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Retornos



El libro Socavones. Textos sobre la obra de Socavón Cine (2008-2016) será presentado en la Feria Internacional del Libro de La Paz, el 5 de agosto a las 17.15. Participan Sergio Zapata y Mary Carmen Molina, editores del libro; Eduardo Paz, sociólogo y coautor; Guadalupe Péres, comunicadora y coautora; y Santiago Espinoza, crítico y coautor. Publicamos un texto de Paz sobre el filme Viejo Calavera.

En el póstumo Requiem, Sergio Almaraz escribe: «Hay que conocer un campamento minero en Bolivia para descubrir cuánto puede resistir el hombre. ¡Cómo él y sus criaturas se prenden a la vida! […] la pobreza en las minas tiene su propio cortejo: envuelta en un viento y frío eternos, curiosamente ignora al hombre» (1969). La descripción que hace de los campamentos mineros se prolonga en páginas escritas con la urgencia política de quien necesita dar cuenta de un drama. Un drama del tamaño de la nación expoliada, narrada una y otra vez, agregando miradas y sensibilidades. Esas imágenes del campamento, mina y fatalidad retornan con Viejo Calavera para dar lugar a otro capítulo. En un país minero los relatos sobre la mina recorren la historia, son los fantasmas de esta casa embrujada.

En un cuartito donde se apretuja la gente, las velas iluminan magramente los rostros resignados de los deudos, las sombras se proyectan en los muros de adobe y las llamas se alzan hacia el techo de zinc. Afuera la inmensa puna, la tierra yerma y la soledad de la madre que ha perdido a su hijo y se ha extraviado en el afán de llamarlo. En la mina el trabajo, los accidentes, el esfuerzo común y las arengas inflamadas que parafrasean a Almaraz: «aquí nunca se ha quedado un centavo». Las imágenes vuelven imponentes, esta vez no en la pluma del ensayista sino en la cámara de Kiro Russo y la gente de Socavón Cine.

La fuerza expresiva de las postales que plasman el escenario es lo primero que capta al espectador. Sobre esto se ha abundado desde que salieron las primeras críticas, pero repetirse es necesario. La composición de las escenas es sobrecogedora por los detalles en los que transcurren las penas y las angustias que se ven diminutos frente a ese viento y frío eternos, las sombras que apenas dejan entrever a quien se toma dos soldaditos del alcohol de un trago. La enormidad con la que se abre el cielo nocturno y la claustrofóbica forma en la que se desarrolla el trabajo en los socavones marca los ritmos. El rumor de las máquinas, el bramido de la dinamita, el goteo del agua no solo retratan sino que proveen una experiencia sensorial que aumenta el espesor de la narración.

La experiencia sensorial provee una profundidad a una historia que se compone de premisas y giros sencillos. La historia es el retorno del Elder Mamani, bebedor y ratero, a la casa y el oficio del padre, muerto en la mina en circunstancias solo insinuadas. Este retorno está marcado por las desavenencias de los involucrados comenzando por el mismo Elder que no está a gusto, el padrino completamente sobrepasado por la situación y la abuela que ve prolongado su testimonio de las miserias. La incomodidad alcanza al conjunto de los trabajadores que ven en Elder un peligro en un ambiente laboral de propio cargado de riesgos. La historia deja ver su resolución muy pronto: los mineros quieren echarlo y él quiere irse. Hay un tema pendiente en términos de resortes: la reconciliación.

Es el tema de la reconciliación el que invoca un tercer retorno. Russo y compañía van a ocuparse de un tema recurrente en Bolivia, aquel que problematiza a los miembros de una colectividad que regresan a saldar deudas. Como señala Ximena Soruco, la metáfora de la hija prodiga ha sido recurrente en el teatro popular de la segunda mitad del siglo XX: la hija niega a la madre chola para aliarse con los antagonistas e irse con ellos; solo para aprender después que el rechazo y negación del origen es más amargo que el destino. Regresar a la casa materna sirve para reconciliarse, para expresar el arrepentimiento por haber negado a la madre. En otro plano, la figura del retorno también ha sido representada por Jorge Sanjinés: en La nación clandestina (1989), Sebastián Mamani vuelve a resarcir con su vida haberle dado la espalda a la comunidad sin cuyos lazos él mismo es incomprensible. Reconciliación con sacrificio de por medio. Variaciones de matiz sobre el mismo tema.

En Viejo Calavera esto encuentra una dificultad. Elder no encuentra una epifanía salvadora en las profundidades de los socavones como no lo hace en el espíritu de cuerpo minero. Elder es obstinado en cuanto él lleva la verdad de su deseo, quiere hacer las cosas como las había hecho hasta entonces. El peso de la muerte de su padre es lastre más que responsabilidad moral. A la vez, el personaje principal, un personaje prácticamente unidimensional, no es la manifestación de una verdad más profunda sobre el margen que habita. Él, en sus intereses y expectativas, es más un personaje ocupado de sí mismo, incapaz de enlazar con su abuela que se queja amargamente de su vida, incapaz de responder a las lecciones –que, en fin, son sermones chapuceros– de su padrino. Es un extraño protagonista al que no le alcanza ni para héroe ni anti héroe, marcado por una mirada extraviada que tampoco fascina.

Los mineros a su vez no son la comunidad abandonada, no es la familia desairada. Tejen entre ellos una relación de solidaridad laboral pero también de jerarquía: los viejos se encargan de los chicos, pero de estos se exige respeto. Son conscientes de su lugar en la historia y reclaman mantener un espíritu revolucionario, de haber puesto el hombro al país y de ser sacrificados para inmediatamente después planear, con las mismas formas sindicales, el viaje de descanso. Guitarrean alrededor de una mesa en un hotel de los Yungas, entonando al calor de las copas la canción que señala el hito de su derrota y anuncio de su retorno. «Todos juntos compañeros / los mineros volveremos». Son estos hombres que agotan sus cuerpos en el socavón, sabedores de su leyenda pero también de dónde quieren tomar el sol, guardianes de su propia estirpe, quienes repelen al protagonista.

Viejo Calavera es la historia de un desencuentro entre dos agencias que no reparan demasiado una en la otra, por eso la resolución es sencilla. Es la historia del cierre que unos actores realizan a partir de un entramado de relaciones cotidianas frente a la experiencia de la libertad individual que se niega a extraviarse en deudas con el colectivo. Lo más expresivo del retorno a este tópico es que los involucrados pueden reconocerse, estar en intercambio, pero no hay reducción de uno al otro. Los mineros, en su heterogeneidad, actúan de modo compacto; Elder, en la plenitud de su deseo de beber, escapa como individuo.

Como consuelo y enigma de cierre, Elder y el padrino tienen oportunidad de reencontrarse como familia. En esa resolución, donde la reconciliación queda trunca, quizás se encuentran más elementos que reflejan qué cosas pasan hoy tanto en el lente como lejos de él. Así, el retorno a nuestros viejos temas, que se han hecho clásicos por encarnar nuestros puntos críticos, hoy podemos elucubrar otras hipótesis o preguntarnos de diferente manera sobre la fuerza de lo corporativo y la obstinación del individuo. Gardel y Razzano ya lo habían dicho en «Calavera viejo», un tango que hoy tiene noventa años: «yo pienso, hermano, que también nosotros hoy somos como otros».

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Referencias

Almaraz, S. (1969), Bolivia. Réquiem para una república. La Paz: Universidad Mayor de San Andrés.

Soruco, X. (2011), La ciudad de los cholos. La Paz: Instituto Francés de Estudios Andinos y Programa de Investigación Estratégica en Bolivia.

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