemplazan las flexiones por ataques de ansiedad–, ni tan simpáticos –bastante feos, en realidad–, y que caminan con un libro en la mano.

Así como ellos, así como tú, yo también me vería ridículo en un vehículo descapotable, acompañado de una de esas barbies de silicona que provocan fuertes temblores en las discotecas, pero que en el fondo –no tan al fondo– resultan solamente una quiebra económica y una frustración intelectual. Preferimos a esas agraciadas y algo desquiciadas mujeres con oficio y aspiraciones interesantes, que nos amen a pesar de nuestra economía limitada y nuestros kilos de más, que disfruten mojarse en la lluvia y que sean capaces de parar un taxi a silbidos, y con las que podamos conversar sobre lo extraordinario que habría sido vivir en Montmartre en la década del 20, o lo sobrevalorados que son Obama y Lady Di, y con quienes podamos leer Madame Bovary, o ver Annie Hall y Manhattan, y ahorrar para viajar a New York y pararnos frente al puente de Queensboro de madrugada, donde hace 39 años Mary Wilkie e Isaac Davis se enamoraron.

            Estamos en la vereda opuesta de los triunfadores-a-primera-vista: esos pedantes que andan por la calle con una seguridad tan mal construida y tan sospechosa como su fortuna súbita, que usan perfumes picantes, pulseras sonoras y manejan vagonetas enormes que parquean montándose sobre la acera, y que entran a un restaurante hablando a gritos por el celular y sin quitarse las gafas de sol, llaman al mozo con dos aplausos y lo corrigen con torpeza cuando les sirve mal el vino. No coincidimos absolutamente en nada: ni en el equipo al que apoyamos, ni en las marchas a las que asistimos, ni en la sección del periódico que leemos, ni en los destinos turísticos que elegimos –y mucho menos en el modelo de ropa interior que vestimos–. Difícil enfrentarlos sin correr algún riesgo físico, porque esas bestias se pasan el día en el gimnasio, andan en manada, consumen esteroides y ven peleas de Vale Todo. Mejor tratarlos con humor, con una ironía elegante que oscila con travesura entre lo gracioso y lo ofensivo, y a veces hasta con cierto cariño, como lo haces tú con esas bromas difíciles que les lanzas cuando están distraídos, respaldadas por un extenso conocimiento filosófico, literario, musical, fílmico… y entonces se confunden, se ponen incómodos, sienten que están desnudos en un lugar desconocido, en medio de gente que los señala y se ríe, y al ser ésta una situación que el dinero no puede solucionar –a través de un policía sobornado o de un político vendido, por ejemplo–, no les queda más que disimular y buscar la salida más cercana. Estoy convencido: ni los superhéroes de historietas, ni el arrogante Bond, fueron nunca tan valientes como Leonard Zelig, el hombre-camaleón, que en un mitin de Nazis se infiltró entre los ministros de Hitler e interrumpió el discurso del Führer justo cuando estaba por contar “un buen chiste de polacos”.

           Nos iremos de aquí sin saber para qué vinimos, y con la incertidumbre por lo que viene después. Tú estuviste muy cerca de saberlo un día lluvioso en que corriste a una sinagoga y se lo preguntaste a un rabino. ¡Él te respondió! Pero lo hizo en hebreo, y como tú no hablas hebreo te ofreció un curso express por 600 dólares… Entonces decidimos dejar de amargarnos la vida buscando respuestas que nunca vamos a tener, y simplemente disfrutarla mientras dure. Así, tú seguirás escribiendo y dirigiendo películas una vez al año, y yo seguiré probando suerte cada vez que viaje a New York y te esperaré a la salida del café Carlyle para decirte “oye, Woody, tu cine es un paréntesis de imaginación y locura en esta vida monótona que nos adormece, una lluvia de dudas incómodas sobre una multitud de zombis, un soplo de aire frío en un entorno de mediocridad sofocante”.

Arquitecto - [email protected]

En este contexto de amarillismo y especulación, prefiero no opinar de tu vida privada ni de la de nadie, y me limito a decir que en esta vida aburrida hay pocas ironías tan finas como tener a tu ex novia de suegra. Y nada más. Sobre tu cine, en cambio, tengo mucho que decir, pues me resultan extraordinarias esas historias y personajes que pintas sin abusar de la imaginación ni la necesidad de recurrir a la última tecnología.