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Investigar las pesadillas

Investigar las pesadillas



Sobre Dylan Dog, el cómic de misterio del historietista y novelista italiano Tiziano Sclavi (1953), y las aficiones de su compatriota Umberto Eco (pensador y escritor, 1932-2016).

Hoy nos falta a todos, Umberto Eco se ha marchado. En el mejor de los casos, al encuentro de esos otros obsesivo-compulsivos de la historia, que labraron, como él, el gusto por las letras, el arte y la cultura en general. En las redes sociales, que tanto abominaba, muchos de los fans italianos del cómic lo recuerdan por su afición a Dylan Dog.

Alguno ha tenido incluso el atrevimiento de diseñar un fanart de portada, con Umberto al lado del Investigador de Pesadillas. Otros han recordado lacónicamente su aparición en el número 136 del cómic (enero, 1998), como el profesor Coe: un homenaje del autor a su maestro, ahora desaparecido. El título de aquél episodio era sublime, pero dolorosamente premonitorio: “Arriba, Alguno nos llama”.

Eco decía que solamente leía y releía tres cosas en su vida: la Biblia, Homero y Dylan Dog. Como sobre la primera no sé mucho y ya el segundo está dialogando cara a cara con Eco, hablemos del tercero.

“Recuerda, la vida es lo que te sucede cuando estás haciendo otros planes” – Groucho Marx.

Dylan Dog es una serie italiana de cómics de horror, escrita por Tiziano Sclavi y dibujada por diversos, de los mejores, artistas del rubro. El personaje vive en Londres, pero viaja a distintas locaciones para efectuar sus “investigaciones de la pesadilla”, especialidad con la que se presenta en su tarjeta personal.

En sus inicios, fue una recreación del fumetto nero, o cómic negro detectivesco, en el que generalmente un investigador rancio y desencantando va deshilvanando los pormenores de crímenes oscuros, macabros y con mucho de sensualidades explícitas. Con el tiempo, esta serie adquirió un tono y rumbo propios, consolidándose como la primera de misterio que publicase la editorial Sergio Bonelli. Sus personajes son sólidos, fabulosos, convincentes y —casi siempre— enamoran febrilmente a primera vista. En esta malaria seguramente cayó también Eco, tratando de redescubrir las llamas de su centenar de pasiones.

Para los que han tenido la dicha de leer La misteriosa flama de la Reina Loana, está claro el porqué del fanatismo de Eco por los fumetti o historietas italianas. En la novela, el personaje principal, Giambattista Bodoni, ha perdido la memoria y, para recuperarla, debe sumergirse en el mundo de la cultura de masas que alimentó su niñez. Revisa, entonces, desde la panfletería nazi confeccionada en Italia, pasando por los relatos de Salgari y otros amantes de los corsarios, hasta los cómics de todo el mundo.

La misteriosa… es una novela que contiene mucho de la vida de Eco, a quien no pocos han leído y apreciado como un erudito del Renacimiento, una enciclopedia ambulante, conocedor y degustador de literatura, arte, bellezas, fealdades, paisajes de leyendas quiméricas y cuentos de lugares inverosímiles. En su obra, Eco, encarnado en el desmemoriado Bodoni, vuelve a su pueblo Solara; hurga y hojea los libros de su añoranza y —gracias a esa investigación— reconstruye la historia de su vida. Al igual que en muchas de sus otras novelas, el lector termina empatizando con el protagonista no por su angustia, su humanidad ni sus peripecias, sí por su erudición sorprendente, por ese hedonismo glorioso con el que Eco codició y amó sus libros y fumetti, sus afiches populares, sus desnudas y desnudos, en igual medida que sus frescos renacentistas y tesoros medievales.

Al igual que Bodoni y Eco, Sclavi —el creador de Dylan Dog— era un “mangiatore dei libri”, un tragón de libros, como también uno de filmes. A sus seis años había leído la obra completa de Poe y muchos de los cuentos que “meten miedo”, pero paulatinamente le interesaron menos los clásicos y los libros “para jovencitos”, que las películas. Contaba que era su madre quien lo aficionó a los filmes de miedo y fantasía, cargándolo desde sus primeros meses para ir al cine. Fuera de la “ejemplar” tutela de su mami, a quien seguramente abuchearíamos en la contemporaneidad de nuestras salas, este amor por el cine y la letra lo convirtió en un escritor desde muy joven.

