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  • Diario Digital | martes, 23 de abril de 2024
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Yo, Daniel Blake

Yo, Daniel Blake



A la espera de la nueva película que será erigida como la gran vencedora del Festival de Cannes 2017, que se celebra hasta este 28 de mayo, la RAMONA ofrece una crítica de la campeona aún vigente, la que el año pasado se llevó la Palma de Oro, una obra abiertamente política y urgente, gentileza del británico Ken Loach.

Aunque muchos digan que las películas no deben competir entre sí, los premios sirven, entre otras cosas, para visibilizarlas. Si no era que se llevaba la Palma de Oro del pasado Festival de Cannes 2016, no creo que hubiese visto la dramática Yo, Daniel Blake (I, Daniel Blake), del realizador británico Ken Loach. Una película que muestra a un monstruoso y blindado Estado, como el inglés, contra el pequeño y desamparado hombre de a pie. Y si bien es cierto, como muchos lo dijeron en su momento, que la película ganó porque respondía a una urgencia política, con los días la película, así como esa urgencia, va creciendo en el espectador. Más aún si uno se sienta a ver las noticias e intuye que todos estamos sentados en un caldero hirviente a punto de estallar.  

Daniel Blake (Dave Johns), un poco cascarrabias y mucho de buen corazón, tiene 59 años y está fuera de nuestro tiempo: apenas puede entender cómo funciona un computador y menos aún un Smartphone. Ha trabajado casi toda su vida en el noreste de Inglaterra como carpintero, ha quedado viudo y de ahí en adelante nada lo salvará porque simplemente no está preparado, como casi ninguno de nosotros, para tanta miseria. Su corazón ha empezado a fallarle, no tiene trabajo, necesita ayuda del Estado por primera vez y todos los trámites requieren llenar formularios en línea, enviarlos por mail o por un celular. O sea, chino.

Lo único que le distrae de su propia desgracia es otra desgracia, la de una madre soltera, Katie (Hayley Squires), que ha quedado en la pobreza y a la que el Estado ha mandado a vivir lejos de Londres y de la ayuda de su madre, y la que literalmente no tiene qué comer ni qué dar de comer a sus hijos, Daisy y Dylan. Daniel y Katie se acompañan y ayudan como pueden en su lucha contra la burocracia demoníaca que los hace “andar en círculos”, como dice David en algún momento de la película, al ser expulsado de las oficinas de asistencia social.

Yo, Daniel Blake va creciendo luego de verla, con los días.  

La película escrita por su colaborador habitual, Paul Laverty, insiste en el drama, te hace llorar y sentir un poco más tranquilo. Como si quisiera asegurarse de que entiendas lo que pasan los menos afortunados; lo que sienten cuando se enfrentan a un Estado que debería escucharles y darles cierta seguridad. Insiste en escenas dolorosas y extremas, como cuando Katie entra en una tienda y se roba un desodorante y toallas higiénicas porque no tiene un dinero extra para eso y, para rematar, después de ser atrapada por el guardia de seguridad y llevada ante el gerente de la tienda que le perdona, el mismo guardia, a la salida, le pasa su número de teléfono para darle un trabajo como prostituta, el cual, después de pasar mucha más hambre, termina aceptando para vergüenza de ella y de Daniel.

U otra, cuando Daniel vende todos sus muebles para tener algo de dinero. ¿Es necesario este “recurso fácil” que denunciaron los críticos especializados en el Festival de Cannes, mientras tipeaban a toda velocidad y le daban un masco a su sándwich festivalero?

Parece que sí, sí son necesarios estos “recursos”, estas “trampas”, este “escandaloso sensacionalimo”, este “abuso de los subrayados y de los golpes bajos al estómago y la sensibilidad del espectador”. Y es que quizá no entendemos lo que pasan los más desposeídos, no entendemos el absurdo de las normas y la burocracia, no entendemos el juego en que nos distraen los más poderosos, no sabemos siquiera cuán dormidos estamos. Y se necesita romper la coraza para que algo de luz nos impregne, nos vuelva comunidad, la comunidad que está para los menos afortunados.

Con los días la película crece, miras a la gente que pasa a tu lado y te preguntas si habrán comido, si dormirán en un solo cuarto con toda su familia, si se les murió alguien.

En realidad, Ken Loach hace lo que hizo siempre. Como en sus otras películas, permanece leal a sus ideas y a su mirada crítica de cómo el Estado de bienestar de su país es en realidad un sistema que termina con sus ciudadanos. En ese sentido, la honestidad y la fuerza de la película son incuestionables.

Pero en Cannes la película no creció, no hubo tiempo ni tampoco espacio.

Como pocas veces, había muchas buenas películas seleccionadas que merecían ganar y todos los críticos tenían, como todos, sus favoritas. Compitieron a lado de Loach, por ejemplo, el que, según yo, debió llevarse la Palma de Oro, Jim Jarmush (Estados Unidos) con Paterson; Paul Verhoeven (Holanda-Francia) presentó Elle, interpretada por una maravillosa Isabelle Huppert; Maren Ade (Alemania) con Toni Erdmann, Pedro Almodóvar (España) con Julieta, Oliver Assayas (Francia) con Personal Shopper, los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne (Bélgica) con La muchacha desconocida y Kleber Mendonça Filho (Brasil) con Aquarius, interpretada por un estremecimiento descomunal llamado Sonia Braga.

No extraña que la prensa y la crítica hayan enfurecido cuando supieron que la austera Yo, Daniel Blake había ganado la Palma de Oro, habiendo tanto talento y variedad de propuestas visuales y narrativas alrededor.

Y lo que más enfureció a la prensa seguramente ha tenido que ver con que no se hayan visibilizado sus entrenados y exquisitos gustos, sino una película necesaria en tiempos en que las guerras traen más y más personas a estados de aparente bienestar para ser, igualmente, fulminados tarde o temprano. Hay momentos en la historia en que el arte es más digno como mensaje que como objeto estético.

Productora y gestora cultural - [email protected]