Opinión Bolivia

  • Diario Digital | martes, 23 de abril de 2024
  • Actualizado 00:10

Toda la crueldad, toda la ternura: sobre Trucha panza arriba, de Rodrigo Fuentes

Toda la crueldad, toda la ternura: sobre Trucha panza arriba, de Rodrigo Fuentes



La prestigiosa editorial El Cuervo presenta este miércoles, a las 19:00, en el Centro Cultural de España en La Paz, el primer libro de relatos del escritor guatemalteco. Publicamos una reseña.

Poco antes de que terminara el 2016, el sello editorial Sophos, dirigido por el imprescindible Philippe Hunziker, publicó Trucha panza arriba, el primer libro editado en español del guatemalteco Rodrigo Fuentes (que ahora publica en Bolivia la editorial El Cuervo). Siete relatos en donde su autor se aleja de la ciudad, territorio predilecto de la narrativa guatemalteca reciente, para adentrarse en la oscura noche del campo. ¿Y qué encuentra el narrador allí, donde los caminos dejan de ser de asfalto? Un territorio devastado, pero también en disputa. Se lo disputan viejos terratenientes cuyos códigos han perdido todo significado, campesinos sin tierra, sobrevivientes de las masacres de la contrainsurgencia, banqueros buitres, narcotraficantes, y ángeles henchidos de cocaína que reclaman su acceso de vuelta al cielo.

El primer cuento que leí de Rodrigo Fuentes, publicado en una antología de narrativa guatemalteca reciente, fue la “Isla de Ubaldo” (quinta pieza incluida en este volumen). Desde las primeras líneas se advertía la solícita voluntad de su autor, no sólo de ofrecernos un argumento diseñado con minucia y sobriedad, sino de sumergirnos en un mundo “precario (…), un poco a la deriva”, regido por unos hombres armados; siluetas violentas, apenas intuidas y colmadas de poder; abogados corruptos, animados por la costumbre de llevar siempre, en la punta de los labios, la última palabra y una voluptuosa secretaria de moral sobornable y ojos muy abiertos. Ellos son el poder. Un poder que ha comenzado a expandirse. Los protagonistas del cuento, Ubaldo a la cabeza, le plantan cara a tal poder y ganan. Ganan hoy. Pero al terminar el cuento no sabemos si hallarán las fuerzas para ganar mañana.

El segundo cuento fue “Amir” (“Henrik”, en la edición de Sophos), que ganó en Nicaragua el premio Carátula, auspiciado por Sergio Ramírez (incluido en Amir y otras historias, libro publicado en francés por la editorial marsellesa L’atinoir). Bastaba una primera lectura para establecer que entre “Amir” (“Henrik”) y “La Isla de Ubaldo” brillaban muchos elementos comunes (el afán de relojería narrativa, por ejemplo). Y juntos, puestos un cuento al lado del otro, era posible entrever que detrás de ellos, además, había un cerebro con obsesiones, con temas recurrentes. Henrik y Ubaldo son personajes enfrentados a un poder tan omnipresente como fantasmagórico, el del hampa (relacionado, suponemos, con el tráfico de drogas), que se materializa en matones cuyo objetivo es desterrarlos, expulsarlos del sitio al que pertenecen: en el caso de Henrik, la vieja finca de cardamomo que heredó de su padre; en el caso de Ubaldo, un chalet frente al mar para cuyo dueño ha trabajado toda la vida. Y aunque ambos saben que tal poder es muy superior a ellos, de cualquier modo resisten: se aferran, digamos, a la ética de la resistencia. Resisten primero (porque este poder es cauteloso y no muestra de entrada todos sus dientes) a esas amables ofertas que “no podrán rechazar” y cuando lo hacen, cuando rechazan la oferta, resisten entonces con toda la violencia de la que puedan disponer y que, comparada con la de sus enemigos, es siempre muy poca. ¡Qué valientes son Henrik y Ubaldo enfrentándose a esa milicia de carniceros, cada uno en su respectivo relato, con risibles revólveres calibre 22! En el mundo de Henrik y de Ubaldo se han desdibujado los horizontes éticos y parece que la ley es sólo una: la de los negocios que florecen en la delgadísima, casi invisible, línea divisoria entre la legalidad y el crimen.