Ganó su primer premio de literatura con un libro de cuentos que se llamaba Historias torcidas, y mucho después pasó de ser estudiante de letras a escritor de: guiones, cómics, cuentos, novelas y todo o que le pasara por la testa. Recién en 1979 conoció a los creadores de la que sería luego la gran editorial Sergio Bonelli y, en 1986, le vino la idea del Investigador de Pesadillas, de la que no se separó nunca más.

Cuando a este barbón, creador de cientos de historias de miedo, le preguntaban qué le atemorizaba, afirmaba: “Me da miedo la burocracia, la repetición de las cosas, el aburrimiento (…) más que el ignorante, ¡me da miedo la ignorancia! Y quizás todo esto ya lo han dicho otros antes que yo y de mejor manera”. No era tan así, al menos respecto a la ignorancia, Eco lo dijo mucho después, pero sí, inevitablemente, de mejor manera: “La televisión ha promovido al tonto del pueblo, con respecto al cual el espectador se siente superior. El drama del Internet es que ha promovido al tonto de pueblo al nivel de portador de la verdad” (Entrevista en ABC, 2015).

He ahí, en esa fobia al mentecato, otra gran coincidencia. Es necesario apuntar de nuevo que a Eco los que le disgustaban eran siempre los imbéciles y, peor aún, los imbéciles de las redes sociales. Esos mismos que ahora dicen que lo recuerdan con cada selfie mocoso, con sus frases descontextualizadas convertidas en memes y sus citas inventadas de lloricas, posiblemente sin haberlo leído nunca jamás. Ni a él, ni a Dylan Dog ni a Homero, pero quizás sí a la Biblia : ) .

“L’indagatore dell’incubo”

“Investigador de Pesadillas”, con ese cargo se nos presenta un flacuchento y despeinado Dylan Dog. En cada uno de sus diálogos melancólicos, en su mirada perspicaz, escaso sentido del humor y exagerado romanticismo con las mujeres se ve —al mismo tiempo— una confirmación del personaje clásico del cine negro y, por contraparte, el desafío de un demasiado-sensible-sangre-caliente contra dicho estereotipo.

Algunos lectores afirman que en la esencia de Dylan se compendian una veta surreal y gótica, un héroe trágico y un discursero pseudo-socialista, despectivo con la burguesía no solo por ideología, sino porque anda siempre largado. Aunque la serie ha sido dibujada en blanco y negro desde sus inicios, Dylan viste un saco negro con una camisa larga y desabrochada (carmesí, en las portadas), y culmina su atuendo de eterno setentero con un par de blue jeans. Lillie Connolly, una de sus amantes muertas al más puro estilo “Ligeia” (1), le legó la manía de comprar 12 conjuntos idénticos.

Su sidekick y mejor amigo es una reencarnación/emulación de Groucho Marx, sin cuyas odiosas “battute” o bromas absurdas y de humor negro, Dylan viviría sumido en una depresión insoportable. Groucho tiene tres misiones en la vida, la primera es distraer a su amo de los íncubos que lo acosan; en esta, el único marxista que valió la pena vive fracasando. Su segunda es cuidar —e intentar seducir— a las miles de novias que su jefe se encuentra como clientes; también aquí, Groucho ha nacido para segundear.

Finalmente, hay una en la que casi nunca falla: la de lanzar la Colt 22 antiquísima a las manos del jefe, justo en los momentos más críticos: una invasión de mutantes provenientes de La Isla del Dr. Moreau (2), unas gárgolas parisinas con hambre caníbal, un ejército de hormigas salido de la pantalla de un cine viejo, un par de artistas venecianos que están a punto de destruir el mundo con sus sueños (3), el demonio Abraxas (4) encarnado en Vincent Price (5), o una voz macabra (6), hablando desde quién sabe dónde y quién sabe cuándo, a la que hay que dispararle pronto.

