Opinión Bolivia

  • Diario Digital | martes, 23 de abril de 2024
  • Actualizado 16:51

Zygmunt Bauman, un sociólogo existencialista

Zygmunt Bauman, un sociólogo existencialista


Por su obra y su estampa vital, Zygmunt Bauman parecería ser más un existencialista que un sociólogo. Pero será recordado como lo último, dadas sus múltiples contribuciones a la ciencia social, así pueda argüirse que fue más filósofo que cientista. La teoría social no se nutre tanto de los datos, de la empiria, como más bien de intuiciones, de observaciones atinadas, de la capacidad de observar lo que es cotidiano o familiar con un sesgo interpretativo original. En este aspecto particular, Bauman, entre los pensadores contemporáneos, llegó a ser casi insuperable. Su capacidad para pensar la modernidad tardía con mirada fresca, imaginativa, así como para trascender y resonar fuera de los claustros académicos, ha generado una obra verdaderamente singular y notable.

Un pensador es interesante si su capacidad de interpelación desborda los marcos estrechos de su propia especialidad. En estos casos suele ocurrir, paradójicamente, que también resultará más valioso para el desenvolvimiento de su propia disciplina. Para Marx, la cuestión no era interpretar el mundo, sino cambiarlo. He ahí un ejemplo de la impetuosidad e impaciencia de la juventud. Pero ocurre que las interpretaciones de la realidad social también devienen parte de esa misma realidad social y pueden, en diversos grados, llegar a tener efectos importantes sobre la realidad.

Es por esto que, casi por definición, un conocimiento totalmente objetivo de la realidad social es imposible. Esto no significa que la validez de una interpretación sea una cuestión de mera arbitrariedad. Los seres humanos habitamos, nos desenvolvemos en una realidad objetiva, cuando menos en ciertas dimensiones. Hay una realidad “ahí afuera”, una exterioridad, que forma, deforma y resiste nuestros deseos y nuestra voluntad. Fuera de nuestra imaginación, nuestro poder es limitado: tenemos que habérnoslas con las cosas del mundo, con nuestras circunstancias, como diría Ortega y Gasset. Circunstancias que, desde ya, no son enteramente de nuestra elección. El mundo es objetivo (“desgraciadamente real”—Borges), pero nuestro estar-en-el-mundo no es objetivo, ni puede nunca serlo. Es así, a menos que estemos radicalmente engañados respecto a lo que hace a la condición humana y al elusivo libre albedrío. El núcleo de lo que es específicamente humano es inobjetivable, aun cuando las circunstancias en las que se desenvuelve la existencia humana puedan ser objetivables.



Humanista clásico

Tengo un aprecio particular por Zygmunt Bauman porque su ejemplo vigoroso nos muestra cómo es posible criticar el positivismo, y pensar y trabajar fuera del positivismo, sin descalificarlo por entero; vale decir, sin caer en las tonterías, imposturas y frivolidades de los posmodernistas, en particular su nihilismo epistemológico. El dato no lo es todo, pero tiene su lugar. Bauman pensó la condición posmoderna con pasión inusual, pero nunca fue un representante del “posmodernismo”, entendido aquí como la razón cínica e impotente.

Hay cierto cinismo que es incompatible con una posición genuinamente crítica. En este sentido, de un modo amplio, Bauman es un continuador original, idiosincrático, de la Escuela de Frankfurt y  de la Teoría Crítica. Es marxista y freudiano, de un modo no ortodoxo, pero por supuesto va más allá. Sus influencias además incluyen desde los clásicos de la sociología, especialmente Max Weber y Georg Simmel, pasando por Gramsci y Lukács, hasta la literatura centroeuropea (Hermann Broch, Kafka). Expone, sintetiza e incorpora de modo original a pensadores continentales como: Foucault, Deleuze, Baudrillard, Bourdieu, Habermas; así como a los de la tradición angloamericana: Rorty, Rawls, con gran claridad y relevancia. Su vigor y apasionamiento intelectuales nos recuerdan al, hoy casi olvidado, Stefan Zweig. Bauman ha vivido su tiempo, ha pensado el presente, el pasado inmediato, y ha columbrado con inquietud el futuro próximo, todos signados por la modernidad y sus malestares. Empero no parece un personaje enteramente de la época. Más que un cientista social fue ante todo un ejemplo distinguido de una especie hoy en extinción: el humanista clásico.

