Opinión Bolivia

  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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2007-2017 Descorriendo el tupido velo de la mediterraneidad (Fragmentos)

A continuación presentamos una serie de fragmetos de este ensayo de Giovanna Rivero, incluído en el libro Un río que crece, 60 años en la literatura boliviana, recientemente publicado por la Asociación Boliviana de Ba
2007-2017 Descorriendo el tupido velo de la mediterraneidad (Fragmentos)



Hay, sin duda, muchos ángulos y enfoques desde los cuales recortar el paisaje literario de la década 2007-2017. Podría priorizar una comparación entre los modos en que los escritores inmediatamente contemporáneos y los escritores que levantaron su obra en el siglo XX decidieron representar la relación sujeto-política; o podría poner el énfasis en las estrategias simbólicas a las que recurren los escritores de este siglo para dibujar los espacios bolivianos y nutrirlos de una batería afectiva que haga las veces de identidad. Sin embargo, considero que, en este tramo del siglo XXI, el quehacer literario en el territorio boliviano experimenta un fenómeno en el que vale la pena detenerse por su potencia transformadora. Se trata del imparable proceso de internacionalización, en apariencia sostenido principalmente por la voluntad de crear redes, tejidos y diálogos con campos culturales de otros países, pero en su dimensión más profunda gatillado por una conciencia distinta de la literatura, es decir, por un cambio de paradigma.

Un nuevo espejo

La década literaria que nos ocupa en este capítulo y que se inicia con el número impar 2007 viene marcada por un nuevo momento político en Bolivia y, en general, en América Latina: la emergencia casi inesperada de los populismos. Hacía apenas un par de años que Evo Morales había asumido la presidencia y las aguas de las distintas regiones de Bolivia se habían agitado, no sólo ante la nueva configuración del paisaje social, sino porque aleteaba en el aire un inevitable déjà vu. Igual que en la década de 1930, con la crisis existencial que significó la Guerra del Chaco, en el segundo quinquenio del siglo XXI Bolivia volvía a mirarse en el espejo para descubrir que no existía un único nacionalismo, sino muchos, y que esos muchos nacionalismos se encontraban también en franco desplazamiento, en imparable flujo. Si la Guerra del Chaco puso a todos los gentilicios nacionales bajo la misma sed y el mismo sol en esa suerte de palimpsesto histórico que fue el Gran Chaco y su porción boreal, la descarga simbólica que significó la llegada a la silla presidencial de Evo Morales, puso en el escenario imaginarios que los centros hegemónicos habían mantenido en la galería de los exotismos.

En esta rápida comparación, consensuemos en que el aura de la mediterraneidad había permeado la psicología y la personalidad del artista boliviano del siglo XX, imbuyéndolo de un estoicismo muy parecido a la resignación y por el cual el arte y, en concreto, la literatura, eran asumidos como caminos sin retorno, en el sentido existencial y material de la expresión. El escritor del siglo XX parecía profesar una suerte de ontología que, lejos de conectar al hacedor de arte con una comunidad creadora, lo conducía a una búsqueda existencial que lo desgarraba del mundo. Con ese estado de ánimo de fondo, la emergencia de Paz Soldán en el panorama latinoamericano primero, y luego definitivamente global, puso un nuevo derrotero para los que venían.

El Bildungsroman boliviano

El año 2006, el escritor cochabambino Rodrigo Hasbún publicó su libro de cuentos Cinco (Gente Común). Ese mismo año, el escritor cruceño Maximiliano Barrientos publicó Los daños (La Mancha 2006), un conjunto de relatos cuya estética dialogaba de manera claramente sincrónica con la propuesta de Hasbún. Si bien lo generacional es una coincidencia que casi siempre termina por disiparse para permitir que sea el peso específico de las obras el que determine su lugar, es preciso señalar que el año 2007 nació con la clara impronta literaria de dos escritores jóvenes a los que la prensa cultural reconoció casi siempre como una doble emergencia. Fue este factor, quizás, el que también propició que el discurso con el que ambos escritores reflexionaban en voz alta sobre sus libros alcanzara una mayor resonancia.

Hasbún y Barrientos habían irrumpido en el campo cultural boliviano no sólo para renovar las estéticas que hasta ese momento se trabajaban, sino sobre todo para llamar la atención sobre el tratamiento de los personajes, la ficcionalización de las subjetividades y el acercamiento a los conflictos narrativos. Si bien en algunas zonas de la narrativa boliviana ya se había explorado con gran solvencia ese gran tópico universal que es el crecimiento y el aprendizaje de un personaje joven –pensemos en Domi, de La niña de sus ojos, de Antonio Díaz Villamil, o de nuevo en el muchacho chaqueño, en Tirinea, de Urzagasti–, estos protagonistas obedecían a una teleología que excedía su intimidad, de tal manera que la propuesta del aprendizaje y el descubrimiento como fuerzas que sostienen profundamente a un personaje se supeditaba a una misión siempre política. Sus juventudes eran una puesta en escena de las transformaciones y las demandas sociopolíticas de su inmediato momento histórico. Quizás no es demasiado temprano ya para leer la primera intervención de Hasbún y Barrientos en el contexto nacional como un giro radical de la sensibilidad literaria hacia uno de los subgéneros que más ha vitalizado las distintas tradiciones de la literatura moderna: el Bildungsroman, la épica del crecimiento y la maduración.