Al igual que su antecesor, el estirado Holmes, Dylan vive en Londres, en la séptima de Craven Road, dentro de un departamento-museo que también recuerda las aficiones coleccionistas del genial empedernido de la pipa. En este departamento, que tiene un timbre que aúlla en vez de sonar, Dylan atiende a sus clientas, quienes traen consigo los más espeluznantes casos. Su primera recomendación es siempre escéptica y agria: “Visite un psiquiatra”; pero ya adentrado en el misterio, vive contradiciendo su acre ateísmo y recordándose que “las coincidencias no existen”.

Dylan tiene vértigo, sufre de enamoramientos patológicos, le da miedo viajar en barco o avión y su aventura favorita parece ser la de armar un galeón a escala, obra que no termina nunca. Antes fue alcohólico, pero “ha visto tanto” que ahora no bebe más. Odia los celulares, defiende los derechos de los animales, escribe diarios con pluma y tinta china, ama la literatura, la música y los filmes de horror. En suma: es el reflejo de todo lo que Sclavi y Eco eran, dos viejos expertos y eruditos en sus áreas, que podrían llegar a ser insoportables con su pedantería, de no ser por sus adorables obras que los salvan a uno en la vida, a otro en la otra.

“Tengo una pregunta: ¿hubo otros zombies en la familia?” – Dylan Dog.

Sclavi tuvo un cuidado especial en la continuidad, la estructura y en los pormenores narrativos de la serie, tanto así que muchos de sus fanáticos lo han calificado de obseso. Este universo, tan meticulosamente ordenado, nos muestra el orden genealógico de Dylan, con sus orígenes arraigados en deidades infernales y familias demoniacas diversas, en los que —aunque sea imposible que lo admitan— seguramente se han erigido otras mitologías del cómic, como Hellboy de Mike Mignola, por ejemplo.

Para Sclavi es sencillo —y además divertido— combinar una historia de horror grotesca, que bien podría haberse publicado en Tales from the Crypt, Weird Tales o en cualquiera de esas revistas “pulp”, con un fragmento de “El Pueblo Blanco” de Machen, algunos diálogos de “El Cuervo” de Poe y, para darle el toque estético preciso, imprimir en el blanco y negro de las viñetas un montaje al más puro estilo Hitchcock, Buñuel, Kubrick… o todos juntos. Por lo que confirman sus ilustradores, ninguna demanda artística era poca para las extravagantes pesadillas de este señor.

El cómic de horror se basó en el cuento moderno en sus inicios; al ser ambos parte de un género subestimado durante décadas, fue hace pocos años que se convirtieron en inspiración para el cine. Así, desde las primeras películas clase B hasta los grande thrillers de la historia, pasando por las mega producciones favoritas de ahora (los aburridísimos zombies y los mórbidos jueguitos de crueldad y mutilación), el cine ha ido alimentándose de todas estas crónicas, hasta decantar en obras maestras, desde lo que —antes, y por el complejo de algunos giles, aún ahora— era considerado literatura de segunda.

Esas discriminaciones, propias de la “clase culta”, están ausentes en la obra de Tiziano Sclavi. La calidad de sus cómics se basa no en las exigencias puristas de tal o cuál género, si no en la química y proporción perfectas de sus relatos, que son mezcla de sus películas e historias favoritas, narrados con una exquisitez propia de los grandes maestros del fumetto. Por eso precisamente, algunos se extrañarán de que Eco lo haya leído y releído tanto como a la Biblia (su otra historia de terror favorita), pero no hay de que asombrase; a Eco el arte popular y la cultura del cómic siempre le fascinaron y —al menos contra Dylan Dog— no mostró nunca molestia o desagrado. Leyó ese revoltijo de poesía gótica, textos románticos, diálogos de thriller y dibujos surrealistas con el mayor deleite y sin hacer caras.

