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  • Diario Digital | miércoles, 24 de abril de 2024
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Doña Juana Danzanti

Doña Juana Danzanti



A propósito de la película boliviana Juana Azurduy, guerrillera de la Patria Grande (Jorge Sanjinés, 2016), que se exhibirá este miércoles 31, a las 18:30, en el auditorio de la UCB (campus Tupuraya), con la presencia de su director de fotografía, César Pérez, quien conversará con el público.

No sería descabellado pensar en Juana Azurduy, guerrillera de la Patria Grande, el más reciente largo de Jorge Sanjinés, como una película-cueca o, si se quiere, una cueca cinematográfica. Un filme que, al igual que ese género musical-danzístico mestizo, se debate entre la euforia y la melancolía, entre la lejanía y la intimidad, entre lo público y lo privado, entre el vértigo y la quietud, entre la furia y la resignación, entre la victoria y la derrota.

Y se va la primerita…

Simplificando el análisis espacial de Juana Azurduy, podría afirmarse que el grueso de la cinta se desarrolla en dos grandes escenarios: la sala de la casa donde la guerrillera chuquisaqueña recibe y relata sus peripecias a los libertadores Simón Bolívar, Antonio José de Sucre y José Miguel Lanza, y los campos de las batallas (montañas, bosques, ríos, etc.) donde ella y otros próceres altoperuanos pelearon contra los españoles. Esta separación espacial, directamente vinculada con los dos tiempos en que se relata el filme, es imprescindible para entender las elecciones de puesta en escena de Sanjinés. Mientras el tiempo-espacio del encuentro entre Juana y sus invitados -que es el de la supuesta victoria que ha llevado a la independencia- está rodado con un estilo cuasiteatral, casi siempre en interiores y con una cámara que observa con cautela a sus personajes interactuando entre sí y con algunos objetos; el tiempo-espacio de las batallas -que es el de la búsqueda de la independencia- se teje visualmente con planos panorámicos, travellings (y grúas) muy medidos y una cámara en mano o en steady que se mezcla entre los personajes y las acciones, a la usanza de El enemigo principal (1973) o de La nación clandestina (1989), pero a momentos con mayor grandilocuencia.

Un necesario aro…

A esa grandilocuencia visual, denostada por quienes se fijan más en el presupuesto que en el contenido de Juana Azurduy, le debe la película algunos de sus excesos (subrayados por el relato oral y catedrático de ciertos episodios históricos o la recreación de capítulos innecesarios), pero también varios de sus mayores aciertos. Para muestra, dos botones. Uno: el encuentro en una montaña entre los guerrilleros conducidos por Manuel Ascencio Padilla (el marido de Juana) y los indios yampara, una secuencia a la que César Pérez (el mayor director de foto de nuestro cine está de vuelta en la casa y en su mejor forma) le estampa, desde la distancia, una belleza plástica arrebatadora, redondeada por la partitura -vernácula y contemporánea- de Cergio Prudencio (otra figura imprescindible de la historia del cine boliviano). Desde ya, una de las secuencias más hermosas de nuestro cine. Dos: la apariencia western de los paisajes, del arte y de ciertas acciones (las indias ululantes en la batalla) le permite a Sanjinés apropiarse de los códigos institucionalizados del cine industrial, pero solo para subvertirlos en el relato y el discurso. No se trata, pues, de una suerte de “La conquista de los Andes”, sino, más bien, de “La emancipación de los Andes”: la épica en la que los indios, lejos de ser arrasados en nombre del impulso civilizador, se alían con los mestizos para su liberación. Y vencen, al menos en principio. ¿Acaso podemos dudar de que Sanjinés sigue pensando y transformando las formas del cine?

