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  • Diario Digital | miércoles, 24 de abril de 2024
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El Festival de los magos de la guitarra

La Bienal favoreció además el reencuentro entre “viejos” conocidos del ámbito guitarrístico, jóvenes de Santa Cruz, La Paz o Cochabamba que tiempo atrás se conocieran por intermedio de estos festiva
El Festival de los magos de la guitarra



Ha concluido, hace un ratito nomás, la III Bienal Internacional de Guitarra de Cochabamba. La gente va abandonando el Teatro Achá, otros ya toman las calles, en sus oídos aun reverbera un rumor de cuerdas.

Tres jornadas de fiesta guitarrística que ofreció clases magistrales, conferencias, un concurso para talentos bolivianos y principalmente conciertos de primerísimo nivel, eventos todos de acceso libre y gratuito. La Bienal favoreció además el reencuentro entre “viejos” conocidos del ámbito guitarrístico, jóvenes de Santa Cruz, La Paz o Cochabamba que tiempo atrás se conocieran por intermedio de estos festivales. Sonrisas, cálidos apretones de manos, jóvenes que en algún momento decidieron consagrar su vida al instrumento amado, y que ahora vuelven a encontrarse en un espíritu de sana competencia. Podría hablar de muchas cosas, como de la interesantísima disertación del guitarrista paceño Rodrigo Arenas acerca de las relaciones entre la estructura musical de la Sonata del cubano Leo Brouwer y la pintura de Paul Klee, pero es de las noches de concierto que ahora quiero hablar.

La noche del jueves, en que compartieron escenario Puña y Sartor, el Teatro Achá fue inundado por las melodías de compositores imprescindibles, como Sor, Barrios, Scarlatti, Ponce o Albéniz. Fue un concierto “en-marcado” en los cánones de la belleza clásica. Digo en-marcado porque ambos intérpretes tienen nombres semejantes (Marcos Puña, Marco Sartor). En seguida vendrían los momentos, de intenso deleite, en que todos los marcos estallen. Esa interpretación de Puña del Aire Indio 6, de Eduardo Caba, fue un momento en que la música nacida de las cuerdas parecía salirse de las convenciones y de los marcos establecidos, cuando uno empieza a sentir la proximidad de la pampa andina, a la que miras desde muy adentro. Muy emotivo fue el momento en que Marcos dedicó el concierto a su padre (presente en primera fila), y confió al público que cuando tenía catorce años comunicó a su familia la resolución de ser guitarrista clásico. Recordó el momento en que su padre Guillermo, tras mirarlo quedamente, fue a abrazarlo y le manifestó su apoyo incondicional, la absoluta confianza en que ése era su camino. “Y ahora que decidiste eso –le dijo- debes entregarte a la música y no descansar hasta ser como Segovia”. ¡Qué notable hombre, don Guillermo Puña! Pienso en este momento en todos los muchachos del mundo, en todos los chicos cuyo único deseo, cuyo frágil sueño, cuyas vacilaciones y temblores, como el retrato de un artista adolescente, sólo piden la confianza de un don Guillermo.

El uruguayo Marco Sartor –a quien Marcos Puña presentó como el compañero más “capo” de la época de estudiantes en el Conservatorio de Montevideo–, es un modelo de excelencia. Todo le sale perfecto, además de ser extremadamente fino en su ejecución. Cuando toca Scarlatti convierte a la guitarra en órgano o clavicordio. Pero esa su interpretación de Reverie del italiano Regondi se salió una vez más de todos los moldes. La pieza es uno de los primeros trémolos que hubo en la historia de la guitarra, técnica que crea la ilusión auditiva de una nota que se prolonga largamente, como las que producen el arco del violín, la incansable púa de una mandolina, o más sencillamente el gorjeo de un pájaro cantor. Parecía reproducir la súplica de un muerto de amor vuelto hacia la ventana de una damisela en Venecia. Uno podría escuchar su versión de Reverie mil veces, sin cansarse nunca.

Son necesarias unas palabras aparte para el luthier o constructor de guitarras Omar Pannunzio de Argentina. Fue el quien donó el primer premio para el concurso, una flamante guitarra de concierto valuada en tres mil dólares. Quien no es guitarrista puede naturalmente manifestar su incredulidad, pero basta escuchar y probar la guitarra, que es algo así como pasar las manos por un cañón, para darse cuenta de que uno está ante un magnífico artefacto sonoro. Yo no conocía a Pannunzio, lo imaginaba como un señor serio y hasta algo engreído de sus guitarras. Cuán diferente mi impresión al conocerlo personalmente. Un hombre joven de un enorme tamaño y de cabellera larga suspendida en cola, que habla pausadamente, con mucha calma, la mar de la sencillez, y que te mira sonriente desde arriba con sus ojitos bondadosos y tímidos, un oso bueno. Siempre dispuesto a colaborar y conversar, incluso nos regaló una conferencia sobre los cuidados para el mantenimiento de las guitarras. La Bienal nos dio también la oportunidad de conocer a gente de gran valor humano.

El concierto del viernes fue algo descomunal, un verdadero delirio. Si la II Bienal trajo por primera vez a Cochabamba al brasileño Fabio Zanón, figura mundial de la guitarra (y todavía recordamos aquel concierto en que Zanón demolió con sus sonidos las estructuras del Achá), la III Bienal nos traería a otro gigante del mundo, al argentino Eduardo Isaac. El célebre maestro nos presentó un repertorio nunca antes escuchado en nuestra tierra, un conjunto conformado íntegramente por piezas de compositores brasileños y argentinos (muchas de ellas dedicadas al maestro). Desde un inicio, desde las primeras notas, nos fue envolviendo una sonoridad cautivante, un hechizo, los sonidos partían desde su guitarra y volaban por el aire como saetas para incrustarse directamente en el centro de tu pecho. Escuchábamos todo conteniendo la respiración y con el alma en vilo. Aquellas milongas parecían brotar del suelo telúrico de la misma Patagonia, cuando la música deviene pampa y horizontes infinitos, y entonces uno se marea y ya solo quiere desfallecer y agotarse todita el alma. Escuchando aquellas obras de Oyarzún, de Aguirre o de Gnattali, pero sobre todo escuchando a su intérprete, que oficiaba como un auténtico portavoz o médium de aquellas fuerzas sonoras, uno tenía la rotunda certeza de que América es demasiado grande, de que nada le falta, y de que Isaac es su genuino embajador. No tengo dudas de que estaba ante el concierto de guitarra más grandioso que he escuchado, un evento sin nombre.

El maestro nos narró también lindas historias. Como aquella en que junto a su amigo, el compositor Carlos Aguirre, se pasaron una semana junto al río en el sur del Paraná, con guitarras en mano. Mientras Carlos le transmitía la idea general de su nueva pieza, Eduardo iba dándole lustre y forma, como inspirado por la corriente de las aguas. Fruto de aquella experiencia son Paisajes, obra que nos regaló aquella noche. Finalmente el maestro cerró el concierto con una serie de tangos, desde los más añejos como Volver, con el típico sabor travieso de camaradas tangueros, hasta los actuales de un Piazzolla o Julián Plaza, un verdadero acontecimiento de la nostalgia, cuando reaparecen por un momento aquellos rostros queridos que nunca más volviste a ver.

Agradecemos infinitamente a Marcos Puña, gestor y organizador de la Bienal Internacional de Guitarra de Cochabamba. Agradecemos esas noches de concierto en que tres brujos de la guitarra sellaron un pacto de magia. ¡Qué viva la Bienal!

Filósofo