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  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
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El toque Pixar a la muerte: Coco, ensueño y tradición

Las vetas creativas del gigante de la animación cinematográfica parecen ser inagotables. A lo largo de su filmografía han recorrido tiempos, geografías y culturas de lo más variadas, enrevesadas y complejas. Su último aterrizaje tiene como escenario México, y con él toda América Latina, y su forma de concebir la muerte y celebrarla. Una joya que, aunque estrenada varios meses atrás, ya ocupa las carteleras de los cines locales.
El toque Pixar a la muerte: Coco, ensueño y tradición



Uno de los placeres de una nueva película de Pixar es la oportunidad de sorprenderse con lo que la animación puede hacer. A veces eres testigo de un avance grande y audaz, como el renderizado por computadora del pelaje de los monstruos en Monsters, Inc., del agua en Buscando a Nemo o del metal en Cars. Las innovaciones en Coco no son menos satisfactorias, aunque su naturaleza es más sutil. La textura del cuero y los pliegues oxidados del metal corrugado tienen una cualidad áspera, casi táctil. Los huesos humanos, los perros sin pelo y los pétalos de cempasúchil parecen extrañamente (pero no perturbadoramente) reales. Hay momentos de rigor cinematográfico —cuando los animadores imitan los movimientos y los efectos focales de una cámara tradicional en un espacio físico verdadero— que alegrarán el corazón de cualquier fanático del cine. Sin mencionar el número musical inspirado en Frida Kahlo con semillas de papaya bailarinas.

Coco también es una de las películas de Pixar que intentan hacer una innovación conceptual, al aplicar colores brillantes y el sentimentalismo de la animación comercial moderna a un tema o una experiencia sorpresiva. Desde el inicio, el estudio ha explorado las vidas íntimas de objetos inanimados como lámparas y juguetes con una ternura que ahora damos por sentada. También ha invocado el futuro poshumano (Wall-E) y la conciencia humana (Intensa-mente) con una ingenuidad sobrecogedora. Y ahora se dispone a crear una caricatura para toda la familia acerca de la muerte.

No dejes que eso te asuste a ti o a tus hijos. Hay un asesinato (revelado en el tercer acto) y un accidente mortal relacionado con la campana de una iglesia (que se presencia en el primero), pero la vida después de la muerte en Coco es un lugar cálido y frenético, más cómico que espeluznante. La historia está ambientada durante el Día de Muertos, cuando, según la tradición mexicana (o por lo menos la interpretación que hacen Lee Unkrich y Adrián Molina, quienes dirigieron el guion escrito por Molina y Matthew Aldrich), los controles fronterizos entre la vida y la muerte se relajan y los difuntos pueden pasar temporalmente a la tierra de los vivos. Un jovencito llamado Miguel (con la voz en español de Luis Ángel Gómez Jaramillo) hace ese mismo recorrido a la inversa, lo cual no quiere decir que muera, sino que su cuerpo, a través de varios resquicios metafísicos que la película explica conforme avanza, se transporta a un mundo fantástico de espectros y esqueletos, los cuales organizan fabulosas fiestas y conciertos escandalosos al aire libre.

Casi tan encantador como el mundo mágico es el pueblo mexicano de Santa Cecilia, el lugar de origen de Miguel, donde forma parte de un próspero clan de zapateros. La vibra cultural de Coco es incluyente en vez de exótica, con lo cual combate anticipadamente las preocupaciones inevitables acerca de la autenticidad y la apropiación con una mezcla de encanto y sensibilidad que se ha convertido en un sello distintivo de Disney en el siglo XXI. Aquí, la importancia de la familia —el hogar multigeneracional que apoya y limita al protagonista— es tanto específica como universal. Es lo que explica los pormenores de la historia de Miguel y también lo que conecta a los espectadores con el personaje principal, sin importar sus orígenes.

Miguel demuestra cierta afinidad con otros personajes de caricatura recientes y bien conocidos. Un músico talentoso en una familia que prohíbe la música es un poco como Remy, la rata de Ratatouille cuyos familiares eran hostiles respecto de su ambición artística, y como Mumble, el pingüino inadaptado en Happy Feet. La misión genealógica de Miguel —una búsqueda de raíces, ancestros perdidos e información que podría explicar quién es él— se parece al viaje de Dory en Buscando a Dory. Los compinches que lo acompañan, animales y “exhumanos”, provienen de un catálogo conocido de arquetipos y la ronda final de aprender lecciones y reconciliarse nos recuerda mensajes que ya hemos escuchado muchas veces antes.

Sin embargo, aunque Coco no alcanza el nivel más alto de las obras maestras de Pixar, reproduce una melodía que prevalece a pesar del paso del tiempo con una originalidad cautivadora y con atractivo, así como una erudición ambulante y juguetona de la cultura pop. El modelo musical a seguir de Miguel —y la fuente del embargo familiar respecto de la expresión musical— es un cantante y estrella del cine que murió hace mucho, llamado Ernesto de la Cruz (Marco Antonio Solís). En la vida y en la muerte encarna ideales venerables de romance y de un macho sensible, o por lo menos de las encarnaciones de la farándula de este tipo de personajes. (Sus más grandes éxitos y películas forman parte de la textura de Coco, de la misma manera en que el viejo programa Woody’s Roundup lo hacía en las películas de Toy Story).

La encarnación más pura de esa tradición es Héctor (Gael García Bernal), un fantasma desaliñado y (casi) olvidado que se hace amigo de Miguel. Lo que vincula a Héctor con De la Cruz es una historia espeluznante de pasión, traición y anhelo. Sus vidas y muertes son una balada cuyo significado y melodía Miguel debe aprender. Al hacerlo, entenderá el hilo que lo une con ambos, y también los orígenes de la animadversión musical que recorre tan firmemente su lado materno de la familia.

Coco es el nombre de la bisabuela de Miguel, quien resulta ser el corazón de la historia. Su madre, Imelda (Angélica Vale), es una matriarca furiosa del otro lado de la tumba, mientras que la hija de Coco, la abuelita de Miguel (Angélica María), es una autócrata de carne y hueso que no se anda con rodeos. Su determinación de silenciar la guitarra de Miguel viene de un corazón roto y de la asociación del instrumento con los caprichos de los hombres.

Coco evita los tonos más oscuros asociados con este tema, de la misma manera en que las viejas baladas de asesinatos a veces se reformulan como canciones para niños. Es reconfortante en vez de nostálgico, lo cual es una concesión comercial exitosa e inteligente pero, al fin y al cabo, una concesión.

Crítico