Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
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Un festival Radical, una crítica Radical

Entre el 6 al 16 de septiembre, en las ciudades de La Paz, El Alto y Santa Cruz se llevó a cabo el IV Festival de Cine Radical. En diez días, se llegaron a proyectar más de 60 películas que tienen el común denominador
Un festival Radical, una crítica Radical



Un regalo visual que nos hace recordar

66 Kinos (Philipp Hartmann - 2016)

Pedro Huayllas

Casa Espejo, en el marco del IV Festival de Cine Radical, ha proyectado 66 Kinos, una película documental que resume la travesía del director Philipp Hartmann por cines de su natal Alemania en el afán de autogestionar la difusión de una de sus películas. Hartmann decidió recorrer por 66 salas de cine distribuyendo personalmente copias de su obra El tiempo pasa como el rugido del león para ser exhibidas y a medida que iba conociendo lugares y personas, decidió hacer un documental sobre la situación actual de estos espacios y sus protagonistas, todo registrado por su cámara digital.

Así nace esta fantástica obra, que, en su hora y media de duración, nos regala un viaje por los recónditos ambientes de las salas de cine (los espacios nos cuentan sus historias como si fueran híbridos de cines y museos), nos hace conocer los pensares y devenires de los seres atados a estos mundos: ¡El cine no ha muerto! ¡Alemania aún sueña! Los proyeccionistas, seres casi angelicales, nos enseñan cómo manipular sus viejas pero no obsoletas máquinas analógicas. Los administradores y dueños de estos lugares nos cuentan sus anécdotas, historias de derrotas y victorias colectadas a lo largo de sus vidas ofrendadas a las películas. ¿Qué es el cine?, ¿cuál es su función? Estas y más interrogantes serán respondidas y analizadas por estos personajes. El cine de antaño no ha caído del todo frente a la modernidad, a las multisalas, al mainstream y a la digitalización o al internet. Aún se mantienen bastiones y caudillos que cuando pueden sacan las cintas de cine y las proyectoras del pasado para no olvidar sus raíces.

La historia de 66 Kinos, a medida que va avanzando, tiene la habilidad de hacernos recordar nuestras salas de cine locales. Bolivia poseía estos espacios tan mágicos y a la vez tan frágiles (salas, pantallas, butacas, pasillos alfombrados, muestrarios de madera, carteleras, etc.). En el espectador maduro renacerá inmediatamente, con las imágenes de esta obra, la melancolía por ese mundo que ya hemos perdido a tiempo que llegaron el DVD pirata, el internet y los protestantes.

Gran documental, digno de verse y altamente placentero para quien valora la cultura de la sala de cine. ¿Volverán las salas de cine de antaño? ¿Volverá la libertad? ¿O debemos apostar por el cambio? Es gracioso o casi una paradoja darnos cuenta de que el documental que nos habla del cine analógico fue filmado por una cámara y un formato digital. Como sea, qué bueno es recordar.

Philipp Hartmann y un cine de la oportunidad

Camilo Agramont

Podemos saber mucho de Philipp Hartmann a través de su cine. Sus dos largometrajes y la serie de cortos que presentó en el Festival de Cine Radical son todos una muestra íntima de una pulsión personal por decir algo. Su ópera prima, El tiempo pasa como un león rugiendo, es el resultado de una reflexión de su propia vida, que tiene al tiempo como principal cuestión y que busca respuestas en diferentes sitios, ya que la verdad jamás será absoluta. Hartmann recoge las respuestas de entrevistas formales, conversaciones con amigos y sus propias memorias. Más que un manifiesto propio, el documental es una discusión sobre el tiempo donde intervienen varias voces. En el documental tienen lugar cinco escenas de ficción, junto a testimonios llenos de naturalidad y confesiones íntimas del autor para hacer una pieza cinematográfica única.

A partir de su primera película, Hartmann desarrolla 66 cines. Él visita 66 cines de todo tipo en Alemania para la proyección de su película, pero además en el camino construye un relato sobre el cine y su comunidad hoy en día. Ambos son largometrajes tan particulares como su autor, quien descubrió después de muchas y venidas en su vida que el cine era su mayor pasión. Hartmann nos muestra un cine muy maduro y seguro de lo que busca representar, pero a la vez tiene una propuesta experimental donde siempre hay lugar para nuevos dispositivos. Sus cortometrajes son una prueba clara de ello, pero esos ingredientes también tienen cabida en sus películas.

El cine de Philipp Hartmann es un cine oportuno porque, a pesar de ser apenas los primeros pasos del director alemán, es un cine que muestra una decisión sensata y madura con lo que quiere decir y cómo quiere hacerlo. Es un cine de la oportunidad porque encuentra la manera de despegar a partir de cosas simples, la vista de la ventana de su casa, vendedores de ice-tea, el tiempo o su misma película. Un cine que enseña que las cosas importantes son las cosas que vivimos todos los días, y debemos poder decirlas sin dudar.

Cien Niños Esperando un Tren: Amar al Cine, Chocarse con la Realidad.

Adrian Nieve

En 1988 Chile vivía tiempos violentos. Su gente experimenta una realidad de abuso y descontento en poblaciones periféricas con protestas opositoras al régimen militar en Santiago. Ese es el contexto en el que se desarrolla este documental sobre un taller de cine que la profesora Alicia Vega da a un grupo de niños en una población marginada que nunca ha visto una película, menos un cine, y tienen que trabajar para comprarse ropa o cuadernos. Algunos ni siquiera saben leer y quieren ser “milicos”, pues intuyen que es lo más alto o seguro a lo que pueden aspirar en tales épocas.

