Opinión Bolivia

  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
  • Actualizado 00:01

[AJÍ DE LENGUAJE]

Pescado frito, ají de papas y la familia que uno elige

Pescado frito, ají de papas y la familia que uno elige



El ser humano, siendo gregario y social, desde hace miles de años que ha establecido sus vínculos a través de la comida. Compartir el alimento con alguien es, quizás, una de las formas más primitivas de relacionamiento que tenemos. No sé de qué dependerá, pero de seguro existen millones de teorías. Lo cierto es que entablamos relaciones a partir de lo que nos llevamos a la boca, sea un plato de comida, un poro con mate, un pijcho de coca, un brindis con alcoholes. Es evidente también que quizás una de las formas más insoportables de soledad es no tener con quién compartir el alimento. Conozco muchas personas que prefieren no comer a tener que hacerlo solas. Conozco otras que prácticamente te obligan a acompañarlas a comer. (Y por eso acuso públicamente a mi buen amigo Iván Gutiérrez y lo culpo un poco de los muchos kilos de más que me persiguieron el 2017).

Mi familia es, en una gran mayoría, cochabambina; y la más cercana lo es en su totalidad (salvo mi hermana menor, Faby, que a pesar de ser nacida en La Paz es la más qochala de todos). Sin embargo, por el trabajo de papá, vivimos una cantidad significativa de años en La Paz. En mi caso, pasé en esa ciudad alrededor de 25 años de los 30 que tengo. Entre ellos, casi la totalidad de los años escolares incluyendo el kínder. A mi familia, a los primos contemporáneos, sólo podía verlos dos momentos al año: la temporada de vacaciones, tanto en verano como en invierno.

Pero en La Paz, lejos de la familia sanguínea, pude construir lazos filiales con gente con la que crecí, viajé, jugué, lloré, y comí. Gente que la vida ha llevado por sus rumbos pero que guardo en el corazón. Dicen que los amigos son la familia que uno elige. Yo no sé si los elegí o fueron impuestos como consecuencia de las relaciones de amistad de mis papás, pero lo cierto es que Ariel, Deni, Karla, Cris, Ame, Isra, Rolito, Víctor, Gabo y Wely, junto a mis hermanos Micky y Faby, se convirtieron en una segunda familia. Hasta el día de hoy, que muchos de ellos ya iniciaron sus propias familias y se vienen reproduciendo como dicta el ciclo de la vida (cálmate, Ariel), nos llamamos primos. No compartimos vínculo sanguíneo, pero desde la infancia que nos consideramos familia.

Y si hubo algo que nos unió fueron las sagradas comilonas de fin de semana, sábados y domingos sin falta, por más de 10 años. También los constates viajes que nuestros padres organizaban, y la consecuente comida. Nos unió las parrilladas, anticuchadas, watías, los picantes chuquisaqueños en el restaurante de tío Willy, los piques que pedía Cris en cada pueblo cochabambino que visitamos, el chicharrón de perro que compró Rolito desde la ventana de un bus que nos llevaba a Copacabana y que tía Helen le obligó a botar sin siquiera probarlo. Nos unió la competencia absurda de virilidad que teníamos los chicos, medida en quién era capaz de comer más picante, o quién aguantaba más al comerse un locoto puro. Nos unió la broma de vaciar llajwa a la sopa del otro. Nos unió la trucha en Huatahata, el pacumutu en Trinidad, el venado en Villa Tunari, la codorniz al espiedo, la sazón mágica de tía Ana en sus fricasés y costillares de cordero.

Nos unió la envidia cochabambina que siempre tuve de Ariel, mi primo y hermano, que toda la vida fue capaz de devorar con un apetito pantagruélico sin engordar en lo más mínimo. Aún conserva ese don. Yo, como un niño cuya mayor virtud fue ser siempre el símil de un cerdo: gordito y rosado, solía decir que él tenía parásitos, deseando algún momento en la vida tener su metabolismo. O sus parásitos.

Y el ají de papas del Palacio del Pescado fue un elemento importante en la unión de esta familia putativa.

En las proximidades del Cementerio General de La Paz, aquel que según Jaime Saenz crece hacia arriba, se encuentran las vendedoras de pescado. Supongo que es una tradición que nace en el hecho de que esa zona es, no sé desde cuándo, pero por lo menos desde que tengo uso de razón, el punto de partida y llegada de los buses que realizan viajes a los pueblos alrededor del lago Titicaca. Y como gran parte del pescado que se consume en La Paz siempre vino de la región lacustre, no es más que atar cabos.

Llegar al Palacio del Pescado requiere atravesar un macabro callejón en el que las pescaderas se acomodan lado a lado y exhiben su mercancía en tarimas de madera pintadas de azul y cubiertas con un nylon transparente tan grueso que es casi blanco. Sobre esa especie de altar de sacrificio, ese escenario, se aglomeran entre hielos, algunas hierbas y escamas, los cuerpos de pescados de distintas especies, que dirigen una absorta mirada de muerto con sus redondos ojos a los transeúntes que caminan por aquel pasaje. El piso del lugar, a pesar de ser asfaltado, es siempre lodoso, y la humedad fría suele ser perceptible. Junto a esos escaparates se amontonan baldes, que alguna vez fueron de pintura, llenos de los menudos y sabrosos ispis. A mitad del callejón, en una especie de ensanchamiento se ubican, lado a lado, pescaderías. A mano izquierda si vas de subida, o a mano derecha si vas de bajada*, se encuentran unas enormes puertas de garaje que custodian el ingreso al Palacio del Pescado.

