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  • Diario Digital | jueves, 25 de abril de 2024
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La fe ciega

La fe ciega



Mel Gibson ha vuelto a dirigir y con fortuna. Hasta el último hombre (Hacksaw Ridge) fue nominada la pasada semana en seis categorías de los Oscar, entre ellas mejor película y mejor director. La cinta, en cartelera de los cines Norte y Center de Cochabamba, está basada en el caso real de Desmond Doss, el primer soldado estadounidense en lograr una medalla de honor sin haber portado armas durante la Segunda Guerra Mundial por ser objetor de conciencia. Con este texto inauguramos una serie de entregas dedicadas a pasar revista a las principales películas candidatas al Oscar.

En el capítulo “La pasión de los judíos” de South Park (emitido, por supuesto, poco tiempo después del estreno de La pasión de Cristo, allá por el año 2004) algunos de los chicos del famoso pueblito de Colorado acaban enfrentándose a un Mel Gibson que —gracia de la animación mediante— termina revelándose como un lunático de manual, una suerte de sobrino directo del Pato Lucas armado hasta los dientes y con una fuerte obsesión por las torturas sadomasoquistas. La caricatura es, por supuesto, absurda y extrema, como casi todo lo que tocan con sus manos Matt Stone y Trey Parker. Al mismo tiempo, como ocurre con toda buena caricatura, no deja de haber un dejo de verdad en esos rasgos demenciales, en esos ojos a punto de salirse de sus órbitas. La breve, pero intensa carrera como realizador de Gibson (su prolífica filmografía como actor, tanto en su país natal, Estados Unidos, como en su patria adoptiva, Australia, es otra historia) dista mucho de la de otras estrellas consagradas que se pasan del otro lado del mostrador con cautela y corrección. Si hay un vocablo que no parece formar parte del diccionario gibsoniano es, precisamente, la moderación. Su cine parece ir a todo o a nada, como quien tira la carne en el asador sin pensar demasiado en el tamaño de las llamas, confiado en que las brasas harán su trabajo mediante la ayuda del azar. O de la intervención divina. Y lo cierto es que, con la excepción del mencionado film religioso —que transforma uno de los pasajes más importantes del dogma cristiano en un festín sanguinolento y en una celebración del dolor físico como plataforma inevitable para la trascendencia— es innegable que la cena suele salirle bastante apetitosa. Así lo demuestran Corazón valiente, Apocalypto e incluso su ópera prima, la algo olvidada El hombre sin rostro. Gibson abraza el clasicismo y las tonalidades melodramáticas y no le teme a ninguno de sus mecanismos, empujándolos usualmente hasta el límite de sus posibilidades. Tal vez sea esa falta de pruritos, esa rotunda ausencia de miedo al ridículo, la que termina llevando a buen puerto artístico sus proyectos. Porque, ¿qué es Hasta el último hombre, su última creación, sino un relato imposible hecho realidad, la apropiación de un caso auténtico —el del primer soldado en la historia del ejército estadounidense en lograr una medalla de honor a pesar de no haber portado un arma durante toda la contienda— transfigurado en símbolo de un modo de entender la existencia humana?

La del objetor de conciencia Desmond Doss (encarnado por Andrew Garfield, el último Hombre Araña) es una historia que parece haber existido para que el director de La pasión de Cristo la llevara algún día a la pantalla grande. Miembro de la iglesia de los Adventistas del Séptimo Día, el joven Doss ingresó a las filas militares voluntariamente pocos meses después del ataque a Pearl Harbor, sufrió las burlas de sus compañeros por su tozuda negativa a practicar tiro, estuvo a punto de ser enjuiciado en una corte marcial por esa misma razón y, ya en pleno fragor de la Batalla de Okinawa, en Japón, logró salvar él solito las vidas de más de setenta soldados malheridos en el campo de batalla, siempre bajo el fuego enemigo. Podrá pensarse que, en realidad, es una historia hecha para Hollywood. Y sería cierto, aunque no necesariamente para cualquier realizador hijo de vecino. Hacksaw Ridge forma parte de una extraña raza de films bélicos (pero no anti-bélicos) que celebran el heroísmo de la no violencia (pregunta relevante: ¿existe otro miembro, acaso?). Y su protagonista tal vez encarne la quintaesencia del héroe gibsoniano: capaz de poner siempre la otra mejilla ante los golpes literales y metafóricos de la vida, corajudo hasta la médula a pesar de su aire frágil y pacifista, entregado por completo a salvar vidas con la muerte pisándole los talones, sacrificado hasta rozar el martirologio. “Hay muchos tipos que terminaron caminando por ahí después de la guerra gracias al hecho de que él los arrastró hasta un lugar seguro. O les emparchó las heridas como médico. O todo lo demás que hizo para salvar vidas”, afirma Gibson en la entrevista genérica entregada por la distribuidora local a la prensa. Genérica, pero definitivamente originada en Gibson mismo, y no en algún manager o publicista haciéndose pasar por su jefe: “Tenía realmente un par bien grande, sabes. No quería matar a nadie ni quería tocar un arma… pero qué clase de loco se mete en ese tipo de conflagración sin estar armado. Él lo hizo. Fue fiel a sus convicciones y terminó siendo el más valiente de los valientes”. Un par bien grande y una fe ciega en sus creencias, en su fe, falto agregarle. Porque a falta de un rifle a repetición Desmond carga siempre con una pequeña biblia, su bien más preciado: confirmación del dogma, oráculo de consulta, contenedor de aquello que se ama (Dios y una mujer) e incluso amuleto de la suerte. Así sea.

