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Capítulo 8: Sombras de Hiroshima

Mauricio Murillo Aliaga nació en La Paz en 1982. En 2010 ganó el Premio Nacional de Cuento Franz Tamayo con su relato “El torturador”. En 2011 publicó Los abismos posibles (El Cuervo), su primera novela. Ha publicado cu
Capítulo 8: Sombras de Hiroshima



Elena y David me buscaron a mediodía. Estaba en mi trabajo. No los esperaba y fue raro verlos. Querían preguntarme varias cosas. Quedamos en vernos en la noche.

Nos encontramos en la puerta del bar al que siempre íbamos. Estaba lleno. Tenía flojera así que no propuse otro lugar. Caminamos hacia una mesa chica y nos sentamos. Pedimos algo de comida y unas cervezas. Elena y David me preguntaron sobre las sombras. Desde la fiesta no habían dejado de pensar en eso y no hablaban de otra cosa. Me escribieron mails y mandaron mensajes por teléfono a los cuales yo no había respondido. Estaban planeando algo, siempre lo hacían. Yo no estaba seguro de querer saber qué era.

Me contaron cómo terminó la fiesta de la otra noche. El borracho al que le habían roto la cabeza se recuperó tranquilo y empezó a bailar tambaleándose mientras intentaba seguir tomando de una lata. Al que le reventó la botella no lo vieron más, pero un amigo de David le dijo que después de la primera pelea los amigos del borracho que había vomitado lo encontraron y le dieron una paliza afuera. Lo dejaron sangrando en el jardín, tendido en el pasto.

Les conté de la aparición de Maidana, de lo extraño de esa aparición, pero no quise mencionar el asesinato de Alicia y menos lo de los canas. Mencioné algo sobre Yubarta a la rápida y cambiamos de tema.

Cuando el mesero trajo las botellas, preguntaron sobre las fotografías y todo lo que las rodeaba. No hablaba hace tanto de Yubarta que no tuve problemas en ponerme ceremonioso y elaborar sobre el tema. Las fotografías sobre las que les había hablado eran reproducciones de muchas originales tomadas en Japón luego de que la bomba nuclear cayera en Hiroshima. Durante mucho tiempo mi abuelo se dedicó a buscarlas para reunirlas en una colección. Gracias a sus amigos que viajaban o que vivían afuera conseguía copias. Siempre quiso tener un negativo o una foto original, no una reproducción, pero nunca lo logró.

Las fotos son solo imágenes de sombras que se extienden en una superficie. Aunque esto no es del todo cierto. Al momento del estallido este fue tan devastador que lo único que quedó de los ciudadanos cercanos al lugar del impacto fueron sus manchas y el movimiento que realizaban en ese momento. La bomba fue diseñada para eliminar cuerpos y no construcciones. Varios edificios quedaron de pie. Los cuerpos de los afectados se imprimieron en forma de sombras sobre cualquier superficie cercana que pudiera funcionar como resistencia. De las que están en la colección de mi abuelo pude encontrar pocas en Internet y que son las más conocidas. Algunas ya se las había descrito a Elena y David. La de la mancha sobre unas gradas. La de la baranda del puente que proyecta sus balaustres sobre el suelo. La de un albañil sobre una escalera mientras moja su brocha en una lata de pintura.

Mi abuelo se fijó en estas sombras por varias razones o eso era lo que decía. Explicaba que a diferencia de las nuestras, que son un capricho de la fuente de luz, éstas eran permanentes, que no se iban a borrar nunca. Eran marcas indelebles de alguien y de algo que había sucedido. Sombras sin cuerpo, eso era lo raro. Se habían grabado en distintas superficies debido a la radiación que produjo la explosión de la bomba. Eran una suerte de fotografía que revelaba el vacío de un cuerpo.

Les conté todo esto. Les dije además que la colección era más grande de lo que imaginaban. Muchas de las fotos que mi abuelo tenía, y que yo había conocido desde que era chico, no las había vuelto a ver nunca, ni en Internet, ni en películas ni en documentales.

Elena y David escucharon mientras comían y tomaban. Mi plato estaba intacto.

– Queremos ver las fotos.

Elena fue la primera que habló, pero yo sabía, o por lo menos lo creía, que el que estaba más interesado era David.

– No las tengo.

– ¿Cómo no me enteré antes de ellas? Es como si me las hubieras escondido a propósito.

Comenzaron a hablar de la Segunda Guerra Mundial entre ellos y de lo que dejó, como si fuera tan fácil simplificar los efectos de una guerra. Luego hablaron de la bomba nuclear y de cómo jamás se usó contra un ser humano después de Nagasaki. Elena me miró para incluirme en la charla.

– Es rarísimo. Lo más seguro era que volviera a pasar algo así y no pasó. ¿Han visto toda la paranoia que ha dejado? Me sorprende que hasta ahora no nos hayamos extinguido como especie.

