Opinión Bolivia

  • Diario Digital | jueves, 18 de abril de 2024
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Nieve y polvo de estrellas sobre la selva

Nieve y polvo de estrellas sobre la selva



Una lectura del libro de cuentos Nuestro mundo muerto (editorial El Cuervo), de Liliana Colanzi, que se presentó en Cochabamba este jueves

Todo se descompone.

No se muere, se descompone.

En la selva, en el monte, todo se descompone a velocidades indecibles y dolorosas, irreales. El calor, la humedad, las lluvias, el sudor aceleran la proliferación de huevos, de hongos, de líquenes. El paisaje de hoy es distinto al de mañana.

Un mango maduro cae del árbol al piso húmedo de la selva y, en cuestión de minutos, rodeado como un gigante, es devorado por las hormigas u otros bichos. El cuerpo de un hombre muerto a lado del río se hincha y suda, se moldea en el barro y entre las hojas se descompone sin llanto alguno más que el de las bestias del monte. Aguirre, conquistador de América del Sur, es tragado por la selva, ni Dios ni su ira pueden con su ley.

En la selva todo se descompone y lo primero en descomponerse es la lógica, el orden, el lenguaje de nuestro mundo, de nuestro pequeño y cerrado mundo

En la selva, los pájaros gritan, no cantan. Anuncian, no parlotean. En la selva, los tapires toman sol en las orillas de los ríos, serenos, hasta que un caimán emerge de las aguas y lo arrastra al fondo negro. En la selva, en el Beni, encontraron una boa con una pierna humana dentro. En la selva, en el camino hacia Santa Cruz, cuando el monte se pone apretado, en una poza de aguas calientes y humeantes, los tentáculos gordos y rosas de un pulpo envuelven a un cachorro de zorro. Porque sí, porque es así cuando la lógica establecida, la que conocemos, se descompone también. Porque los pulpos así no viven en la selva de Santa Cruz. Viven en la selva de un desequilibrante cuento llamado “Chaco”, en el libro Nuestro mundo muerto, de la escritora cruceña Liliana Colanzi.

Nuestro mundo muerto, editado por la editorial El Cuervo, tiene ocho cuentos, seis de los cuales transcurren en la selva, en el monte de Santa Cruz, de Beni y del Chaco. En esos cuentos la relación de Colanzi con la selva, con la ley de la selva, con la descomposición del orden, es de amor por la tierra que la vio nacer, que la construyó y de la que salió. Es como el amor que le profesaba Werner Herzog a esos paisajes abigarrados, húmedos y decisivos, después de años de lidiar con la selva en películas como Aguirre, la ira de Dios o Fitzcarraldo: “No es que odie la selva. La amo, pero la amo contra lo que dicta mi sano juicio”.

La lectura de Nuestro mundo muerto es algo así como perder el sano juicio. Caminar desde la carretera y sumergirse en el monte hasta que se cierra, que te traga, que te habla con su propio lenguaje. Un lenguaje ya no de palabras o idiomas, sino de premoniciones, de sueños, de canciones y visiones. Y entonces eres Aguirre tragado por la selva, vuelto uno con ella. Dos. Ya no eres tú, eres nosotros.

Así es perder el sano juicio, la descomposición de la lógica de la escritura y de la lectura en un libro. Aguirre no solo fue tragado por la selva, sino que enloqueció mientras iba río adentro. En el cuento “Nuestro mundo muerto”, los astronautas colonos de Marte, Pip y Zukofsky, le gritan furiosos a la colona Mirka que casi los mata en la “rover” que manejaba, porque entre las desoladas dunas marcianas un ciervo saltó en medio del camino y la miró con ojos suplicantes. “¿No estarás pelando cable?, susurró Pip en el vestidor, mientras nos poníamos los trajes para salir una vez más al antagonismo del desierto”. Si uno sigue la lógica, el sano juicio, sabe que no hay un ciervo ahí, y masculla mientras lee: ¿No estarás pelando cable, Colanzi? ¿De veras?