Bauman es un caso de florecimiento tardío (un “late bloomer”).  Fue después de retirarse de la docencia (era profesor emérito de la Universidad de Leeds, en Gran Bretaña) que su obra alcanzó un nivel inusualmente prolífico, mucho más aún para un hombre ya entrado en la “tercera edad”. Si no fuera por este hecho, su trayectoria personal no nos resultaría demasiado interesante: judío polaco, refugiado de guerra, comunista de convicción, funcionario oscuro de un régimen estalinoide, víctima de la intolerancia antisemita y de las purgas ideológicas habituales en tales regímenes, exiliado, inmigrante y profesor universitario, y, finalmente, intelectual célebre. El yiddish fue su lengua materna, y el inglés la tercera lengua en la que él era capaz de escribir con la fluidez de un nativo y la elegancia chispeante de un escritor de gran talla. (Inglaterra ya mucho antes se había beneficiado de la inmigración de polacos excepcionales; baste mencionar a Joseph Conrad.)



Modernidad líquida

Bauman, como buen weberiano, será recordado sobre todo por sus metáforas para comprender y elucidar vívidamente la realidad social: la modernidad líquida es la más célebre de estas. La condición posmoderna no es tanto una negación de la modernidad como una lógica culminación. La modernidad líquida, inestable, precaria, incierta, es una consecuencia imprevista de la modernidad sólida. La producción cede su primacía al consumo; los lazos firmes, las lealtades cuasi indisolubles a los vínculos provisionales, transitorios, “hasta nuevo aviso”. La ética (protestante) del trabajo, propia del período del capitalismo de acumulación, es complementada o reemplazada por la estética del consumo. La sociedad pierde el sentido de lo sublime (el arte como trascendente) y asume una estetización conspicua, generalizada; se genera una nueva panoplia de valores estéticos de un carácter más inmanente que la “belleza”: funcionalidad, “diseño”, fugacidad, intercambiabilidad, status ligado a lo simbólico.

Bauman remarca, en uno de sus ensayos, que el mismo término “sociedad” es una metáfora (importada en la sociología a partir de un uso que anteriormente tenía connotaciones de tipo comercial e industrial). La fragilidad del concepto refleja la fragilidad del objeto; a lo mejor la sociedad ha muerto para dar lugar a las redes (otra metáfora). Y si pensar en la muerte de la sociedad puede resultar excesivo, de cualquier forma Bauman retrata mejor que nadie, y con dolorosa lucidez, el profundo malestar de la cultura tardomoderna.

Una de las obras tempranas de Bauman es Holocausto y Modernidad. Allí concibe el nazismo y el genocidio de los judíos no como una anomalía del proceso de modernización, sino más bien como una consecuencia esperable (pero no inevitable) de la modernidad. Se trata de pensar cómo el mal (el odio, la intolerancia, la destructividad) puede engranar cómodamente en una sociedad moderna, altamente civilizada, tecnificada, y cómo, precisamente, la omnipotencia de la razón técnica facilita la matanza masiva, sin que los sujetos sociales “normales” queden demasiado descoyuntados de su rutina cotidiana; sin causar una crisis moral generalizada o una perturbación mayor del orden social. En esto, Bauman está en la línea del pensamiento de Frankfurt y también de Hannah Arendt, pero lo hace desde su mirada particular sociológica para develar los engranajes estructurales e intersubjetivos que construyen algo que seguramente es solamente posible bajo condiciones de modernidad: la suspensión de la responsabilidad individual para que lo aberrante pueda llevarse a cabo bajo un ropaje de normalidad y eficiencia.



