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  • Diario Digital | martes, 23 de abril de 2024
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Matinée doble en el fin del mundo

Matinée doble en el fin del mundo



Relato íntimo de las funciones de cine de los domingos con las que el autor, cineasta y poeta, creció en su niñez.

Mi padre era el primer traductor de lo que pasaba allí al frente, especie de lucha entre la segunda y la tercera dimensión, una claridad que surgía gracias a la oscuridad y que venía a explicarse en el haz de luz del proyector, misterioso diamante líquido, que conjuraba a ambas detrás de nosotros. Siempre me tranquilizó mirar ese punto luminoso, huir de la película hacia lo real o hallar espacio para mis pensamientos sabiendo que la ficción aún nos cobija. Recuerdo las matinés dobles del domingo por la tarde. Éramos aún pequeños y tras la mirada cómplice del boletero —una persona de ojos casi rasgados en quien yo suponía un conocimiento o unos contactos con el mundo del cine como si fuera el crimen organizado: atractivo y peligroso a la vez— nos sumergíamos en una atmósfera jovial antes del inicio, en minutos de cómoda confianza.

Teníamos entradas que brillaban como oro gratuito, las que conseguía mi padre a cambio de publicidad en el periódico. Eran domingos de gloria, nos encontrábamos elegantes y con una sola entrada bipersonal íbamos tres o cuatro primitos, ante la advertencia semanal y finalmente tajante negativa del boletero convertido en cancerbero, que no nos dejó pasar más. ¿Qué hicimos sin el cine del domingo? Por un instante seguro el suelo se hizo de gelatina y los edificios de cartón piedra. Permítanme contarles cándidamente que en esa época el cachorro Benji, que parecía un chapita boliviano, llegó a la pantalla a salvar a unas indefensas crías de otra especie.

Nosotros, que admirábamos incluso a un Volkswagen que hablaba, claro que fuimos a verle. Sobre el intenso final, cuando el dueño de Benji regresa a buscarlo a una isla a la que un guión repleto de peripecias le ha llevado (cuántos Benjis accidentados), cuando el chapita no puede acudir aunque lo desee pues se encuentra cuidando a las crías de otro especie, a la enésima pregunta suplicante de su dueño ya con un pie en el bote (“Benji, ¿dónde estás!?”), mi primo de cinco años totalmente compungido y en lágrimas —y revelando siniestras funciones de la cuarta pared— gritó con voz desgarradora: “¡Aquí está! ¡Aquí está!”. Y toda la gente del cine se rió, pero él siguió llorando junto a Benji que no sube nunca al bote… Catarsis, hermosa función de nuestras neuronas, espejo gracias al cual todo nos puede resultar empático. Termina la película estelar, sin créditos. A veces casi se sobrepone el final de la primera con el inicio de la segunda, haciendo footage estilo Stan Brakage o cine-música hecho de filme viejo, y la diferencia de audio, la variación de la fotografía y los minutos iniciales robados por el indiferente censor-proyeccionista provocan una confusión desagradable.

La extraña segunda película de la matinée doble, la no anunciada, la que llega en paquete y se resigna a la ausencia publicitaria, inicia. Fue muchas veces esta el reverso del entretenimiento fácil: la reflexión y el reconocimiento de emociones que, si bien eran vividas por estadounidenses o británicos, las sentía cercanas y hasta necesarias. Un hambre de mundo y una sobrecogedora idea de realización crispa mi estómago. Es una entrañable película de Merchant Ivory, en la que el objeto más importante es un cuadro pequeñito en que se revelan o sobre el que se vierten los anhelos de los amantes. Las ilusiones perdidas, la fatalidad y la esperanza. Hay que decir que todo el primer acto y hasta bien entrado el segundo nosotros jugábamos, pero poco a poco la película me ganó. La relación de esta pareja que no podía vivir su amor y eso como insertado en el paisaje hecho cuadro: representación inserta en representación y esto puesto ante nosotros: efecto droste.

Sí, la intuición de que mi vida fuese también una película y que estuviese ocurriendo como una virtualidad, aún si esta no será contemplada por otro más que un espectador secreto en mí, ficción proyectada —temprana intuición que se emparenta en mucho al velo de Maya hinduista o al vacío budista.

Extraño que el cine, que nos dice cómo desear, se asemeje en método a la enseñanza que propone la eliminación del deseo. Al final de esa película de Ivory, caminaban los personajes por el paisaje real cuya pintura siempre les hubo acompañado: una sensación amarga y victoriosa a la vez, un extraño reconciliarse de la representación y su modelo. Segunda película fue la intensa Día de furia de Schumacher y alguna más de un sentimiento delicado que trataba de ser policial, pero desbordaba en perplejidad y nostalgia, que solo puedo recordar como imágenes de un denso sueño.

Ahora es el final de la sesión doble, las seis de la tarde de un domingo a finales de los 80 del siglo pasado, el clímax de la segunda película se acerca. Y trae consigo una urgencia, un nerviosismo que rápidamente se convierte en tristeza, sufrimiento por una pérdida inminente. Con los ojos fijos en la pantalla, sabía que la pérdida ocurría adentro y afuera, en mi vida de la cual ese momento yo me encontraba ausente. En el mundo real ocurría… Y me imaginaba, por ejemplo, la vida de mis padres desolada, como si yo debiese prestarles una ayuda importantísima y ya imposible ¿por culpa de la película?, que quizás consistía en mi sola presencia: atestiguar ese momento y no esta sucesión de momentos sellados que era el filme.

La película mostraba así un aspecto devorador de tiempo, una trampa mortal. No sé decirlo con precisión, pero, en pocos minutos, esa triste certeza de estar perdiendo algo vital me invadía de forma inconsolable y se vinculaba con el hecho de ser final-de-domingo, desasosiego que creo universal. La película brillaba en forma preciosa y desconsolada. Quisiera gritarle “¡Detente! Déjame vivir! Dura para siempre!”, confiar, como mi primo de cinco años, en que mi grito de alguna forma reordenaría o corregiría el curso de un tiempo que ya había sido esculpido, para llevar la escena al mejor de los mundos posibles. Es más, pensaba en darle a ese mundo una posibilidad real y no la mera representación, porque no puedo negar que casi toda la película me ha hecho feliz y es la precipitación del final la que me aflige, algo como la declaración de Selma en Dancer in the dark: “I like musicals cause nothing dreadful could ever happen. But those things happen indeed!”. O como al final del Felinnis Casanova: la duración a perpetuidad aún a costa de la misma vida. Sabía que existía algo real y amenazador esperándome en la puerta del cine, por ejemplo, mis tareas del colegio, que en el paso de domingo a lunes, para un niño de ocho años, son un dilema de pesadilla, o la ausencia de amor para un adolescente, lo que una vez al salir de la vieja Cinemateca me llevó a seguir pausadamente a una extraña a quien creí preciosa y en quien creí hallar la misma comunión con la película, cuando solo había visto su cabello y su espalda cada vez más insertos en los neones y el ajetreo de la vieja La Paz. Sin embargo el encontrar las últimas luces del día en la puerta de la sala restituía la esperanza. Recuerdo que una vez, al final de las películas, los primitos cortamos flores de una plazuela para regalárselas a nuestras madres. Fue idea mía. Era mi presente para ella por el tiempo en que la película me absorbió y al cual sobreviví.

Cineasta y poeta