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  • Diario Digital | sábado, 20 de abril de 2024
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Lo que tenía la princesa

Lo que tenía la princesa


A fines de diciembre murió inesperadamente Carrie Fisher, la princesa Leia de La Guerra de las Galaxias, una escritora brillante, una mujer inteligente y honesta que trabajaba de corregir guiones. Horas después murió su madre, la legendaria Debbie Reynolds. Esta tragedia de la realeza de Hollywood ocurrió mientras Fisher presentaba The Princess Diarist, el libro todavía inédito en castellano que incluye pasajes de los diarios que escribió durante el rodaje de la película y la revelación de su nunca confirmado romance con Harrison Ford. En esta página se reproducen fragmentos del libro.





La Guerra de las Galaxias se rodó en Inglaterra. Mi amigo Riggs me dejó usar su departamento en Kensington, detrás de las tiendas Barkers, y ahí viví durante los tres meses de rodaje. 

Recuerdo haber entrado al set aquel primer día, tratando de parecer todo lo benigna y no problemática que podía. Llegué al estudio de Borehamwood, a unos 45 minutos de Londres, donde me tomaron las medidas para el vestuario e hicieron pruebas de peinado y maquillaje. Casi todos en el equipo de producción eran hombres. Así era y así sigue siendo, más o menos. El mundo del espectáculo es una comida de hombres con las mujeres generosamente espolvoreadas sobre el plato como una caras especias aromáticas.

El peinado elegido iba a impactar cómo todos –todos los espectadores de cine– me verían por el resto de mi vida. E incluso más allá: es difícil imaginar un obituario que no use la foto de esa chica bonita de cara redonda con los simpáticos rodetes a los costados de su cabecita sin experiencia. Mi vida había empezado. Cruzaba sus puertas con un largo vestido blanco virginal y el peinado de una matrona holandesa del siglo XVII.

Me dieron el papel en La Guerra de las Galaxias con la desesperanzada advertencia de que debía perder unos cinco kilos. Así que fui a una granja para gordos. En Texas. ¿No había centros para adelgazar en Los Ángeles? Las únicas respuestas en las que puedo pensar son 1) No, porque en Los Ángeles todos eran flacos, 2) No, porque esto transcurría en 1976, muchos años antes de que se instalara la mentalidad obsesionada con el cuerpo, el ejercicio y los centros para perder peso. 

Mi madre recomendó The Green Door (La Puerta Verde) en Texas… Lo abandoné una semana más tarde, con el corazón más pesado y la cara más redonda.

Cuando empezamos a filmar, traté de mantenerme bajo radar para que no notaran que no había perdido el peso pedido. Mi peso, para empezar, era solo de 50 kilos, pero la mitad los cargaba en la cara. Creo que me pusieron esos rodetes para que funcionaran como los topes para libros, manteniendo mi cara justo donde debía estar, entre mis orejas y no más grande. Y ahí se quedó, las mejillas controladas, mi cara tan redonda como yo era bajita, pero no más redonda, al menos. 



Carrison

Pasé tantos años sin contar la historia sobre el romance entre Harrison y yo en la primera película de La Guerra de las Galaxias que es difícil saber exactamente cómo contarlo ahora. Supongo que estoy escribiendo esto porque pasaron 40 años y ya no somos –superficialmente al menos– los que éramos entonces. Si alguien se enfurecía entonces, ya no tendría la energía de enfurecerse ahora. E incluso si la tuviera, yo no tendría la energía de sentirme tan culpable como me hubiese sentido hace 30 o 20 años o –bueno, no hay manera de que pudiese haber escrito esto incluso diez años atrás–.

No he mantenido mucho de mi vida en secreto. Carrison sin embargo es algo a lo que solo vagamente he aludido en los últimos cuarenta años. ¿Por qué? ¿Por qué no parloteé sobre esto de la misma manera que parloteé sobre todo lo demás? ¿Era la única cosa que quería saber solamente yo –bueno, Harrison y yo–? Solo puedo especular. En cualquier caso, hay reglas sobre decir el pecado y no el pecador, ¿o no? Y Harrison ha sido muy bueno en no hablar sobre su mitad de la historia. Pero solo porque él haya sido bueno no significa que yo deba continuar siéndolo.

Por supuesto, no me sentía cómoda contando la historia antes –y todavía no me siento cómoda y probablemente siga sin sentirme cómoda en el futuro, cuando ustedes lean esto– no solo porque en general soy una persona que se siente incómoda, sino porque Harrison estaba casado en aquel momento y también porque, realmente, ¿por qué contarías algo así salvo que seas una de esas personas que lo cuentan todo, sin importarle cómo una revelación en particular afecta a cualquier otro que aparezca en la historia? ¿Hay momentos en los que me gustaría ser más calma, más sabia y tener una existencia más manejable? ¿Una que incluya pausas y bostezos, por momentos? Absolutamente. Pero entonces, ¿quién sería yo? Seguro no alguien que a los 19 años se encontró teniendo un romance con su coestrella, un hombre casado 14 años mayor, sin haber tenido con él ni una sola, continua o significativa conversación con la ropa puesta.

Además, si yo no escribo sobre el romance, alguien más lo hará. Alguien con conocimiento directo de la “situación”. Alguien que esperará, cobardemente, a que yo me muera para especular sobre lo que pasó y que me hará quedar mal. Y no quiero eso. 

Empecé a filmar La Guerra de las Galaxias con la esperanza de tener un romance. Con la esperanza de impactar a la gente como alguien entre sofisticado y deseable, alguien que, por ejemplo, podría haber ido a un internado en Suiza con Anjelica Huston y había aprendido a hablar cuatro idiomas, incluido el portugués. Un romance para una persona así hubiese sido una experiencia predecible y totalmente adulta. 

Iba a ser mi primer romance, lo que no es sorprendente si se lo piensa, para una chica de 19 años en los setenta, y no sabía qué necesitaba hacer para provocar que sucediera… Lo que sí había decidido era que el romance no iba a incluir hombres casados. Lo que supe sobre Harrison cuando lo conocí fue que nada de naturaleza romántica podría ocurrir con él. No era un tema. Había muchos tipos ahí que eran solteros y con quienes podía salir sin tener que hundirme en la piscina de los casados. Además, Harrison era un hombre. Yo era una chica. Un hombre como él debía estar con una mujer. Y tenía algo intimidante. Su cara en reposo parecía más cercana al enojo que a cualquier otra expresión. Inmediatamente estuvo claro que no era una persona que quería gustar; era una persona que quería incomodar. Parecía como si no le importara que lo mirasen, así que uno lo miraba vorazmente. Cualquiera a su lado era irrelevante y yo definitivamente era cualquiera.

Cuando lo vi por primera vez sentado en el set de la cantina, recuerdo haber pensado: “Este tipo va a ser una estrella”. No una celebridad: una estrella de cine. Tenía el aspecto de una estrella icónica, como Humphrey Bogart o Spencer Tracy. Cierta energía épica lo rodeaba como una manada invisible. Y esa cara, una cara sin tiempo. Verlo en el set que iba a presentarlo al mundo como Han Solo, el más famoso de todos los personajes famosos que iba a actuar: bueno, estaba fuera de mi liga. Comparada con él, yo no tenía una liga verificable. Estábamos destinados a lugares diferentes. Harrison pertenecía a esa especie épica de superestrella y yo no. ¿Eso me amargaba? Bueno… no dejaba que se  notara. (Tomado de Radar)