Fin del aro…

La división espacial a la que se aludía tiene apenas dos momentos de excepción. El primero se produce cuando Juana lleva a Bolívar, Sucre y Lanza hasta un mirador natural desde el que literalmente otean el tropel de la propia Azurduy y de otros montoneros, en una luminosa batalla del pasado. Se trata, pues, de una nueva versión del plano secuencia integral de Sanjinés, probablemente el único de su tipo en toda la cinta: un movimiento de cámara sin cortes en el que presente (el de la independencia) y pasado (el de la guerra por la independencia) se encuentran. El otro momento de excepción es el de la cueca hablada y bailada, acaso la secuencia más esencial de todo el filme, la que sintetiza su planteamiento discursivo y formal. Su carácter excepcional se debe a que también lleva a Azurduy y a sus tres visitantes al exterior, puntualmente, al patio de la casa que ella ocupa. En este caso ya no es un plano secuencia integral, pero sí un largo plano secuencia. El plano secuencia de una danza que, por su ubicación y su sentido para el filme, nos remite inevitablemente a otro baile, el Jacha Tata Danzanti de La nación clandestina.

Y ahora sí, se va la segundita…

Si digo que el citado plano secuencia es una cueca, no es solo porque se ocupe de poner en escena esa que bailan Juana Azurduy y Simón Bolívar, sino porque todo el plano secuencia está concebido y coreografiado como una cueca, incluso antes de su ejecución musical y danzística. La secuencia se aprecia como una cueca hablada y bailada, porque, de hecho, completa sus dos grandes partes (la primera y la segunda) empleando la palabra y el cuerpo. La cueca no comienza ni con la música ni con el baile. Comienza en el momento en que Juana sale a su patio y se lanza a interpelar a sus visitantes (Bolívar y Sucre, básicamente). Y con ella, se lanza también la cámara al vaivén de la cueca. Asume su coreografía básica, que se funda en el acercamiento y el alejamiento de los dos bailantes.

La primerita es el duelo verbal que enfrenta a Juana con Bolívar y Sucre. En su ejecución, la heroína arremete contra los dos héroes y los cuestiona por la fragilidad de su victoria, por el riesgo que corre la nueva República una vez que ellos se marchen. El duelo detona tensiones históricas muy propias en el cine de Sanjinés, que adquieren la forma de la cueca y las idas y venidas en que se enfrascan sus protagonistas y la propia cámara. En este primer momento se impone la furia que sobreviene a la victoria y la euforia.

La segundita es la ejecución musical y danzística como tal, que se produce en el momento en que Azurduy es consolada por Sucre tras constatar que la suya es una patria sin padres: la huérfana Bolivia (que no Virginia, si de cuecas hablamos). Los instrumentos en afinación invitan al baile que consuman Azurduy y Bolívar para intentar reponer la alegría. Sin embargo, la cueca solo convoca la melancolía, la derrota y la resignación por un país a punto de perder su independencia ante nuevos dueños, ya no ibéricos, pero dueños al fin. Así, este plano secuencia, conceptual y coreográficamente resuelto en torno a un ritmo mestizo-criollo por excelencia, sintetiza la apuesta discursiva de un filme que se tensiona entre el artificio teatral de una victoria pírrica, que se celebra en presente, y la grandilocuencia visual de una guerrilla heroica abocada a una independencia truncada, que evoca con nostalgia un pasado insurrecto.