Un palacio con la estética barroca popular paceña. Te reciben en la puerta enormes peroles con aceite burbujeante en los que tan solo una parte de la comida que se demanda es preparada. En su amplitud, las paredes son decoradas con imágenes de pesca tradicional en los distintos pisos térmicos bolivianos, pero se imponen las imágenes del lago Titicaca. En la sala se disponen, en largas filas, seis columnas de mesas. Desde hace 20 años que el color no cambia. Las mesas y las sillas son, invariablemente, anaranjadas. Esto combina con el uniforme del enjambre de mozos que se mueven entre los comensales cargando varios platos humeantes, y que, gracias al murmullo de la gente que siempre satura el restaurante, pareciera que pasan zumbando. Las poleras naranjas de estos dan la impresión de ser casacas deportivas. Más porque en la espalda llevan numeración. Es el eficaz método de atención. Cada columna es atendida exclusivamente por un equipo de meseros. El número en su espalda especifica qué columna atiende cada muchacho.

Cuando empezamos a ir a ese palacio, en los últimos años de la década del noventa, parte de la diversión era ver el caos que representaba para los meseros atender a una comitiva tan numerosa un domingo, el día de mayor venta en todos los restaurantes del universo conocido.

Yo, invariablemente, desde entonces hasta ahora, me muevo en dos variedades de pescado y la misma guarnición siempre: pejerrey o trucha, acompañado de ají de papas, caya y postre. A veces, a manera de entrada, un plato de ceviche.

(El postre es una manera muy pero muy paceña de llamar al plátano cocinado. Supongo que parte del espíritu andino es considerar “postre”, con sincera alegría e ingenuidad, a algo tan sencillo y cotidiano como el plátano).

El pescado, en casi todas las opciones, es empanizado en harina amarilla con condimentos básicos y frito hasta alcanzar una textura crocante. No hay mucha ciencia en la elaboración, sin embargo, el Palacio del Pescado es el negocio más próspero porque su comida es la más rica. Y quizás el éxito resida no tanto en el pescado sino en el ají de papa que se ofrece de guarnición. Se trata de una especie de ahogado, en el que el sabor de la cebolla sofrita se hace evidente, de color amarillo y ligeramente picoso (asumo que por el ají), espesado por sabrosas papas cocidas hasta alcanzar una textura deleznable. Este ahogado salado y picoso, acompaña de manera ideal la fritura del pescado y el contrapunto lo pone el dulce postre. A pesar de que a muchos no les gusta, principalmente por su hedor, yo disfruto juntando estos sabores con el sabor fuerte y opaco de la caya, que no es otra cosa que oca deshidratada, una especie de chuño de este tubérculo andino.

Madurar es reconocer que, a pesar de su desagradable olor, la caya es sabrosa. Mis primos, estos amigos invaluables de infancia, crecimos molestándonos con bromas punzantes relacionadas al olor de la caya y la higiene personal de la víctima de la broma.

Después de la comida, y como cortesía de la casa, los meseros reparten una concentradísima sopa de cabezas de pescado. Caliente e intensa, se siente en el sabor fosforado de las cabezas una nota de menta que armoniza el sabor y cuyo vapor parece abrir las vías respiratorias.

A pesar de haber regresado a comer pescado al cementerio con frecuencia los últimos años, caigo en cuenta de que ya son varios que no he vuelto a ir al lugar acompañado de esta familia. Una familia a la que cada vez veo menos, y con la que ansío compartir, como en la adolescencia, un domingo en la tarde.

Supongo que es la normalidad de la vida. Ahora cada uno tiene por prioridad a sus propias parejas y sus propios hijos. Atrás quedaron los días en los que lo único que importaba era conseguir permiso para reunirnos o ir a jugar. Atrás quedaron los días en los que lo mejor de la semana era que después de la iglesia y del palacio del pescado, nuestros padres nos digan que sí podíamos pasar la tarde jugando, charlando o viendo películas en la casa de alguno de nosotros.

Siempre que nos juntamos recordamos las mismas historias, los mismos chistes y nos reímos como la primera vez. Y siempre decimos que deberíamos vernos más, que deberíamos ir a comer a algún lugar o hacer una parrillada. Que deberíamos organizar viajes como nuestros padres lo hacían.

Pero nunca lo hacemos.

Supongo que aún no sabemos cómo manejar por completo la vida adulta y el tiempo se escapa en dos prioridades: trabajar y compartir con la familia, la real, la propia, la que muchos ya han empezado.

Pero aprovecho este texto para convocar a mis primos a uno de estos días juntarnos en el Palacio del Pescado, a comer una trucha con ají de papas, a reír, como siempre, de las veces que hicimos llorar a América con pelotazos porque era la arquera del equipo, o la vez que Ariel y Micky naufragaron en una canoa pescando en la laguna Suárez, o que Cris y yo nos enojamos tras un accidente por una pirueta mal sincronizada en el Tobogán Gigante, o de la guerra de chisguetazos a la orilla de un río en Sapahaqui.

Y quizás, ahora sí, incómodos por el olor de la caya, podamos organizarnos y viajar.

*“Arriba” y “Abajo”, en La Paz, son indicaciones de navegación mucho más efectivas que “Norte” o “Sur”.

Escritor – Twitter: @luisca_sl