El vértigo de las listas en Dylan Dog

Dylan Dog es, por ello, el héroe perfecto para los fanáticos del cine de horror clásico, del moderno y también del relato de horror o sci fi. En sus páginas, las referencias son barrocas, interminables; George Romero y sus muertos vivientes coexisten en mundos donde el Dr. Lecter (7) puede planificar crímenes con la ayuda del esquizoide Norman Bates (8) y encontrarse en sueños con A. Blackwood, Poe, Chambers, Blake, Yeats y otros. De igual manera, canciones de cucos y desgracias folclóricas introducen a paradojas al estilo La Zona Muerta (9) de Stephen King, entreveradas con extraños crímenes de la talla “Rue Morgue” y con un Jack (10), de sombrero negro y bisturí brillante, siempre diligente y cortés.

A diferencia de muchos cómics locales o típicos de Italia, Dylan Dog se ha traducido, exportado y vendido en muchas otras lenguas. En Estados Unidos, por ejemplo, es la empresa Dark Horse (Aliens, Sin City, etc.) la encargada de su traducción al inglés. Recientemente, han existido un par de intentos para llevarlo al cine, mucho más olvidables que la gran mayoría de adaptaciones burlescas que dan de comer a Hollywood estos últimos años. Tan malos son, que no los mencionaré siquiera y, por salud mental, aconsejo que ni los googléen.

Para ir cerrando, una de las cosas más fascinantes de Dylan Dog son sus espectaculares portadas. En varias de ellas, los dibujantes armonizan no solamente a los personajes de quienes tratarán los relatos, sino a muchos que son de afición de Sclavi; puedes encontrarte entonces con hombres lobo del cine clásico, al lado de monstruos de la laguna oscura, con cosas del pantano, con el hacha que usaba el Sr. Torrance —¡aquel gentilhombre!— en The Shining, con la cabeza de Orfeo perdida por ahí, con arpías, gorgonas e hidras, con Frankenstein y Nosferatu, con el Gato Negro y la horrorosa Máscara de la Muerte Roja, con el clarinete que solamente suena con “El Trino del Diablo” (11), todo perfectamente encajado en un fondo cavernoso que recuerda las ilustraciones de William Blake.

Y quizás son también coincidencia de Sclavi y Eco estas acumulaciones al parecer caóticas y azarosas; estas referencias multidireccionadas y estos personajes y ambientes, articulados quijotescamente entre lo fantástico y lo histórico, finamente embutidos en mundos fascinantes. Tal vez fue también este cúmulo de pesadillas en la cabeza de Dylan Dog lo que encantó a Eco, tan fanático de las colecciones, de los museos interminables y de las bibliotecas en las que uno se puede perder para siempre indagando en la mente del hombre, acaso solo trascendente en esas páginas. Perderse en esa lista vertiginosa del misterio y el horror sería entonces un extravío lleno de gozo y amables turbaciones, a comparación del nauseabundo horror “real” que no es más que una pasta de sanguinolencias y abusos, pudriéndose lentamente en los noticieros de cada día.

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(1) “Ligeia”, Edgar Allan Poe.

(2) Novela de ciencia ficción escrita por H. G. Wells (1896), primeras aproximaciones en la novela a las ideas de “el jugar a ser Dios” y al darwinismo.

(3) Dylan Dog, “I misteri di Venezia”.

(4) Xabaras, anagrama del seudónimo demoniaco, vinculado a los orígenes de Dylan Dog. Hasta la fecha, no se sabe si el demonio tiene orígenes egipcios o basilideanos o quién sabe de dónde.

(5) Hiperhistriónico actor de cine estadounidense, conocido principalmente por las películas de terror de bajo presupuesto. Homenajeado por Tim Burton en casi todos sus filmes.

(6) Dylan Dog, “Gli orrori di Altroquando”.

(7) El Silencio de los Corderos: el personaje dibujado es A. Hopkins, encarnando al personaje del filme, no de los libros.

(8) Psycho, también investido por el actor.

(9) Dylan Dog, “ti ho visto moriré”.

(10) Dylan Dog, “Jack el destripador”.

(11) Giuseppe Tartini - “La Sonata del Trino del Diablo”.

Comunicador y dibujante - [email protected]