Otro personaje, Juancho, en “Trucha panza arriba”, el relato que le da título y abre la presente colección, también es perseguido por esas fuerzas que no nos atrevemos a imaginar del todo, que preferimos intuirlas borrosas, como sombras, antes que ver de frente todo ese horror que son capaces de prodigar. Allí están los personajes de Rodrigo, como truchas nadando en círculos desesperados, pero sobre todo inútiles, deseando acaso no ser la próxima que habrá de enfrentarse al destino de ser devorada por sus caníbales congéneres.

Los personajes de Rodrigo Fuentes son tanto o más memorables que el propio argumento que los convoca. Trascienden no sólo por lo que les ocurre, por sus acciones, sino por lo que son. Tales intenciones quedan incluso establecidas en el inicio mismo de esos cuentos, es decir, en sus títulos: “La Isla de Ubaldo”, “Güisqui”, “Henrik”, “De repente”, “Perla” (relato desconcertante en donde se combinan personajes chejovianos con un argumento faulkneriano, incluida la respectiva violación que inevitablemente recuerda a la perpetrada, en “Santuario”, por Popeye en el cuerpo virgen de Temple Drake). A a pesar de las pocas páginas de que disponemos, nos ha sido dada la posibilidad de conocerlos, de advertir sus muecas, sus pequeños temperamentos, el tamaño de su memoria. Todo gracias a una fijación, tan estilística como vital, por el detalle, por los silencios, por los modos de pronunciar ciertas palabras, la postura en que alguien lee de madrugada mensajes eróticos en la estrecha pantalla de su celular, o la manera en que otro exprime un limón sobre la efervescencia oscura de una cuba libre.

Otro rasgo sobresaliente en esta colección de relatos, son los sitios donde ocurren. La ciudad, el ámbito de lo “urbano”, había (casi) monopolizado el interés literario de una importante mayoría de los narradores guatemaltecos (con las excepciones de rigor) de la última generación (los nacidos después de 1970), en abierto antagonismo con un siglo XX poblado por cuentos y novelas cuyos argumentos, naturalistas o fantásticos, transcurrían en la provincia, en pueblos, en fincas, o de plano en la selva. Y Rodrigo Fuentes, en Trucha panza arriba, ha decidido volver allí, donde los caminos dejan de ser de asfalto para convertirse de tierra. ¿Y qué encuentra el narrador en esas grandes extensiones de terreno cubiertas de caña de azúcar; en una truchera encumbrada donde sus personajes buscan a tientas, con torpeza, un poco de calor; en el fondo prehispánico del lago de Atitlán en donde otro personaje se sumerge para proveer de sentido a su vida? No encuentra lo que encontró Asturias o Monteforte o Payeras, es decir, el hálito mítico, fundacional; el principio de toda genealogía, la posibilidad de la magia y el prodigio, el mundo que nace y ofrece a la imaginación, en su exuberancia salvaje, toda suerte de posibilidades. No encuentra nada de eso. Ese mundo ha sido desplazado. Lo que encuentra el narrador es un territorio en disputa, a pesar de su devastación. Se lo disputan viejos terratenientes cuyos códigos han perdido todo significado, campesinos sin tierra, sobrevivientes de las masacres de la contrainsurgencia, banqueros buitres, narcotraficantes y ángeles henchidos de cocaína que reclaman su acceso de vuelta al cielo.

Trucha panza arriba posee, además, un engrudo vital que mantiene el edificio narrativo erguido y que hace que la colección sea más que la suma de sus siete relatos. Me refiero al recurrente tema de la familia, a los afectos familiares como la tierra donde florecen, a un tiempo, los más horrendos vicios y las virtudes más nobles. Toda la crueldad. Toda la ternura.

Escritor