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In memoriam Martin Landau: La segunda muerte de Bela Lugosi

In memoriam Martin Landau: La segunda muerte de Bela Lugosi


Cary Grant, simpático, elegante y con un agudo sentido del humor, hasta ese momento había sorteado con destreza de estrella de Hollywood serias adversidades. Lo confundieron con un espía, intentaron asesinarlo, un aeroplano de fumigación lo embistió y lo acosó por un sembradío y hasta tuvo que verse las caras con el duro James Mason y su secuaz que lo persiguieron hasta el monte Rushmore donde Alfred Hitchcock hace de las suyas para dejar al mundo una de las secuencias más desesperantes y hermosas de su vasta filmografía. Claro que hablamos de la vertiginosa North by Northwest y de este momento del film donde el pobre Cary Grant escala, resbala, tropieza y queda colgado de esa agreste geografía que tiene esculpida la cara de cuatro expresidentes norteamericanos. Y mientras Grant queda ahí colgado, haciendo ascuas y transpirando todo su encanto y elegancia, uno de los chicos malos da rienda suelta a su sadismo y su bajeza. Casi sonriendo, con su boca demasiado grande, alto y no muy buen mozo, el actor que hace de malo le pisa a Cary Grant la mano para acelerar su caída. Yo, que hasta ese momento me había identificado con el señor Grant, ahora tenía un nuevo paradigma, la figura animal de ese sádico bastardo y su irónica sonrisa terminaron por ponerme de su lado. Claro que, en la época en que vi la película, apenas era un imberbe adolescente que tenía precarios conocimientos sobre uno que otro grupo de rock y algún que otro buen director de cine. No sabía en ese momento que ese actor malicioso, prepotente y poco agraciado se llamaba Martin Landau y que hoy me tocaría declararle un epitafio.

Landau fue el eterno “actor de reparto” en Hollywood. Es decir, el no protagonista, el secundario, el que no lleva sobre sus espaldas el peso del relato. Pero, primero Coppola y después Woody Allen, supieron explotar de él lo mismo que el venerable Hitchcock había descubierto: Un histrionismo sereno, una naturalidad ambigua, una capacidad única para actuar dejando de actuar. Su papel en Crimes and Misdemeanors, de Allen, es una muestra de ello. El hombre pasa de ser un arrogante y superficial poderoso oculista a un inseguro y victimizado sujeto de chantaje, luego le viene la culpa, la nostalgia, el arrepentimiento, para volver casi naturalmente a su forma original de ser mezquino y atorrante. El guion es bello, claro, pero la interpretación de Landau es fabulosa, catártica, preciosista y -sobre todo- natural y silenciosa, sin aspavientos. Magia pura de actor de oficio. Fue compañero de curso de Steve McQueen, amigo de James Dean y profesor de Jack Nicholson. Era un grande Landau y hora brilla más allá de la ridícula muerte.

Valga pues la ocasión para recordar su mejor papel que curiosamente es -al mismo tiempo- la mejor película (si no la única buena) de ese emo drogadicto llamado Tim Burton y también la mejor actuación (si no la única buena) de ese emo alcohólico llamado Johnny Depp. Se trata de la laureada y francamente bella Ed Wood, una irónica y nostálgica recreación de la carrera de quien fuera nombrado el peor director de cine de todos los tiempos. Pero, más allá de la tragicómica historia, la poética de su imagen y la crítica al starsystem, la película responde a una magistral lección de actuación que nos propone Mr. Landau, interpretando al olvidado, drogadicto, entrañable y oscuro Bela Lugosi: el primer y más grande Drácula de Hollywood. Landau no lo interpreta, lo encarna, lo acaricia, lo revive, lo proyecta, lo atesora y nos lo regala con esa sabia sutileza suya, poniéndonos al borde del delirio, envolviéndonos en ese manto espeso de la tragedia del hombre ridículo, del anciano que vive de glorias pasadas, del enfermo de pena, pobreza y adicción. Landau es Lugosi, no por saber ponerse su piel, sino por poder sacar su alma y su misterio profundo.

Claro, sutil, ambivalente, silencioso, sin ánimos de claudicar ante la tentación del esplendor del set y las lucecitas de colores, Martin Landau recrea el paso final hasta la muerte de ese ícono del cine clase B: el maloliente, el barato, el lúdico. Fue Sean Pean quien dijo que para un actor lo mejor que le puede pasar es que le den papeles de retrasados mentales, tontos, deficientes o tullidos pues esos enternecen a la crítica y al público. En cambio, no hay nada más difícil que encarnar al hombre común. Por eso Landau fue grande. Porque supo proyectar el intrascendente y desolado mundo interno de seres comunes, como Lugosi y así elevó a la categoría de mito lo ordinario, lo pedestre, lo irrelevante. Cada detalle imperceptible, cada gesto invisible, cada movimiento inocuo, hicieron de la actuación de Landau una pieza que la memoria del cinéfilo conservará intacta entre sus más caros recuerdos, entre las más descollantes victorias del arte y de la estética. Como Lugosi, Martin Landau ha muerto, pero sólo en esta vida, pues transita ahora el impenetrable purgatorio de los que fueron estrellas en silencio, calmadamente, sin anaqueles de oro que resguarden sus rostros o sus estatuas de cera pero con la infinita gloria de haber sido indispensables e infinitos. Mr. Martin Landau, morituri salutatem.



Comunicador y docente - [email protected]