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  • Diario Digital | miércoles, 24 de abril de 2024
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American Honey: un momento de reafirmación en el cine

American Honey: un momento de reafirmación en el cine



Sobre la película de la directora británica Andrea Arnold.

American Honey (Dulzura americana) es la última producción cinematográfica de la directora británica Andrea Arnold. En casi tres horas completas, el filme, protagonizado por Shia LaBeouf y Sasha Lane, escucha y retrata el pulso de la vida de una de las subculturas más recientes de los Estados Unidos: la de los grupos juveniles dedicados a la venta ambulante de suscripciones a revistas.

Intenso, enigmático, profundo y esencial, el largometraje, estrenado a nivel mundial en 2016, se convierte en un peculiar monumento al poder del cine, en un alto elemento que se impone por sobre el desierto creativo que ha caracterizado al cine comercial de la última década.

Después de la reciente gala de los premios Oscar, marcada por el aliento opaco de una academia cada vez más alejada de su centro, dedicarle unas letras a esta cautivadora obra no puede menos que ser llenador: por hechos artísticos de este calibre es que a uno lo atrapa el “negocio” de la crítica.

Un antecedente “biográfico” debe ser propuesto como criterio para el juicio, pero, como se verá, él no debe referirnos únicamente a los momentos preparatorios de la película: su esencia endereza todos y cada uno de los instantes de la sustancia fílmica concreta. American Honey nace como entonación formal de un intenso y prolongado trabajo investigativo. Durante un par de años, Arnold se dispuso a viajar con una de estas singulares caravanas laborales, a reconocer su paisaje humano, musical y vivencial. La extensa cantidad de tiempo y de acumulación impresa en esta etapa responde fundamentalmente al periodo que demanda la escucha para adecuar sus fibras esenciales al entorno, permitiendo una articulación tranquila, veraz y dignificante con la vitalidad de los sonidos que la rodean. Este “momento” de atenta aprehensión de lo vivido convierte el cine no en una “producción”, sino en la exhalación natural de una palabra cuya fuente tiene ya el mismo color de “aquello” que retrata. Y los bolivianos sabemos de esta maestría; ella es la que mejor ha definido el arte de Sanjinés.

De esta alineación artística con la medula esencial del cine de los mejores surgen todas las extensiones características de la película: su negligencia con el desarrollo narrativo clásico de una historia convencional, su preferencia por una constelación casi absoluta de actores callejeros y la intuición de que, bajo el acontecer singular de lo “dicho”, se brinda una palabra vitalísima que apela directamente al alma.

La historia formalmente presentada narra las circunstancias que llevan a Star (Sasha Lane) a unirse -por intermedio de su atractivo encuentro con un carismático Shia LaBeouf (Jake)- al itinerario de viaje de una “pandilla” dedicada a la venta de suscripciones a revistas diversas. La narración, como tal, está constituida por la presentación casi documental de los rituales del grupo (sus horizontes musicales, sus dinámicas de celebración, sus cultos de renovación constante) y por el modo en el que Star se va adecuando progresivamente al clima de la camioneta que transporta a la tribu.

El hecho de que la línea básica de la historia esté representada por este “aclimatarse” del personaje principal es indicativo. No solo puede pensarse como una representación del trabajo que lleva a la directora a purificarse hasta el punto de permitir a su tacto la tilde genuina del arte, sino que también nos invita a nosotros a participar de la transformación básica que se opera en el espíritu ante la revelación humana de una verdad.

Unidos a un rostro protagonista cuya expresividad ha sido moldeada únicamente por las actuaciones que todos trabajamos en la vida y por la completa ausencia de cualquier estrategia actoral, somos llevados por un paseo que no tiene otro motivo que el de hacernos peregrinos en un horizonte profundamente libre y visceral al que nosotros, los cotidianos, no pertenecemos hace ya mucho. Este afán por no afanarse en la demostración de ningún punto ha sido y es, en general, el apoyo fundamental de la crítica que considera la película tediosa por prolongada. Nosotros no prestaremos atención al argumento irrebatible de los hombres banales.

A cada instante de la travesía, escenarios de festividad, de desesperación y de juvenil locura son acompasados por el apunte sismográfico de una banda sonora que ha sido hilvanada a partir de las experiencias in situ de la autora. Hip Hop, electrónica y una que otra balada para el recuento familiar que cualquier núcleo tribal posee desdoblan el repertorio de puntos cardinales que encuadran cada fotografía y cada pulsación en su correcto centro desfasado.

El punto es la vivencia, la genuina apertura a lo cursado. Por ello no se apela al cliché y los temas no demuestran centralidades impropias. Ni la droga ni el alcohol ni la adicción de ningún tipo ocupa un lugar esencial en la trama. El lenguaje del filme no permite determinismos. No hay fórmulas que nos permitan predecir los sucesos culminantes de la obra y no hay desarrollos lógicos. La invitación es clara: estar abierto al confuso, imprevisible y multiforme arte de estar entre los vivos.

Al final de la película ,existen dos momentos fundamentales que, como el brillo de una epifanía largamente esperada, arrojan color y sentido a todo lo precedente. Con el pretexto de una bastante ingenua melodía pop y del modo en el que este “placer culpable” se va ganando el clima de la camioneta en un momento cualquiera, se presenta la renuncia de Star a la figura obsesiva de Jake. En la duración de un solo tema, la muchacha emanada de aquellos paisajes urbanos del sur abandona el horizonte de la posesividad convencional y presta atención al tono propio de cada una de las criaturas que la rodean. En y con ella nos renovamos, nos alejamos de las “cosas” y notamos el caminar mismo. El sentido de la road movie está completo.

Esta transformación es rematada con una frenética fogata final en la que el clima genial del tema “God’s whisper” de Raury nos transmite la atmósfera semiinfernal y semidivina de la celebración que marca los últimos segundos del filme. Star se sumerge en el lago y emerge después. Cualquier interpretación está demás. El arte verdadero ya se ha dicho -una vez más- a sí mismo.

Filósofo - [email protected]