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  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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[EL NIDO DEL CUERVO] 

Sobre el prelenguaje

Sobre el prelenguaje

Pensar en la anterioridad del lenguaje en general, ya oral, ya escrito, implica cierto retroceso, a menudo peyorativo: el momento crucial en el que el hombre carecía de habla. Incipiente todavía su posibilidad parlante, el humano se ubica dentro de un plano natural y primitivo, análogo de alguna manera al mundo animal. Para el progresismo científico de finales del siglo XVIII, esta previa de la lengua es reconocida como una convergencia, un centro de concurrencia donde arriban tanto el humano como el animal. Sin embargo, a la par que enuncia esta similitud dicta también una diferencia: y es que el hombre es superior en cuanto ha sido capaz de crear un lenguaje. 

Pero aunque el ser humano posee hoy en día lenguaje, hubo un tiempo en el que prescindió de él, y, por ende, un lapso histórico en el cual estaba en el mismo plano prelingüístico que el animal, es decir, en una suerte de intuición-percepción aún no verbalizada, sino simplemente emitida a través de graznidos o modos ininteligibles a la estructura lógica que actualmente conocemos por habla. Es forzoso, así, que todos hayamos habitado en la imposibilidad silábica del lenguaje, en ese estadio básico donde prima la pura sensación de lo circundante. La transformación de expresión de estas percepciones básicas en un determinado idioma o dialecto es algo que el humano despliega a posteriori, es decir, luego de la experimentación sensorial que el entorno le provee tal como hace con los animales que con él dentro del orbe habitan.

La interacción entre el mundo y los seres vivos se entiende a través de la afección, y a ella nos referimos cuando hablamos del plano animal perceptivo instintivo en el que se desenvuelve el prelenguaje. Esta alteridad entre uno y otros revela una colisión, un impacto: el hombre, al igual que el animal, recibe, sorpresivamente y en la convivencia, algo del entorno; a partir de allí, un movimiento se reproduce dentro de sí, y desea, a la par, exteriorizarse. Esta convulsión emergida de y desde la interioridad de un ser es de un orden análogo a lo que Aristóteles llama, en su libro De la interpretación (o Peri hermeneias), las afecciones del alma, despertadas y generadas por las cosas que nos rodean y que se presentan ante nuestros sentidos. Para el filósofo, estas impresiones son comunes, aunque no todos las enunciemos o grafiquemos del mismo modo. En este plano anímico entraría la noción de prelenguaje, entendido como la inmediatez afectiva, preponderante en los animales quizá en lo que llamamos instinto, y contrapuesta, a su vez, al proceder reflexivo que siempre atribuimos a los entes humanos.

La capacidad de adscribir u otorgar un signo que corresponda y clarifique la naturaleza de estas afecciones es lo que hoy denominamos lenguaje, y es el motivo por el cual desplazamos delicada y directamente al reino animal de esta categorización, exclusivamente humana. Entre las páginas de Verdad y Método, el filósofo Hans-George Gadamer quizá desmitifica esta canónica versión lingüística, atribuyendo a la lengua una concepción más restringida que totalmente receptiva y precisa en lo que a la significación de estas afecciones anímicas concierne. Las palabras callan a la vez que se dejan oír, las grietas del lenguaje son expuestas y entendidas como silencio, insuficiencia interpretativa para decodificar las subjetividades pasionales que nuestra cotidianidad impulsa. No es posible entonces abarcar nuestra integridad intuitiva y afectiva, pues toda lengua tiene, en algún sentido, ciertos límites.

De este modo, hablaríamos no solo de un recinto afectivo propiamente anterior al lenguaje, sino también de un momento posterior a él, a su creación. El estado básico e intuitivo que compartimos entonces con los animales, que inicialmente llamamos pre-lenguaje, abarcaría no solo un pasado humano, carente aún de símbolos silábicos, sino también un presente hablante y una posibilidad futura donde existirían ya signos lingüísticos. Los límites de la lengua apuntarían así a este recinto embrionario, más fogoso que cauteloso, donde el hombre comparte terreno con el animal en cuanto a actividad interna, sobre todo afectiva y visceral, la respuesta inmediata ante un estímulo exterior, el impulso, el deseo de hacer algo con él; tratar de exhalarlo a través de alguna conducta, que no siempre es evidenciada por medio del lenguaje o de manera lingüística.

Filósofa - [email protected]