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  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
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El títere y el hombre americano

El títere y el hombre americano



Breve reseña histórica del origen de este arte escénico que en Cochabamba tendrá un acontecimiento internacional, el Festitíteres que se desarrollará de martes a viernes a las 19.30 horas, en el Adela Zamudio.

En octubre de 1492, marinos hispanos -en busca de un nuevo camino a las exóticas y preciadas especias del oriente- cruzaron “la mar oceana” en ruta hacia el oeste. Cuando se supo que habían llegado a una tierra que Europa no conocía, llamaron “descubrimiento” a lo que, para ellos, sería un nuevo mundo. Su enfrentamiento con los pueblos que habitaban tanto las islas como la tierra firme se revelaría como una verdadera invasión; un proceso sangriento y aniquilador.

A pesar de las grandes diferencias entre los sistemas culturales de los pueblos que ahora se encontraban, la existencia de muñecos animados, asociados a ceremonias rituales y epopéyicas entre los pobladores del nuevo mundo, reveló una realidad que los “descubridores”, conociéndola, trataron de encubrir.

Los títeres no fueron considerados por la jerarquía católica como mero entretenimiento, sino como medio de comunicación importantísimo e instrumento valioso de conquista. En las naves de Hernán Cortes, con proa a la conquista de México, iban dos titiriteros españoles. A estos precursores del siglo XVI les sucedieron otros, como Juan de Zamora. Desde 1791, los mismos teatrillos ambulantes que recorrían los caminos ibéricos lo hacían ahora por las villas de la extensa pampa Argentina.

El volatinero Joaquín de Olaez fue uno de los hombres que solicitó al Cabildo de Buenos Aires autorización para levantar su retablo y realizar presentaciones. Un gran número de titiriteros se presentó en La Habana, donde mostraron sus habilidades y artimañas. Más tarde fueron a México y Perú en busca de mayores utilidades. Es de suponer que el repertorio exhibido en estas latitudes -sobre todo el de teatreros españoles e italianos- era el mismo que se veía en las plazas, ferias y días de mercado del Viejo Mundo. Lo cierto es que los espectáculos más populares de la época eran los bailes de mascaras, comedias, juegos, saltimbanquis y los títeres.

Como forma significativa del arte popular, el teatro de títeres había demostrado capacidad de evolución a través de los siglos, adaptándose de continuo a disímiles culturas, como las de los pueblos africanos. Sus hombres y mujeres también aportarían un poderoso hacer en la defensa de su identidad, a pesar del nuevo contexto social. Sin embargo, durante 500 años no surgió en esta parte del Atlántico ningún personaje-títere capaz de simbolizar lo que para sus culturas fueran el turco Karagoz, el inglés Punch, el ruso Petrushka, el francés Guignol, el italiano Pulichinela o el más cercano don Cristóbal.

Habría que esperar la llegada del siglo XX para que nacieran, calando en las profundas raíces de la criollez, los portadores de la esencial sensibilidad del hombre americano. De la mano deífica del argentino Javier Villafañe resplandecieron Juancito y María; el peruano Kusi-Kusi nos sonríe con la repetida alegría del Viky y Gastón Aramayo; en el México de Germán List Arzubide, desde su estridentismo poético, surge Comino, en la era dorada del guiñol mexicano; en Cuba, Pelusín del Monte estremecerá el corazón de su creadora, Dora Alonso. Otros personajes-títeres podríamos nombrar, pero estos, con apenas 50 años de existencia, han trascendido ya al convertirse en parte del acervo cultural de sus países.

Director del Teatro Nacional de Guiñol de Cuba