En ese momento parecía totalmente anacrónico reflexionar sobre los peligros de la bomba. Como alguna película gringa de la época, como Dr. Strangelove, o sino como un juego de video ambientado en la era atómica, como BioShock o Fallout. Me dieron ganas de hablar.

– Qué cojudez –dije.

– Pero ese es un conflicto que ya está vencido. Es como si discutiéramos sobre los efectos de los morteros en el Chaco –dijo David.

Sonaba melodramático. Siempre sonaba melodramático. Siempre parecía un impostor.

De todos modos el obsesionado con todo esto era mi abuelo, así que para él no fue tan anacrónico. Los que sí estaban desplazados, como nadando en el tiempo, eran Elena y David. No me sorprendió verlos tan desconectados de todo, apurados, planeando varias cosas a la vez y queriendo averiguar la totalidad de lo existente sobre un tema.

Por un momento quise llevar la conversación hacia otro lado. Esos días David había fundado un blog sobre Lost. Habían foros de discusión, teorías conspirativas que trataban de explicar los hilos sueltos y varias narraciones muy malas de fan fiction. El nombre del blog era “Los árboles” y hacía referencia a la escena final del primer capítulo, cuando los sobrevivientes ven moverse a lo lejos las copas de los árboles y empiezan a darse cuenta que en la isla hay algo más y que no es un lugar cualquiera. El título era lo único bueno del blog. En la fiesta del otro día habíamos hablado de este proyecto de David. En el restaurante era una buena excusa para charlar de otras cosas. No me hicieron caso.

Quería irme. No me dejaban. Seguimos tomando cerveza. Preguntaron qué más sabía sobre las sombras.

– No mucho. El álbum debe seguir en el estudio de mi abuelo. No lo saqué de ahí –dije.

– Esas sombras son jodidas –dijo David.

Le hablaba a Elena, no se dirigía a mí. Era como si solo me estuviera usando para conseguir lo que quería. Yo también le respondía feo.

– Entre miles de cosas que pasaron por esa época.

Luego les hablé de los hibakusha. Les confieso a ustedes que no sé si las palabras en japonés se escriben en plural. Así se los llamó, y se los sigue llamando, a los sobrevivientes de la explosión de la bomba. Averigüé que significaba “persona bombardeada”. La palabra se inventó luego de la caída de la bomba, luego del estallido. Ese ataque destruyó muchas cosas, pero también produjo lenguaje. En todo caso, igual no existe una palabra que exprese en un solo golpe la totalidad de la destrucción, que como palabra es mesurada, o del conjunto de muertos. Habría que encontrar una que dijera en un golpe de voz lo mismo que dicen muchas progresivamente, aunque por lo general no hay tiempo ni tampoco lugar dónde buscar palabras que describan mejor lo que sucede. No hay lenguaje que pueda expresar esto en su integridad. Para describir lo que vieron los sobrevivientes una palabra no alcanza. Y sí, ya sé que soy repetitivo, pero hasta ustedes se pueden dar cuenta de estos límites. Tampoco hay una palabra nueva que denomine a esas sombras permanentes sin cuerpo. Debido a los ataques con armas monstruosas estamos reclutados a reinventar el lenguaje. Lo mismo sucede con Tsutomo Yamaguchi, que fue el único ciudadano japonés que estuvo en los dos ataques que Estados Unidos realizó en Japón, primero en Hiroshima y luego en Nagasaki. Fue el único ser humano que experimentó las únicas dos caídas de bombas nucleares en ciudades. No existe una palabra que resuma la idea de un doble hibakusha.

Antes de irme continué lo que había dicho con algo más actual que los distrajera de su obsesión por las sombras. También buscaba su aprobación.

– Kodokushi significa muerte solitaria. Es otra palabra que se tuvo que inventar en el idioma japonés. Los kodokushi son los ciudadanos que mueren encerrados en su diminuto departamento rodeados de un caos doméstico luego de no haber salido durante harto tiempo. Sus departamentos están llenos de basura y de cosas que han reunido. Los empleados de las compañías de mudanzas encargadas de limpiar departamentos se topan con los cadáveres de personas que se están pudriendo por semanas o meses. Por lo general, mueren tiradas en las alfombras. Luego de levantar el cadáver, debajo queda una mancha que se crea por el proceso de descomposición. Los departamentos asfixiantes y pequeños están desordenadísimos y mugres. Al medio queda la mancha de lo que fue esa persona.

Gracias Wikipedia. Todo esto lo había averiguado para contárselos a ellos dos. Para contárselo a Elena. En algún momento habían perdido el interés en lo que decía. No habían escuchado esto último. Si les recordaba las fotografías de las sombras volvería a tener su atención y la charla giraría en torno a mí. Preferí callarme. Les dije que iba al baño y me fui.

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