Amor y furia

No es este el momento ni el lugar para meter el dedo en las llagas de los problemas personales de Gibson, pero lo cierto es que más de un medio norteamericano ha visto en Hasta el último hombre una suerte de exorcismo o expiación personal por sus “pecados” pasados, incluida su afición a la bebida. Elemento que, no casualmente, aparece reflejado en una escena de enorme relevancia en el film. En el segundo de los flashbacks que adquieren la forma del trauma de origen, el padre de Desmond (interpretado por el gran Hugo Weaving), otro miembro de la congregación adventista, ex soldado de la Primera Guerra y alcohólico empedernido, pelea con su mujer y toma un revolver. Detenido físicamente por su hijo, éste le apunta directamente a la sien. Años más tarde, agazapado en una trinchera junto a un compañero de armas (valga la ironía), responderá a la afirmación “Pero no lo mataste” con un “En mi corazón sí lo hice”. Si Desmond intenta expiar ese parricidio figurado salvando vidas en el campo de batalla, su propio padre hará una entrega personal equiparable un tiempo antes, apareciendo súbitamente en el juicio de su hijo con una carta que —como un deus ex machina sin el cual la historia se detendría— demostrará ser el as bajo la manga que permitirá su participación en el conflicto como médico. La obligatoria subtrama amorosa escrita por los guionistas Andrew Knight y Robert Schenkkan (este último es también autor de los teleplays de varios episodios de la serie The Pacific, sobre el teatro de operaciones japonés) será la otra tabla de salvación del joven idealista: en la figura de la enfermera Dorothy (la australiana Teresa Palmer), Desmond encuentra no sólo un alma gemela en lo que a cuestiones de amor romántico se refiere, sino también a un ser humano con una enorme capacidad para comprender sus reticencias y códigos personales de conducta, quizás la única persona en el mundo que lo comprende cabalmente. Dice Gibson: “Si estás haciendo una película biográfica, sobre alguien que realmente existió, debes investigar a la gente que formó parte de su vida, aquellos a quienes amó y quienes lo amaron, y las fuerzas ejercidas sobre él por la gente que lo rodeaba, hayan sido amigos o enemigos. Y él también tuvo enemigos. Todos tenemos enemigos, en realidad; se puede ser un pacifista, no ofender a nadie, no querer matar a nadie, y a pesar de ello tener gente a la que le disgustas intensamente”.

