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Velo Maya: Apuntes filosóficos desde la tradición oriental

Velo Maya: Apuntes filosóficos desde la tradición oriental
Para Platón, la realidad material no es más que la sombra del “Mundo de las ideas”. Lo sensible es una copia imperfecta de lo abstracto. Aquello que nos libera de la ilusión es la razón. Este fue, durante largos siglos de nuestra historia occidental, el paradigma dominante. Schopenhauer, sin embargo, planteó su inversión. La razón es la que engendra la ilusión (llamada Maya en la tradición budista).

Este velo de lo ilusorio es natural en un espíritu encarnado. Nuestra percepción es nuestra limitante. Y no solo en un sentido corporal, sino también espiritual. Al animar un ser, y solo un ser, nuestra consciencia se ve reducida. Es la verdadera función del cerebro: actuar como una válvula reductora de consciencia (según Aldous Huxley). La condición necesaria para el Maya es el “Yo”. La condición suficiente, el egoísmo.

La razón, para Schopenhauer, es un instrumento más del ego. Así, cuando nos relacionamos con los otros de manera únicamente racional, obtenemos meras representaciones de sus motivos y sentimientos. En cambio, si lo hacemos empáticamente, es decir, con el corazón, obtenemos una visión más pura de lo que es el otro. En esto último radica la posibilidad de sentir al prójimo como a uno mismo.

Al vernos obligados a tomar decisiones bajo este velo del ego inflamado, enfermamos. Se anquilosa nuestra capacidad volitiva. Se empaña nuestra consciencia: se hace más subjetiva, más espuria. Esta tiniebla envuelve al espíritu succionando su energía vital, reprimiendo sus movimientos.

Hay síntomas: nos ofendemos pronto, como si todo estuviera girando entorno nuestro. También nos sentimos alagados con celeridad, cuando quizá nuestros logros hayan sido acompañados por las circunstancias, la suerte o la voluntad de otros. Con el Maya, desviamos todo hacia nosotros mismos. Somos el meollo del universo. Y, como una mente así no es normal, sino patológica, su condición necesita ser alimentada, cosa que no es difícil.

¿Cómo lo hace? Simple: confundimos ideales ajenos con ideas propias. Incorporamos conocimiento en función a la dificultad que nos tomó aprehenderlo. No hay crítica. Solo un hambre voraz de ser más, así lleguemos a contradecirnos en el proceso. Poco importa. La lógica es el sucedáneo —el vicario— del sentido común, es la aliada de la confusión. Esto, a nivel individual. La consecuencia: abulia.

A nivel social, el caldo de cultivo actual es perfecto. La modernidad es sumamente individualista, cuando no egocentrista. La opinión, después de haber sido satanizada por Platón, hoy en día pasa a ser sacralizada por las masas. Esto degenera en dos condiciones ya vislumbradas por Nietzsche y Marx: nihilismo y enajenación. La falta de fe, la falta de esperanzas en un orden social mejor, es encubierta por una idolatría del individuo.

Se dice a menudo que “No hay nadie más feliz que un ignorante”. Sin embargo, dudo que el conocimiento pervierta la mente o haga sufrir al espíritu en virtud de una consciencia más amplia. Aun así, hagamos un esfuerzo por tratar de ver lo que de verdad hay en aquél aforismo.

Lo particular de esta turbación del alma es que no es tormentosa. Es gustosa. Es todo lo contrario a una pesadilla: es un sueño lúcido, o bien, un sueño que se cree lúcido, que se engaña a sí mismo a la perfección. Ni se sospecha que se esté dormido. Al parecer, uno tiene total control sobre su vida. De hecho, el control de la propia vida es uno de los razonamientos que contribuyen a incrementar el Maya. Este no admite que las cosas salgan del fuero del sí-mismo. Con este velo, somos sonámbulos en vigilia.

¿Cuál es la causa de esta condición? Sabemos que tiene que ver con el egoísmo. Pero, ¿por qué somos egoístas? Marx respondería que por una derivación expresa de un determinado “modo de producción”. Y algo de razón tendrá, pero no toda. Intentemos ver más allá de la materia. Hermes Trimegistro nos ayuda. Según él, o sus discípulos, lo que ocurre en el curso normal de las trasmigraciones de almas es un proceso de individuación. Podemos ver esta evolución a través de la noción de pertenencia holística que en principio tenían los pueblos primitivos.

Aristóteles, con su lógica, nos ayuda a entender indirectamente este fenómeno. Tertium non datur es el principio por el cual una variable A, distinta de B, no encuentra una reconciliación C, en la que ambas sean iguales. Esta separatividad engendra la ruptura de todo holismo. Ya nadie se siente “uno con el otro”, justamente en virtud de ser alguien distinto. He aquí el problema. He aquí la ilusión. El Todo es indivisible: creer lo contrario hace que el Maya nos cubra, nos envuelva.

¿Antídotos? Hay varios. El conocimiento, librado del egoísmo, de la voluntad de dominio sobre el otro. Los Vedas y cualquier otro libro sagrado tienen entre sus metáforas las claves para la comprensión del Todo. Otra vía es la cristiana: hacer el bien sin mirar a quién. Amar a tu prójimo como a ti mismo. Esta es la senda altruista, que, con el tiempo, subvierte el ego enfermo. Y la última vía es la noética: a esta la traicionamos al describirla en palabras, pues no es asequible a la razón, a las palabras, ni a la experiencia. Es una vía extática, en la que el ego se disuelve, y las puertas de la percepción se abren a su dimensión original, sin reducción de la consciencia.

De cualquier forma, el velo —ese que cada uno reconocerá o no a su modo—, es, en definitiva, el origen de los males terrenos.

*Seudónimo