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  • Diario Digital | martes, 23 de abril de 2024
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El fuego de oro

El fuego de oro



“En la mina todos somos oro, somos arena que lava el encuentro, portal sobre nuestro camino la Conquista por seguir obteniendo” (Fragmento de “Yo de ingeniero”).

Escribir sobre El fuego de oro, nuevo poemario de Andrés Villegas Rojas (La Paz, 1981) es un ejercicio de la internación absoluta a ese silente espacio que termina acunando el deseo más esencial y delirante por encontrar algo. Voy a permitirme una acentuación en el verbo “encontrar”. La excitación, el delirio, el fracaso y la melancolía de la adrenalina del buscar se conjugan en la articulación final del encuentro. Es decir que todo el proceso existencial que implica la búsqueda de nuestros deseos se reduce en el simple acto de encontrar un punto y, en la misma medida inmediata, perder toda la sensación vital de llegar a ese punto. Estamos tendidos al terror del impacto de disparar una bala en la cabeza, pero el proceso de preparar el arma nos provee de una eternidad de vida.

El fuego de oro es un poemario con el que nos metemos a pequeños pasajes. Laberintos de lugares contenidos en algo mucho más grande y a la vez difícil de delimitar, lo que hace que la lectura de cada poema cobre un ritmo y un sentido más emocionante. El lector se contagia del ánimo de la búsqueda. La mina es el texto. El oro lo es todo; es el pan es lo poético, es también ella.

Me llama la atención que la inauguración del universo de El fuego de oro sea una invitación directa a lanzarse a la aventura, a la peregrinación, a la fantasía, al inicio de la búsqueda, donde lo primordial es la multiplicidad de posibilidades. Cuando el inicio del camino resguarda tantas historias aún por contar, cuando es necesario hacer de la posibilidad del cielo una aldea.

El primer poema se llama “A vuelo”:

“Antes que el aire cierre su boca

Sabremos llevar la pluma del silencio.

Su margen nuestra distancia

tamaño recorrido entre letras de pan y juegos en fruta

cuando tomamos el té ya

sin sus poemas”.

El último poema es un trazo final que redondea la lógica circular de un libro que trata de cifrar el fantasma momentáneo que el escritor es mientras lo escribe, de forma contraria al inicio del vuelo de la posibilidad infinita que conlleva la búsqueda. Las cosas para el final son diferentes. La búsqueda de a poco ha ido encontrando respuestas. El oro en los socavones ha mutado a veces como bien, otras veces como mal, a veces te sana y otras veces te enferma. El poema final es “Vino en soga”. De las nubes del vuelo del principio, recaemos en volver al amarre del suelo, de la soga de haber finalizado la búsqueda; pero, en la ambigüedad que causa el llegar, parece que no simplemente vino la revelación que nos amarra a la realidad, sino que los efectos del festejo final del vino por el encuentro a eso que se buscaba solo eran posibles a través del amarre de una soga que nos hace retornar a suelo firme. De todas formas, la búsqueda ha terminado, hemos encontrado oro; pero más importante que aquello es el fuego que ha causado su búsqueda.

“Sobre la fogata baila el tigre,

en la arena el pez dorado espera su ola,

el regalo más grande en forma de Gala,

al despertarme bendecido

sediento de amor”.

El té del principio ha sido terminado, es decir que el ciclo del soñar que diseña toda búsqueda ha llegado a su fin. Para esta dimensión, como el poemario apunta, no se necesita la poesía. Pero al final ella es imprescindible. La sed se ha vuelto aún mayor, el poeta ha despertado, el encuentro final ya ha sido dado. El volátil mundo del sueño ha quedado pausado, hasta que se agote el ciclo del encuentro. Entonces, para sobrevivir despiertos necesitamos la posibilidad de soñar, de habitar poéticamente el mundo, de encontrar en la búsqueda de nuestros tesoros el fuego que hace heridas y también cosquillas.

Hay fuegos que nos perpetúan:

“Volver es lejos de estar

cuando todo envejeció mientras uno caminaba por bordes al viento

y buscándole gramos al sol” (Poema: “Casa antigua”).

Hay fuegos que nos renuevan:

“[…] agradezco su brisa fulminante sobre mi piel mojada,

Saber que tengo una casa,

Un nuevo nombre,

Un lugar para pintar” (Poema: “Trino”).

Hay fuegos que nos enseñan:

“Cuando nacen las palabras bonitas: trabajo mujer vida gracias

y por sus gramos la lucha” (Poema: “Oro para la madre”).

Hay fuegos que nos revelan:

“En cada forma se objetan nuestras gotas,

su reflejo siempre está en las ventanas,

los muebles tienen su espalda,

los cuadros miran lo que su cabeza vistió.

Nacer buena no es justo,

los malos siempre ganan […]” (Poema: “Ombligo”).

Hay fuegos que nos rechazan:

“[…] tener miedo y no apostar,

dejar la corona y negar el fruto noble de tu herencia” (Poema: “Ombligo”).

Hay fuegos que abandonan:

“Rompí el paraíso, despegué al respirar.

los árboles que no crecen, el pasto sin calor, las manos en fatiga

y escapo del gozo,

la distancia al filo del pretil.

Siendo eso que ella no escucha,

las heridas que trato de ocultar,

esa frecuencia que trae abismo

cada vez que firmo mi nombre mal escrito,

esos cigarros que fumo sin miedo

pero temblando” (Poema: “Trabajo”).

Hay fuegos que son de oro.

Escritor y filósofo - [email protected]