Pero no, la selva tiene su propia ley, su propia manera de contar las cosas.

Al principio hay un ojo.

Abres el libro de Colanzi y un ojo te mira, te vigila y te cuestiona. El primer cuento, “El ojo”, te introduce en un mundo alucinado. Tal vez sea una advertencia al lector: actuamos como el ojo vigilante (de los otros, de nosotros) quiere que lo hagamos. En adelante los cuentos se alejan del ojo que mira y se internan en la selva, listos para descomponerse, para actuar según el monte y sus habitantes digan. En “Alfredito”, el segundo cuento, hay una nana, nieta de una india ayorea a quien la abuela se había encargado de sacar del monte cuando era jovencita, “pero años de vida en la ciudad no habían podido sacar al monte de adentro de mi nana”, dice la narradora.

Tres cuentos después, en “Chaco”, sientes que ya no hay vuelta atrás, el libro te ha tragado como a Aguirre la selva, ya no es difícil seguir la lógica de un renovado y ancestral lenguaje. Por ejemplo, para decir que el chico que habla con gente del espacio ha muerto y visita a su patrón en la cocina en forma de presencia, no hay palabras, hay una bandada de loros que “anegó el cielo sobre su cabeza; eran cientos, estridentes y veloces. Por un momento los vio formar una espiral amenazante encima de él y tuvo la seguridad de que la multitud alada se estaba preparando para atacarlo”, en el cuento “Meteorito”.

Para decir que uno carga con sus muertos, que tu muerto es un indígena mataco que has matado de una pedrada y está dentro tuyo, que no podrás sacar el monte de adentro tuyo como tampoco saldrá de dentro de la nana Elsa, no hay palabras, hay una canción y sueños: “Ayayay, cantaba. Yo soñaba sus sueños: manadas de taitetuses que huían en el monte, la herida caliente de la urina alcanzada por la flecha, el vapor de la tierra yéndose a juntar con el cielo. Ayayay… El corazón del mataco era una niebla roja”. Una niebla roja. Roja.

Porque también está la niebla que nubla el alma. En los cuentos de Colanzi todos sus personajes sufren de angustia, de miedo y de depresión. Sentimientos que en sus cuentos aparecen con nombres más precisos: “la energía mala”, “lepra de la mentira”, “la niebla roja” o “la Ola”. El mundo actual, el mundo nuestro, vive una especie de ansiedad y miedo que los doctores, los meditadores, los educadores y los psiquiatras tratan de aminorar con terapias y cantidades absurdas de drogas.

En la película Take Shelter (2011), de Jeff Nichols, Curtis Laforche (Michael Sahnnon) vive en Ohio, lugar expuesto a los tornados. Un día empieza a sufrir alucinaciones apocalípticas: una lluvia oscura, como de aceite, los muebles de su sala se elevan al aire, se suspenden unos segundos y caen estrepitosamente al piso y ve, frente a él, nubes como de pequeñas aves negras que hacen figuras como espirales anegando el cielo sobre su cabeza. Y él obedece a estas señales y empieza a construir un refugio debajo de la tierra para su esposa e hija sordomuda. La película termina con él y su familia encerrados en el refugio, él con una lámpara a gas en la mano mirando arriba, esperando la catástrofe anunciada. Mientras, afuera están todos los que pensaban que estaba loco.

El libro de Colanzi es una respuesta a las preguntas: ¿Cómo lidiamos con esta ansiedad? ¿Qué hacemos con este miedo con el que vivimos? ¿En qué lenguaje le hablamos a la angustia? Y la respuesta está lanzada en ocho cuentos, cinco en la selva, uno que se reparte entre la selva y el invierno de París, otro en la helada Íthaca y otro más en la oscura y desértica Marte. Y nos dice: ¿Qué tal si en vez de mirar a otro lado, de curarnos en salud, de medicarnos y de adormecernos, hacemos caso a ese lenguaje que nos habla desde los sueños, desde las premoniciones, desde las canciones, desde el pasado, desde nuestro mundo muerto?

Productora de cine y gestora cultural - [email protected]