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  • Diario Digital | miércoles, 24 de abril de 2024
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Descartemos el revólver. Probemos con veneno

Descartemos el revólver. Probemos con veneno



Suelo mantener un orden de las cosas con las que trabajo a diario. Es como una obsesión el memorizarme determinados espacios para específicas cosas. De alguna forma soy como una especie de psicópata del orden cuando estoy sentado y cerca tengo una mesa con objetos. Me gusta la sensación de control y de funcionalidad que de repente en simples posiciones las cosas pueden llegar a tener, porque en realidad siento que me aturde el ruido; al decir ruido lo entiendo desde una interpretación personal tal vez totalizadora y dictadora, porque de repente suelo encontrar ruido en todas partes y no me refiero necesariamente a la sobrecarga acústica, sino que más bien quiero decir a cualquier tipo de sobrecarga, porque en el fondo las entiendo como una forma de ruido. La mesa desordenada y sucia me parece ruidosa. Cuando trabajo en una mesa me gusta sostener mi orden y con todas las fuerzas posibles evitar cualquier ruido.

A veces el orden se ve afectado por pequeños ruidos que terminan fraccionando levemente el trazo del orden, y al final de cuentas todo tipo de ordenamiento termina convirtiéndose en una forma de universo. Ante estos accidentes, es imposible resistirse; es más, incluso he llegado a pensar que son virtudes de la magia cósmica del lugar de las cosas. Hay ruidos que por alguna extraña razón terminan creando un sostén al paralítico rutinario sonido que sostiene la funcionalidad de los objetos y los seres. Aunque tenga esa manía compulsiva por direccionar los elementos que tengo cerca, no hay nada más inquietante y maravilloso que toparme con esos accidentes ruidosos que no modifican el universo, sino que te permiten darle un nuevo sentido. Es en ese nuevo sentido donde afortunadamente te sientes menos solo, y tal vez gigantemente acompañado.

Los ruidos son los que finalmente terminan poniendo ficción a nuestra imaginada conceptual forma de rutina. En cuántos milímetros a veces la eternidad ha cobrado el peso de un abismo, en cuántos segundos el infinito ha dibujado la inmortalidad de un encuentro. Cuántas veces hemos sonreído por el simple hecho de un fugaz recuerdo poco concreto, fantasmal, casi incierto.

La mayor parte de las veces que me he enamorado y que probablemente he sufrido extrañando a esa otra persona, se ha validado por la instantaneidad de su presencia. Y por la cantidad de ruido que su simple imagen ha causado en mi manía por mantener la cajetilla de cigarrillos en plena esquina de la mesa, en armónica simetría debajo del encendedor. Cada vez que he olvidado por unos segundos mi consigna debo admitir que me he metido al drama insoportable de perder una estrella que de alguna u otra forma siempre termina guiando el naufragio a mi pasado; a la vez que rellenando los submarinos de argumentos que hacen que la cerveza siempre terminé consolándote.

No hace mucho tuve el encuentro de un ruido sinfónico que duró el lapso de tres cuadras y me generó un universo más sostenible, más titánicamente acompañado y con la fascinación de atrincherarme al juego de conservar siempre una conversación ilusionadamente sin fin, un lugar donde siempre es cálido volver y mucho más permanecer. Esa experiencia me hizo pensar en los trazos torpes que quiebran la ritualidad del orden constante.

En la película Reality Bites, la siempre hermosa y espectacular Winona Ryder tiene una conversación con el versátil actor Ethan Hawke. Ambos representan a personajes pseudointelectuales con pretensiones artísticas, modos alternativos de vida, sin opciones laborales a pesar de la preparación y sentido crítico que los delinea como excelentes prospectos de una exitosa generación universal. Dentro de todo ese orden conceptual y cotidiano, surge en una conversación, un ruido poético. Tú, Yo, un café, un cigarrillo, una conversación, es una idea de la eternidad. El ruido que genera esa conversación, a pesar del lugar común que implica, tiene un alcance que sintoniza completamente con todos los rituales cuando nos topamos con esos encuentros afortunados. La simplicidad del encuentro termina definiendo lo trascendental.

Si tengo que hablar de encuentros afortunados es cuestión de fe recomendarles el blog descartemoselrevolver.com del escritor español Juan Tallón. La capacidad de hacer ruido mágico del escritor es maravillosa y la destreza de selección de temas es simplemente un deleite que nos permitirá acariciar esas horas muertas del ordenamiento de nuestra actividad virtual. Leer a Tallón es un privilegio gratuito puesto sobre la mesa; el no tomarlo sería un crimen.

“Pierre Boileau y Thomas Narcejac se conocieron en 1948, ambos escritores medios que al juntarse logran hacer una maquinaria de producción de novelas policiales, el primero inventaba las historias desde París y el segundo redactaba los libros desde un pueblo de la Bretaña. En una ocasión, Narcejac advirtió durante la redacción de una de las obras que el ruido que haría un arma de fuego dificultaba el argumento de Boileau. Este, desde París, le respondió inmediatamente vía telegrama, olvidando que se trataba de un documento semipúblico: «Descartemos el revólver. Probemos con veneno». Solo una hora después de enviarlo, la policía rodeaba su casa para someterlo a algunas preguntas”. (Extracto extraído del blog descartemoselrevolver.com)

Leer al español es como estar en la barra de un bar disfrutando de la música, las mujeres, la conversación, el ruido, el ruido, el ruido. Porque a veces, en una diminuta porción de tiempo de una nota mal ejecutada, encontramos la sinfonía de toda una vida. Porque a veces es mejor no descartar el revólver, aunque sea por tres cuadras.

Escritor y filósofo - [email protected]