Con estilos despojados y concentrando la dinámica del conflicto que justifica un relato en la radical intimidad de los personajes, casi totalmente desprendidos de marcas o referencialidades políticas, las propuestas literarias de Hasbún y Barrientos provocaban el efecto de extrañamiento y extraterritorialidad que los aires de la globalización reclamaban. Tanto en Cinco como en Los daños se plantea el aprendizaje juvenil como un sistema de prueba-error por el que el mundo deja filtrar su ética y su corrupción. Tal vez incluso podría decirse que, al arrojar personajes prematuramente atribulados a la galería de la imaginación pública boliviana, Barrientos y Hasbún problematizaban de otro modo el fracaso de los proyectos políticos nacionales. Los dolores de amor, el crecimiento en solitario, la melancolía como estado de ánimo que parecía no haberse enterado que el siglo apenas acababa de estrenarse eran los resortes que dinamizaban la maduración de los personajes. El mundo era “interior” y los espacios políticos –la patria, la región, la nación, incluso la ciudad como ágora comunitaria– se vaciaban de sentido. Esa mirada, especialmente en el caso de Barrientos, es transversal en su propuesta; así, en sus publicaciones más internacionales, tales como en el libro de cuentos Una casa en llamas, publicada por la argentina Eterna Cadencia en 2016, y La desaparición del paisaje, publicada por la española Periférica el mismo año, los personajes hacen de la fragmentación afectiva una política existencial, una resistencia ante las fuerzas culturales que tienden a la confluencia o el destino común. Y si bien en el volumen de relatos que Hasbún publicó en España con Duomo, Los días más felices (2011), también aparece la desolación como estado de ánimo de este siglo, no es menos notorio el trabajo minimalista de la prosa, en búsqueda de un adelgazamiento de las estrategias descriptivas, tal vez como otra respuesta al afán súper teleológico de la narrativa boliviana de comienzos del siglo XX. No estaríamos hablando sólo de estilo, sino de un viraje importante en las formas en que la ficción interactúa con “lo real”, sustrayéndose, interviniendo desde una violencia menos ostensiva.

Las editoriales independientes como declaración de principios

Probablemente un elemento que jugó muy a favor de los cambios que comenzaron a sucederse gradualmente fue el nacimiento de algunas editoriales independientes, entendiendo por “independientes” una autonomía y un riesgo de mercado que, en Bolivia, en realidad, no constituía una gran diferencia. Lo que quiero decir es que, por el volumen de lectores y su capacidad de consumo, así como por el no tan decisivo rol que las editoriales bolivianas han jugado en la proyección internacional de la carrera de un escritor, podría decirse que todas las editoriales bolivianas, más allá de la intención de sus catálogos, son independientes, no responden a motores gigantescos de mercado (y sus respectivas inversiones) que dirijan los destinos, el futuro o el éxito de los autores. De todas maneras, el ánimo de renovación con el que nacieron algunos sellos, tales como La Hoguera, Plural, El País, El Cuervo, 3600, Gente Común, Nuevo Milenio, La Perra Gráfica, Yerba Mala Cartonera, Editorial Kipus, entre otros, habilitó la publicación de una narrativa que ya no respondía a los tópicos tácitamente establecidos por el “espíritu de los tiempos” o por el ‘zeitgeist’ del clasicismo académico. Algunas de estas editoriales intuyeron que el contacto con sus pares era la única vía para sacarle ventaja al modelo global y no dejarse subsumir por él; así, por ejemplo, el año 2009, editorial La Hoguera publica la edición boliviana de la importante antología El futuro no es nuestro, compilada por el escritor peruano Diego Trelles, y en la que más de una década después de la mítica antología McOndo (1996), se vuelve a reflexionar sobre lo generacional, su enclave en la postmodernidad y las nuevas preocupaciones sociales de los escritores de este siglo. El hecho de editar localmente un libro referencial que era simultáneamente editado en otros países nos familiarizó un poco más con la conversación que la virtualidad acaba de activar. Un poco después, Nuevo Milenio regularizó la modalidad de coediciones bolivianas con la española Páginas de Espuma.

En efecto, la apuesta de estas casas editoriales pequeñas o relativamente pequeñas en su alcance material, pero fundamentales para agilizar los ritmos de cambio literario, fue decisiva para poner en circulación los libros que interpelaban a la tradición boliviana y que se promocionaban como fruto de otras relaciones simbólicas. Ante la absoluta ausencia de políticas estatales que ofrecieran estructuras sostenibles de apoyo al escritor, el mediano riesgo que asumieron estas editoriales al conformar catálogos con nombres flamantes tuvo un impacto incuestionable en la renovación del campo cultural de esta primera parte del siglo. En otras palabras, los sellos independientes se instituyeron en los referentes de un paisaje súbito y en la voz tácita capaz de trazar una taxonomía de otros valores literarios que el desinterés de la crítica boliviana había subestimado peligrosamente.

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