Ahora bien, más allá de su relevancia para este filme, el ritual danzístico tiene un lugar privilegiado en la obra de Sanjinés. De ahí que la puesta en escena de esta película-cueca nos remita, inevitablemente, al Jacha Tata Danzanti, la danza que baila hasta morir Sebastián Mamani, el protagonista de La nación clandestina, para reconciliarse y redimirse ante su colectividad indígena. Y esta no es una lectura antojadiza, porque, bien vista, la cueca en Juana Azurduy ocupa un lugar similar en la estructura del relato y de similar trascendencia para el discurso del filme que el ocupado por el Jacha Tata Danzantien la obra mayor de Sanjinés (y de nuestra cinematografía). En ambas cintas, los bailes ejercen una función análoga al clímax de una narración convencional: el momento de mayor intensidad dramática, que deriva y condiciona irreversiblemente el desenlace, el cual se produce inmediatamente después. Se trata, en efecto, de un momento de conflicto. En el más reciente largo del cineasta paceño, el conflicto es el ya relatado entre Juana y los libertadores; mientras que, en el filme de 1989, el conflicto se manifiesta en la discusión entre los comunarios -que vuelven cargando los muertos de un enfrentamiento con los militares- y el anciano que defiende el ritual de Mamani. Eso sí, a diferencia de lo que ocurre en Juana Azurduy, en La nación clandestina la danza no se completa en un solo plano secuencia, sino que se construye con cortes, muchos cortes (probablemente sea una de las secuencias con más cortes de toda la película). Otra diferencia: al contrario de Mamani, Azurduy no asiste voluntariamente al ritual de la danza; es invitada, casi compelida por los libertadores. No baila la cueca de mala gana, pero lo hace sin convicción, sin alegría. No encuentra en el baile su redención, sino su condena. Por lo demás, estamos ante dos secuencias que dialogan de forma portentosamente natural.

Otro aro, breve, pero necesario…

Bien se me podría acusar de sobreinterpretar esta cueca cinematográfica, pero, en mi defensa, solo puedo aducir que el de Sanjinés es un cine que viene pensando las imágenes en movimiento, cargándolas de ideas e interpretaciones desde hace mucho y con una convicción ideológica que, a estas alturas, no debería admitir impugnaciones coyunturales. Como en ningún otro caso en la cinematografía boliviana, las imágenes del cine de Sanjinés han alcanzando una incontestable autonomía de pensamiento, con lo cual ya no requieren del magisterio del director, de su explicación fuera de la pantalla, sino que se revelan con naturalidad para el que las quiere ver, e interpelan al que se entrega a decodificarlas y discutirlas. En una tradición cinematográfica como la nuestra, que no piensa las imágenes o que las acomoda a las ideas en boga, la voluntad reflexiva del cine de Sanjinés no puede ni debe ser ignorada por argumentos tan fatuos y volátiles como el de su adhesión abierta y consecuente –que no oportunista ni acrítica- al proceso de cambio.

Fin del aro…

No podemos, pues, ignorar gestos tan inequívocos como los que siguen. En ambas películas, a la secuencia del baile sucede la de la despedida, que en La nación clandestina es el cortejo fúnebre y en Juana Azurduy, el retiro de los tres paladines y su ingreso a la carroza. Y a la despedida sigue la imagen del rostro del protagonista: de Sebastián Mamani, que contempla su muerte con una mirada de reafirmación hacia su colectivo, una mirada que se congela y perdura; y de Juana Azurduy, que observa cómo es abandonada por la historia, que contempla su muerte en vida y que finalmente sale del cuadro para dejarnos ante el vacío, ante una mirada que se esfuma (o la esfuman). La mirada de Sebastián lo devuelve a la nación clandestina, mientras que la mirada de Juana le depara su destierro de la nación oficial. Ella es también paria de la nación boliviana y su mirada es el testimonio de su confinamiento. A su manera, Juana Azurduy encarna esa otra nación clandestina que, subsumida solo en el discurso por la nación oficial, fue en la práctica desterrada por los “doctorcitos” que echaron mano de la política para apropiarse de la independencia conquistada por otros. Si en La nación clandestina, el Jacha Tata Danzanti era el baile de la redención, el ritual indígena que consumaba la reintegración del sujeto a su comunidad; en Juana Azurduy, la cueca funciona como el baile de la derrota, el ritual mestizo-criollo que consuma el olvido al que está condenada la heroína. Siendo así, lo más probable es que la redención de esta Juana Danzanti no esté en la historia ni en la nación, sino en esta película, en esta cueca cinematográfica que le ha compuesto el maestro Jorge Sanjinés.

Periodista – [email protected]