Ante la globalización

Bauman saltó a la fama a fines de la década del noventa con Globalización: consecuencias humanas, un pequeño libro intenso y muy sustancioso. Tuvo un gran impacto en el movimiento anti/alterglobalizador, naciente en aquel entonces. En él delinea una buena parte de los temas que configurarán su obra tardía: la liquidez de las estructuras y la vulnerabilidad de los seres humanos. El desarrollo y el bienestar material han alcanzado (y proyecta alcanzar globalmente) cotas inimaginables hace dos siglos; no obstante, el hombre no ha llegado a ser más feliz y está amenazado por nuevos fantasmas, temores, ansiedades y angustias inéditas. El ser humano florece o alcanza su plenitud bajo condiciones de seguridad ontológica. La modernidad ha buscado cimentar la seguridad, pero de manera imprevista ha generado nuevas formas de inseguridad: A la pobreza clásica se suma la exclusión radical (el homo sacer de Agamben y Zizek), los que sobran, los hombres que no son ni siquiera útiles para ser explotados, los que tienen como sino vital la marginalidad. La fragilidad de los vínculos humanos. La precariedad laboral. Nuevas formas de proletarización. La disolución del sentimiento de comunidad y la nostalgia de lo comunitario, ya perdido. La obsolescencia humana. La ansiedad por reinventarse continuamente a uno mismo, la insana auto-competencia. El miedo al otro, a la diferencia no asimilable. El exceso comunicativo carente de diálogo. El terrorismo anómico. Los refugiados, los migrantes. La movilización continua, cada vez más acelerada. La fragmentación. El hiperdinamismo y el sinsentido.



Saber transformador

El recién fallecido sociólogo polaco-inglés postmarxista, por supuesto, no es un reaccionario, tampoco un neoludita. La modernidad tiene enormes descontentos que deben ser enfrentados, pero un retorno idílico a la naturaleza, rousseaunianamente, no es una opción. Zygmunt Bauman plantea más cuestionamientos, interrogantes e incertidumbres que respuestas. Interpela a la razón tecno-científica, desde sus propios términos y por fuera de sus términos. La crítica no es científica, pero tampoco niega la ciencia. La imaginación sociológica (Wright Mills) sirve para generar hipótesis que pueden luego ser falsadas o corroboradas por la investigación empírica. Al mismo tiempo, estos hallazgos (por la naturaleza/índole misma del talante individual y de la cultura humana) son, por fuerza, de carácter provisional (a diferencia de las leyes naturales). No obstante, la crítica, en tanto forma e instrumento de la filosofía social, no se conforma con generar hipótesis interesantes o seductoras. Busca aprehender la realidad de la manera más adecuada posible, más allá de lo arbitrario, del autoengaño, de la “falsa conciencia”, aun a sabiendas que la realidad humana no es totalmente objetivable. Está situada en una frontera inestable entre el conocimiento y la denuncia, entre el develamiento y la negación, entre el reconocimiento y la no-aceptación de la realidad (en sus rasgos inaceptables). Reconoce la importancia de los datos, pero rehúsa que sobrevenga la aceptación de lo dado, solo por el hecho de que es dado. En este aspecto específico, la relación con lo dado, es que la Teoría Crítica se opone al positivismo. No es cientificista, pero reconoce la importancia del pensamiento científico, dentro de sus límites. Es por esto que, sin estridencias, puede reconocerse en Bauman un acento profético que no es muy discernible en otros grandes, de los que todavía quedan vivos, de la sociología contemporánea (Anthony Giddens, Peter Berger, Alain Touraine). La pasión por la verdad puede traducirse en una búsqueda no del conocimiento por el conocimiento, del conocimiento puro, sino del saber transformador, de ese que agita conciencias. En este sentido, Zygmunt Bauman, aunque probablemente no se reconociera como parte de ninguna tradición, está más en sintonía con pensadores “existencialistas” –Zweig, Camus, Simone Weil, Sabato, Jacques Ellul, Robert Kurz, que con los cultores de las ciencias sociales y de la, respetable aunque a veces estéril, erudición académica. Su vasta obra, queremos creer, no habrá sido en vano.





Docente universitario - [email protected]