La ecuación romance + idealismo de esas primeras escenas recuerda a films clásicos como El gran desfile, de King Vidor, donde el patriotismo y el ardiente deseo de defender patria, propiedad y valores se topa súbitamente con el horror real de la guerra, con la mutilación y la muerte masivas. Algo de eso anticipa el film en sus primeras imágenes, antes de viajar hacia atrás en el tiempo, para afirmarlo con creces en la segunda mitad del film, cuando Desmond y su pelotón deben trepar por un empinado paredón y enfrentarse por primera vez con sus pares japoneses. Daría la impresión de que Mel Gibson no intentó subir la apuesta y reemplazar el paradigma audiovisual creado por Steven Spielberg en el desembarco de Normandía de Rescatando al soldado Ryan, pero lo cierto es que las escenas de batalla de Hacksaw Ridge ofrecen un nuevo nivel de intensidad, un caos de humo, balas, explosiones, sangre y vísceras que le hace los honores al “prestigio” ganado con las imágenes de Jesús lacerado en su famosa versión de la Pasión. Como suele ocurrir con esta clase de imágenes en el cine (y en la pintura, por cierto: de Goya a Picasso y de Brueghel a Meidner), hay una cierta belleza pictórica en los horrores de la guerra y Gibson —con el apoyo de su camarógrafo, su montajista y el equipo de efectos especiales— se deleita en el ballet de cuerpos amputados sobre la superficie de la tierra o volando en pedazos por el ennegrecido aire, cuando no están prendidos fuego en una danza macabra de destrucción. Si hasta los impactos de los proyectiles en los cuerpos de los soldados parecen inventar una nueva forma de representación de la destrucción de la carne, realizados, según confirma el realizador, a la vieja usanza, sin recurrir casi al uso de los efectos digitales. En medio de ese apocalipsis necesariamente abigarrado, Desmond Doss corre incansablemente, tratando de salvar el cuerpo de los soldados (el alma, lo sabe bien, depende de alguien más), esquivando balas casi milagrosamente. “Las balas silbaban sobre su cabeza, hiriendo a otra gente, pero no a él. Había una cierta ‘luz’ acerca de él. Era un hombre de fe, con una convicción muy fuerte: hacer lo que otra gente no podía hacer. Estoy aquí para salvar gente; si ese es el deseo del Todopoderoso entonces lo haré”. Así sea.

La parábola del héroe

Con este regreso al cine luego de diez años de ausencia detrás de las cámaras (y su primera película en idioma inglés luego de las exploraciones en arameo, latín antiguo y maya, otra bienvenida locura de Mel), resulta claro que la apuesta fue menos osada a nivel temático, pero igual de jugada en términos visuales e ideológicos/religiosos. La imagen del protagonista elevado varios metros sobre el suelo, atado a una camilla algo improvisada, mientras la cámara recorre todos los ángulos posibles, remite inequívocamente a la figura de Cristo. Es un logro que ese plano no conjugue necesariamente el disparate, al menos en el instante de la proyección: la emoción intensa obtura momentáneamente la posibilidad de la reflexión. Inteligente, Gibson dosifica los momentos de iluminación y entrega del personaje con otros más… terrenales, de manera que la parábola de su héroe no oculte las realidades que lo rodean. Antes de la destrucción del hombre por el hombre, una extensa secuencia que recorre los meses de entrenamiento militar está jugada, por momentos, al humor. Allí, en una escena transparentemente humorística, un sargento y entrenador (impecable Vince Vaughn, en un rol poco habitual) se topa no sólo con el recluta que no puede tocar un arma sino con un soldado completamente desnudo y otro que forma filas con un cuchillo de guerra clavado en uno de sus pies. Hay algo surrealista en esos momentos de Hasta el último hombre y el film incluso se permite un poco de comicidad verbal. Un momento de alivio cómico antes de la tormenta, que comienza antes de viajar a Japón, con la violencia verbal y física de colegas y superiores, la humillación constante. Sobre el final, como en la reciente Sully - Hazaña en el Hudson, de Clint Eastwood, algunos de los protagonistas reales aparecen en pantalla en fotografías o fragmentos de programas televisivos, confirmando que los hechos duros representados en el film —por improbables que resulten— ocurrieron realmente. Con una barba hipster de varios centímetros de largo y un sentido del humor que no ha desaparecido a pesar de los conflictos legales y personales que lo aquejaron durante la última década, Mel Gibson ha dado varias entrevistas a medios gráficos y televisivos promocionando su proyecto. En una interviú con el medio especializado The Fix (un portal dedicado a ayudar a la recuperación de adictos a sustancias tanto legales como ilegales), el actor y realizador confesó que “la respuesta no está en una botella. No está en una medicina recetada ni en ninguna otra de esas cosas. Alguna gente necesita todo eso. Yo no. Es algo más elevado. Necesitas alguna clase de nivel filosófico o espiritual para lidiar con los golpes”. Tal vez eso mismo haya sido lo que le interesó del personaje de Desmond Doss: la fábula real de una persona capaz de soportar los golpes más intensos de la vida, e incluso la posibilidad de la muerte a cada minuto, entregado a salvar las vidas de aquellos que lo consideraban un cobarde. Con la única ayuda de un amor del otro lado del océano y una pequeña biblia cerca del corazón. Así sea, Mel.

Periodista y crítico de cine