El documental narra una historia tan entrañable como nostálgica, que encierra mucha emoción para quienes sean amantes del cine, o indignación para defensores de ideologías o causas sociales, pues muestra breves detalles de las vidas de estos niños y su primer contacto con el mundo de las películas; los esfuerzos de la profesora Alicia para darles -de manera muy didáctica- hermosas lecciones sobre la historia del cine y cómo se lo hace, a la vez que en los testimonios de dichos niños y sus padres. Además de los temas que la clase tiene que tratar a partir del cotidiano que viven, nosotros, los espectadores, empezamos a notar detalles importantes en cada uno de estos elementos que nos van pintando el panorama político y social de una época difícil en un documental que denuncia sin denunciar por esa cualidad que tiene la cámara de Agüero de hacernos parte de todo aquello que filma. Vivirlo a la distancia, pero con brutal efectividad.

Agüero es un prodigioso narrador, pues es un director que tiene claro lo que quiere mostrar de una situación y sabe cómo hacerlo de la manera más económica posible, en el sentido amplio de la palabra. Paciente, filma mucho, pregunta todavía más y, poco a poco, obtiene lo necesario para crear algo contundente, que refuerza con la reescritura del montaje y trucos sonoros en la edición que terminan de vendernos la historia para sumergirnos en algo más emocional.

Cien niños esperando un tren… todos deberíamos esperarlo también

Rossie Miranda Luján

Dicen que no hay mejor forma de encontrarse con uno mismo que volver a esos años de niños y preguntarse: ¿qué me hacía feliz cuando lo era?

Y eso me ha pasado, aunque no lo hubiera imaginado, con Cien niños esperando un tren, un documental cuyo director no solo ha podido exponer una realidad dura, sino que la ha convertido en una ventana de conexión con su público.

Ignacio Agüero nos presenta un documental en los años de la dictadura chilena, pero lo hace a través de la mirada de niños y niñas de escasos recursos, que se han acercado al cine a través de un taller que es dictado por una paciente y motivadora profesora, Alicia Vega.

Me he visto ahí también, haciendo mi zootropo (esa cajita cilíndrica que tiene dibujos por dentro y que cuando la giras parece que se movieran, la magia del cine), aunque había olvidado que alguna vez lo había hecho.

La inocencia y alegría de los niños salta de la pantalla, sobre todo cuando las escenas se desarrollan dentro del aula donde aprenden, o incluso en el lugar donde esperan con ansias su inicio. Movimientos, palabras y gestos que sacan risas al espectador, pero que al final contrastan con esa realidad dura a la que se enfrentan todos los días: la dictadura y la pobreza.

El montaje de las imágenes, a través de las entrevistas, la vida cotidiana, las clases y la inserción de pequeños fragmentos de las películas vistas por los niños, ponen el movimiento necesario que da un ritmo muy dinámico al documental. No hay ningún momento que sobre, al contrario, al final deseas que el documental continúe, que te siga contando.

Es una conexión constante con ese mundo de inocencia, de alas bien abiertas, sin cortar, que nos muestra al cine como lo dice bien Agüero, como “una bomba formadora”, como un acto de fascinarse con todo.

La imagen de la pobre y vieja infraestructura de la pequeña escuela se repite constantemente, pero tiene al fondo los imponentes nevados que parecen abrazarla y así la vuelvan cálida. Los niños tienen que despertar pero también soñar.

Pasado mañana, abstraerse en otro tiempo y espacio

Alice Coronel

La identidad cultural trasciende cualquier sitio que el boliviano haya decidido acoger como residencia. Una prueba clara de ello es la celebración de festividades nacionales en el extranjero. En Pasado mañana, Manuel Seoane nos permite revivir en esencia la fiesta dedicada a la Virgen de Urkupiña del 2015, demostrando cómo la fe, las tradiciones y danzas superan barreras culturales, y que por unos días lo cochabambino se vive también a miles de kilómetros del país.

Apenas comienza, una siente introducirse en la grabación, siente poseer la cámara como si fuesen ojos propios que saben dónde mirar. Delante de ellos, se revela la cotidianeidad de la fiesta y devoción. No existe la intencionalidad de exaltar o condenar, hay un genuino interés de dejarse llevar por lo que ocurre. Se prescinde de dualidades, y encontramos realidad, autenticidad. Uno ve lo que hay: ensayos, procesión, borrachera, entrada folklórica, público; ve también, imágenes que nos contextualiza: el testimonio de Dorita, un reportaje de televisión, y partes de Madrid, quizás para recordarnos dónde se sitúa el film, porque por momentos pareciera suceder en Quillacollo.

Con cámara en mano, Seoane, fotógrafo profesional, no se encapricha con mostrarnos una fotografía perfecta de lo que acontece, más bien se arriesga a filmar para descubrir. A excepción de un par de planos fijos bien compuestos, aprovechando simetrías o encuadres naturales, el corto es un recorrido visual desde la perspectiva de un explorador que no pretende ser tácito, sino partícipe. Las escenas bañadas de luz, sin filtros, junto al uso del audio ambiente, te sumergen en el lugar. Al ser una cinta del tipo documental que se ha construido al paso, la selección y edición del material han engranado cabalmente cada detalle para brindarnos la experiencia de estar allá, en poco más de 20 minutos.

Se muestra, entonces, el registro de un modo de vida inmutable, pero a la vez adaptado, que fortalece la identidad del boliviano. A través de la reminiscencia de la festividad, vislumbramos la necesidad de nuestros compatriotas de reunirse para recrear escenarios que les permitan seguir practicando sus creencias, tradiciones, costumbres, idiolectos. Y, así como ellos se apoderan de un espacio y tiempo en una sociedad distinta para evocar nuestras raíces, nosotros nos abstraemos en esa realidad gracias a la labor del director.