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  • Diario Digital | sábado, 20 de abril de 2024
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Un acercamiento a las Sombras de Hiroshima

Nuestro columnista aborda desde la nostalgia de fin de año, esa doble mirada al abismo de lo que vendrá y lo que se abandonó, la reciente novela del paceño Mauricio Murillo, Sombras de Hiroshima, editada por 3600.
Un acercamiento a las Sombras de Hiroshima





Borges escribió en la Biblioteca de Babel: “Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de temores y de ternuras; que no sea en algún lenguaje el nombre poderoso de un dios”. El lenguaje es un tejido que se va conformando de esas pieles que a lo largo del tiempo le vamos atribuyendo a las cosas. Por eso en tantos episodios de nuestros días, conjugamos de espíritus tan distintos, a veces malignos y otros benignos, a esos cuencos que de a poco, se van anudando en los altares o cementerios de nuestras mejores palabras. El decir algo sobre aquello que hemos perdido implica dar fe al testimonio de que algo ha sido, y como hecho, entonces, nos compondrá de heridas o de risas. Como el mismo día que en su mejor medida simplemente es una caricia del acto de recordar.

Ya que estamos tan cerca de terminar el año. Me parece determinante pensar en lo que se nos ha ido, lo que hemos perdido y lo que retenemos aún en los labios, aunque ya no tanto en las manos. El hecho del perder nos permite articularnos en esos espacios del miedo y en la gratitud de las cálidas ternuras. Pero lo más poderoso es que esas zonas o geografías de movimiento se definen en un veredicto, en la final explosión de una palabra exacta, el nombre de tantos dioses que custodian el jardín donde a veces volvemos a mirar el día, aunque haya durado tan sólo la eternidad de un abrazo, y en ese verbo nos vamos sucediendo tantas veces, que terminamos siendo sobrevivientes de esas poderosas deidades. Nos inventamos a partir de los delirios que tenemos con lo otro que sucede, pero nos volvemos auténticos desde la celeste compañía de una palabra sellada en el tiempo. A veces tan líquida, tan verde, tan ingrata, tan lejana, tan estelar.

En la pasada feria del libro llegó a mis manos la novela Sombras de Hiroshima de Mauricio Murillo publicada en la editorial 3600. No existen adjetivos para describir la belleza del título y lo datos que vamos conociendo al respecto de este dentro de la narrativa de la novela.

Sombras de Hiroshima, desde mi posición más personal, es una novela compuesta por dos realidades, una que conocemos a detalle, y en una panorámica amplia, que es la que nos cuenta el personaje principal del libro. Una voz que en muchos tramos llega a ser cansadora, neutral, sin ánimo e incluso soberbiamente odiosa. Pero la segunda historia, que se convierte en la columna vertebral de toda esa masa visceral evidente. Es por demás maravillosa. Se compone por datos, por caricias suaves que consternan toda la sensibilidad. Esta articulación de historias -una amplificada y otra microscópica-, funcionan de forma inversa una con la otra. Ya que la historia grande se va tejiendo hasta concluir el arco narrativo. En cambio, la historia pequeña exige un trabajo de rastreo, de espera paciente. Teniendo como virtud el que se vaya desanudando en el proceso. Cada que se desarrolla un detalle acerca del libro, uno comienza a profundizar en el sentido más intenso de nuestras pérdidas y al nombrarlas no hacemos otra cosa más que orar a los dioses de otros tantos lenguajes que reposan en esos varios abrazos sucedidos.

Debido al impacto y la violencia de la explosión de la bomba atómica, quedaron impresas sombras en el suelo y paredes de Hiroshima. El hecho además de escabroso, contiene una belleza poética cargada de emociones. Acaso en el fondo no somos construcciones también de esas sombras que han quedado marcadas en nuestros brazos, acaso también no somos sombras en la explosión de las ciudades de otras gentes.

“Luego les hablé de los Hibakusha. Les confieso a ustedes que no sé si las palabras en japonés se escriben en plural. Así se llamó, y se sigue llamando, a los sobrevivientes de la explosión atómica. Había averiguado que significaba “persona bombardeada”. La palabra se inventó luego de la caída de la bomba, luego del estallido. Ese ataque destruyó muchas cosas, pero produjo lenguaje. Igual, no existe una palabra que por sí sola exprese en un solo golpe la totalidad de la destrucción –que como palabra es mesurada– o del conjunto de víctimas” (extracto de la novela; página 57).

Murillo nos acerca a los restos de la explosión más radical, simbólica y determinante de la historia de la humanidad. Lo hace no desde una interpretación socio-política. Sino que nos conecta con ella a partir del horror de la permanencia eterna. Pensar en sombras fijas que de repente han reemplazado el peso del cuerpo. No es sólo una atrocidad, sino es la metáfora de la sobrevivencia de nuestros ‘a-dioses’ en el tiempo. En esa medida la novela se hace trascendental. La narrativa plana cambia de forma, se vuelve detonante y el ejercicio de la lectura se convierte en la experiencia de recorrer nuestras calles bombardeadas por el final de un año, o de muchos, y encontrar las piezas negras dibujadas de los cuerpos que se fueron; pero que a la vez se quedaron, en forma más peligrosa, más dañina, menos claras, pero eternamente recurrentes. Porque el olvido de a poco comienza a devorarse los rostros, quedando solamente las siluetas de eso a lo que volvemos.

“En el final de Hiroshima, mon amour, el film de Alain Resnais, la mujer francesa le dice al hombre japonés: ‘Tu nombre es Hiroshima’. Él le responde: ‘Es mi nombre sí. Tu nombre es Nevers’. Pueden pensar que es exagerado pero nos llamamos como las agresiones y ataques de los otros. Tu nombre es la violencia que te mata, te llamas como lo que te daña. El cuerpo y el nombre. El nombre cambia, pero al final es casi el mismo” (extracto de la novela; pág. 82).

“Hibakusha significa persona bombardeada, ya se los dije. Al final, todos somos Hibakusha. Todos tenemos que lidiar con la bomba atómica que nos ha tocado, una explosión que al final nos alcanza siempre. La detonación se te queda. Para algunos esa explosión es la de un fuego artificial, para los menos afortunados es un Big Bang particular” (extracto de la novela; pág. 84).

Sombras de Hiroshima, es una novela en la que lo más importante no está en lo evidente, ni en el aparato de la historia superficial. Sino en el pequeño recorrido de esos datos que se componen por la manía de un viejo y su colección de fotografías extrañas. En esos minúsculos espacios visuales que conocemos a través de las descripciones inverosímiles de las fotos, encontramos lo poético de los rastros de las explosiones voraces. De las explosiones de tener que dejar a alguien y también aceptar que te olviden. En ese sentido las pérdidas poseen de bueno el agujero que dejan.

La poeta hondureña Dariela Torres escribe: “Quise abrazar el mundo y ahora le temo a los abrazos, me parecen pequeñas cárceles donde habitan los fantasmas.” Todas las decisiones tienen una carga, y a veces esa carga, dolorosa, te salva por su belleza. Sombras de Hiroshima es una novela que hay que disfrutar desde esas sutiles formas de las sombras pegándose en nuestros días.

Escritor y filósofo - [email protected]